JOVELLANOS: Sobre las mujeres
Textos para el análisis de la postura de Jovellanos en relación a las mujeres
Referencias en:
A) JOVELLANOS: «Dictamen de Don Gaspar Melchor de Jovellanos en la Real Junta de Comercio en el expediente seguido a instancia fiscal, sobre renovar o revocar la prohibición de la introducción y uso de las muselinas», (1784), Obras, X, págs. 267-304. (La mujer en relación al lujo, la moda y las costumbres…)
B) JOVELLANOS: «Informe a la Junta General de Comercio y Moneda sobre la libertad de las artes», (1785), Obras, X, págs. 509-539). Sobre todo: 5º pº y siguientes, X, p. 510 (liberalización de su trabajo).
C) JOVELLANOS: «Memoria leída en la Sociedad Económica de Madrid sobre si debían o no admitir en ella a las señoras» (1986), BAE, II, págs. 54-56.
D) “Contra la tiranía de los maridos” (Sátira quinta. Obras completas, I, págs, 293-297). Existen otros muchos textos o fragmentos desperdigados por su obra.
Algunas citas:
1) «Dictamen sobre renovar o revocar la prohibición de la introducción y uso de las muselinas» (1784)
JOVELLANOS SEÑALA AQUÍ LA NECESIDAD DE ESTABLECER UNAS FRONTERAS FLEXIBLES, NO RÍGIDAS E IMPRACTICABLES, A LA HORA DE DETERMINAR LOS ARTÍCULOS DE IMPORTACIÓN QUE DEBEN SER PROHIBIDOS
PARA SALVAGUARDAR LOS INTERESES ECONÓMICOS ESPAÑOLES. ESTE TEMA SE ENTREVERA AQUÍ CON LA CONOCIDA POLÉMICA DIECIOCHISTA SOBRE EL LUJO. EL LINEAMIENTO MORAL CONTRA EL LUJO VANAL Y LA MODA
PERNICIOSA ES CLARO EN EL FILÓSOFO ESPAÑOL, PERO LAS MEDIDAS PRÁCTICAS HAN DE SER TOMADAS TAMBIÉN DESDE LA OBSERVACIÓN DEL COMPORTAMIENTO REITERADO Y CONSTANTE DE LOS COLECTIVOS HUMANOS, EN ESTE
CASO, MUY SINGULARMENTE, LAS MUJERES:
«Si el presente expediente excitado por el celo del señor Ondarza se hubiese de resolver por principios de economía política, me parece que su decisión sería facilísima y ejercitaría muy poco las luces de la Junta. En este caso, reducida la cuestión a si convenía o no permitir o prohibir la introducción y uso de las muselinas, ¿quién no se decidiría inmediatamente por la prohibición?
Un género de fábrica extranjera, cuyo uso podría muy bien suplirse con otros de fábrica nacional; un género que ha llegado a ser materia del lujo más pernicioso, esto es, del más general y extendido […] un género, en fin, precioso y raro que cuesta desde quince hasta ciento veinte reales la vara, y que sin embargo, es apetecible por su blancura, por su duración, por la facilidad de lavarse y por la hermosura y variedad de sus formas; un género, digo, de estas calidades debería desterrarse de toda buena república y prohibirse su importación y su uso con las mayores penas. […]
[…Ante la variedad de dictámenes, a favor, en contra y con diversos matices…] pregunto yo a la Junta, ¿habrá algún medio eficaz de prohibir el uso de las muselinas? Si lo hay libre de inconveniente, yo estoy por la prohibición. Sea el que fuere el que le indicare, cuente con que me tendrá de su partido. Pero entre tanto, permítame la Junta que opine no ser posible en el día desterrar el uso de las muselinas. […]
[…Las mujeres, las más apegadas a su uso, no quieren prescindir de este capricho y de esta vanidad…]
[…] Todo se ha despreciado, todo ha sido inútil y todo ha demostrado con un ejemplo tristísimo que los remedios adoptados hasta ahora han sido insuficientes para curar un mal que tiene su origen en la opinión y en el capricho, siempre más poderoso que las leyes, cuando son combatidos cara a cara.
Pero si se quieren ejemplos que parezcan más autorizados por más antiguos, ábranse nuestros códigos y se hallarán a centenares. Sin contar con el poco efecto de las leyes suntuarias relativas a este punto, promulgadas por los señores Reyes Católicos y sus cuatro sucesores, ¿qué efecto produjo la célebre pragmática de las tapadas, tantas veces renovada por el señor don Felipe IV? […]
[…] El honor y el lujo tienen una misma madre, a saber, la opinión, y viven de un mismo alimento, esto es, de la vanidad. Combatir la opinión con la opinión, sería sin duda lo más conveniente, pero nunca deberá ser esta una guerra de fuerza, sino de astucia. De otro modo, siendo la opinión el honor, una opinión habitual y la que fomenta la moda, una opinión actual y presente; siendo la primera más débil y la segunda más fuerte resultará, precisamente, que la segunda quedará triunfante, siempre que ataque de lleno a la primera.
[…Fracasaron como sabemos los intentos de legislar para que fueran las tocas azafranadas solo de uso de las barraganas…]
Otro tanto sucedió con la prohibición de los escotados permitidos sólo a las mujeres públicas, sin que se hubiese podido contener su uso general, por más que la religión, la razón y la política se aunaron para destruirle.
Los mismos hombres, favorecidos por la naturaleza con una constitución más fuerte y libre de esta especie de caprichos, imitaron a las mujeres enel efecto de ellos. Las golillas, prohibidas y quemadas por mano del verdugo en la plaza pública de Madrid de orden del consejo de Castilla en 1623, honraron dentro de pocos años todos los cuerpos españoles, y hoy sirven de distintivo y nombre a la misma clase que se anticipó a proscribirlas; y los copetes y guedejas, condenados por un auto acordado de aquellos tiempos a no poder tocar los umbrales de los Consejos, ni del Real Palacio, cundieron después por todas las cabezas, hasta que vinieron a desterrar las pelucas, desde más allá de los Pirineos. ¡Tan cierta es la impotencia de las leyes cuando luchan con el poder formidable de la opinión! […]
[… Y] mientra fuere preciso tolerarle, tengo por menor mal el de su libre importación. […]
Hablemos solamente de las mantillas, que forman hoy el principal artículo de este uso. ¿Quién ignora que antes de haberse introducido las de muselina, ya las de franela, las de anascote, las de sarga prensada y otros géneros, por la mayor parte extranjeros, habían desterrado los mantos de nuestras antiguas matronas? ¿Quién no ha visto nacer, crecer, debilitarse y morir, sucesivamente, las modas de las mantillas de gasa, de velillo, de crespón, de cristal y de otros géneros también por la mayor parte extranjeros? Y ¿quién responderá si, desterradas las muselinas, se volverán nuestras mujeres al tafetán, a la sarga, a la muselina de seda y a otros géneros extraños que tienen más analogía que los nuestros con la muselina? […]
Concluyo, pues, con que mientras no se pueda prohibir el uso de las muselinas nada será más conveniente que permitir su importación.
Veamos ahora si se podrá convertir esta libertad en beneficio de nuestro comercio. […]
[…] Si esperamos un comercio libre general y abierto de Filipinas, esperamos en vano. Los holandeses, que se pueden decir los fundadores de este comercio, se perdieron en él. Después de este ejemplo, ellos y todas las naciones hacen el comercio de Oriente por compañías o renuncian a él. Parece que nosotros acabamos de conocer esta verdad. Se trata ya de establecer una compañía bajo la autoridad del Gobierno. Entre tanto, el remedio de admitir solamente la importación de las muselinas, traídas por nuestros buques de Asia, me parece poco proporcionada al tamaño del mal, y recelo que no bastaría para extinguir el contrabando.
Madrid, 24 de octubre de 1784» (JOVELLANOS: «Dictamen de Don Gaspar Melchor de Jovellanos en la Real Junta de Comercio en el expediente seguido a instancia fiscal, sobre renovar o revocar la prohibición de la introducción y uso de las muselinas», Obras, X, págs. 267-304.)
2) «Informe sobre la libertad de las artes» (1785)
JOVELLANOS PROPONE AQUÍ UN NUEVA FORMA DE ENTENDER LA LEGISLACIÓN APLICADA A LA INDUSTRIA QUE SE ENFRENTABA A LA VIGENTE, ESTRUCTURADA DESDE SIGLOS HA EN TORNO AL MODELO DE LOS GREMIOS, QUE
JOVELLANOS ENTIENDE YA MUY PERICLITADOS Y DAÑINOS. FRENTE A LA PARCIALIDAD DE LA LEGISLACIÓN GREMIAL PROPONE UN SISTEMA LIBERAL Y A LA VEZ MUY CONTROLADO POR EL ESTADO BAJO EL OBJETIVO DEL BIEN
COMÚN. TUVO EN SU ÉPOCA TAL RESONANCIA ESTE ESCRITO QUE CEÁN BERMÚDEZ DEJÓ DICHO SOBRE ESTE INFORME, EN LA BIOGRAFÍA SOBRE JOVELLANOS, QUE «AUNQUE NO ESTÁ IMPRESO, ANDA COPIADO EN MANOS DE LOS
INSTRUIDOS EN LA CIENCIA ECONÓMICA»:
«[…] Prescindo de las dificultades que ofrece la ejecución de un reglamento comprensivo de todas las manufacturas que pueden trabajarse sin sujeción a gremios. El número de ellas es casi infinito e imposible de reducir a número ni a lista. [Y si fuere posible hacer ese catálogo habría la necesidad de irlo aumentando a no ser que se excluyesen las manufacturas nuevamente inventadas…]
La Junta no ignora con cuánta vicisitud se cambian de un día a otro los objetos de la industria. La moda produce a cada instante nuevos inventos, crea nuevas manufacturas, desfigura las antiguas, altera sus formas, muda sus nombres y tiene en continuo ejercicio no sólo las manos, sino también el ingenio de las personas industriosas. ¿Quién será capaz de detener esta tendencia del gusto de los consumidores hacia la novedad? ¿Quién lo será de fijar por medio de un reglamento los objetos de sus caprichos?
Acaso por esto en las dos Reales Cédulas de 1779 y 1784 no se han señalado específicamente a las mujeres manufacturas determinadas en que pudiesen ocuparse. Deseoso el Gobierno de restituirlas a la libertad de trabajar que les había dado la naturaleza, las habilitó, en la de 12 de enero de 1779, para todos los trabajos propios de su sexo, pero sin señalar alguno, y cortó así de un golpe las cadenas que había puesto a sus manos la legislación gremial.
[…En la Real Cédula de 1784 se indica genéricamente las excepciones a los trabajos que las mujeres no podrían acometer del siguiente modo: les están] permitidos a las mujeres todos aquellos trabajos que, no teniendo repugnancia ni con su delicadeza ni con su decoro, deberían creerse propios de su sexo.
[…] Con que, si algo resta que averiguar, será solamente cuáles son los trabajos que repugnan a la decencia y fuerzas mujeriles.
Yo haré sobre este punto algunas observaciones; pero todas vendrán a parar o en que no se debe hacer novedad en el presente estado de las cosas o, si alguna, debe ser ampliar a las mujeres una libre facultad de ocuparse en cualesquiera trabajos que les acomodase.
Observemos primero la disposición de este sexo para el trabajo con respecto a sus fuerzas, y después la examinaremos con relación a lo que llamamos decencia o decoro del mismo sexo.
El Criador formó las mujeres para compañeras del hombre en todas las ocupaciones de la vida, y aunque las dotó de menos vigor y fortaleza para que nunca desconociesen la sujeción que les imponía, ciertamente que no las hizo inútiles para el trabajo. Nosotros fuimos los que, contra el designio de la Providencia, las hicimos débiles y delicadas. Acostumbrados a mirarlas como nacidas solamente para nuestro placer, las hemos separado con estudio de todas las profesiones activas, las hemos encerrado, las hemos hecho ociosas y al cabo hemos unido a la idea de su existencia una idea de debilidad y flaqueza que la educación y la costumbre han arraigado más y más cada día en nuestro espíritu.
Pero volvamos por un instante la vista a las sociedades primitivas; observemos aquellos pueblos donde la naturaleza conserva sin menoscabo sus derechos y donde ninguna distinción, ninguna prerrogativa desiguala los sexos, sólo distinguidos por las funciones relativas al gran objeto de su creación. Allí veremos a la mujer compañera inseparable del hombre, no sólo en su casa, mas también en el bosque, en la playa, en el campo, cazando, pescando, pastoreando, cultivando la tierra y siguiéndole en los demás ejercicios de la vida.
Ni creamos que este fue un privilegio de las edades que llamamos de oro, sólo existentes en la imaginación de los poetas. A pesar de la alteración que la literatura y el comercio han causado en nuestras ideas y costumbres, tenemos en el día muchos ejemplos con que confirmar esta verdad. Yo conozco, y todos conocemos, países no situados bajo los distantes polos, sino en nuestra misma península, donde las mujeres se ocupan en las labores más duras y penosas; donde aran, cavan, siegan y rozan; donde son panaderas, horneras, tejedoras de paños y sayales; donde conducen a los mercados distantes, y sobre sus cabezas, efectos de comercio; y en una palabra, donde trabajan a la par del hombre en todas sus ocupaciones y ejercicios.
Aun hay algunos en que nuestras mujeres parece que han querido exceder a las de los pueblos antiguos. Entre ellos, el oficio de lavanderos se ejercía casi exclusivamente por los hombres. ¿Puede haber otro más molesto, más duro, más expuesto a incomodidades y peligros? Pues este ejercicio se halla hoy a cargo de las mujeres exclusivamente en las Cortes y grandes capitales, esto es, en los pueblos en que se abriga la parte más delicada y melindrosa de este sexo. ¿Dónde, pues, está la desproporción o repugnancia del trabajo con las fuerzas mujeriles?
Yo no negaré que existe la idea de esta repugnancia; pero existe en nuestra imaginación, y no en la naturaleza. Nosotros fuimos sus inventores, y no contentos con haberla fortificado por medio de la educación y la costumbre, quisiéramos ahora santificarla con las leyes.
Observemos, no obstante, el objeto de estas leyes. ¿Es otro, por ventura, que prohibir a las mujeres todos aquellos trabajos que no convienen a las fuerzas de su sexo? Pero yo no veo la necesidad de esta prohibición. Donde se cree que un trabajo repugna a la debilidad de estas fuerzas, ciertamente que las mujeres no lo emprenderán. Para que una mujer no usurpe sus oficios a un herrero, a un albañil, no juzgo que será necesaria la prohibición; de lo que se sigue que esta no puede ser objeto de una ley, puesto que la primera calidad de la ley es la necesidad.
Considerando así el trabajo con respecto a las fuerzas de las mujeres, examinémoslo ahora con relación al decoro de su sexo.
Esta es una materia regulada por la opinión aun mucho más que la antecedente. La opinión sola califica la mayor parte de nuestras acciones, y lo que es indecente en un país y en un tiempo, es honesto o indiferente en otros. Por lo común, la idea de la decencia sigue el progreso de las costumbres públicas. Donde se hallan contagiadas por la corrupción, así como la honestidad es una virtud más rara, es también menor el número de las acciones que se creen compatibles con ella. Pero en los pueblos virtuosos la misma honestidad es una especie de salvaguardia a cuya sombra la mayor parte de las acciones humanas se miran como honestas o como indiferentes. La inocencia no ve la malicia sino donde anda descubierta.
Para confirmar esta verdad no será necesario buscar ejemplos entre aquellos pueblos salvajes donde en medio de la desnudez se han podido conservar el pudor y la honestidad. Si fuesen necesarios algunos, los hallaremos a millares en los pueblos más sabios e ilustres de la Antigüedad; en aquellos cuyas csotumbres son tan admirables a nuestros ojos. Las dos célebres repúblicas de la antigua Grecia, cuyas virtudes fueron siempre un modelo digno de la imitación de su potestad, pueden citarse sin empacho. Sin embargo, ¡cuántas de sus acciones, cuántos de sus usos y costumbres nos parecerán en el día torpes e indecentes!
En efecto, así como cada gobierno, cada siglo, cada país tiene sus costumbres, tiene también sus ideas peculiares de decoro y decencia. En medio del recogimiento de los siglos pasados, ¿qué parecerían a nuestros abuelos la disipación y libertad del presente? Una matrona honesta no era vista jamás sin escándalo, no digo ya en la calle, mas ni en el templo, como no fuese acompañada de su esposo, de su dueña y escudero. Hoy van por todas partes solas, sin escolta, sin comitiva, y parece que la costumbre ha triunfado no sólo de la opinión, mas también de la honestidad.
Pero sobre todo debe reflexionarse con respecto al objeto presente que las ideas de decencia no sólo son relativas a los tiempos, sino también a los estados y condiciones. Lo que es mal parecido en una señora de primera calidad no lo es en una mujer plebeya. Aun en esta última clase, la edad, el estado, el ejercicio, constituyen notables diferencias. La necesidad es casi siempre el nivel de la conducta de los hombres; cuando ella se presenta, desaparece la opinión y sólo pueden ser reparables aquellas acciones que la naturaleza y la religión han declarado indecentes por esencia.
Examinando por estos principios el objeto de nuestro expediente, yo no puedo reconocer cuáles sean las artes que repugnan a la decencia del sexo femenino. Si hay algunas, ciertamente que no las usurparán las mujeres. ¿Por ventura habrá algún país entre nosotros donde una doncella o matrona honesta quieran dedicarse a barberas o peluqueras de hombres? Pues, ¿a qué conducirá la prohibición de unos ejercicios que están resistidos por el mismo pudor?
Estas ideas que, naciendo de la opinión, ni necesitan ser auxiliadas ni pueden ser vencidas por la ley, jamás se confundirán en medio de la libertad.
Supongamos a una mujer dueña de una tienda de sastrería; sin duda que no irá a tomar medidas ni a probar vestidos a casa de los hombres; tendrá para esto a un oficial experto, como sucede en muchos gremios que permiten a las viudas la conservación de las tiendas y oficinas de sus maridos. Para esto no será necesaria la intervención de la ley, porque cada sexo sabe lo que conviene a su decencia.
Este mismo ejercicio de coser es más conveniente a las mujeres que a los hombres; pues, ¿para qué las defraudaremos de un trabajo en que pueden ganar la vida sin menoscabo de su honestidad?
De todo esto concluyo que la única excepción propuesta a la libertad de las mujeres debe suprimirse como inútil, y que lejos de fijarla y declararla por medio de un reglamento, es más conveniente abolirla del todo.
¿Y qué haremos, se me dirá, con los hombres? ¿Formaremos un reglamento para ellos solos o les daremos la absoluta libertad de trabajar en cualquier arte sin sujeción a gremio? En esta duda, ¿quién no responderá por la libertad? Si hay muchas razones para persuadir que se les debe a las mujeres, hay muchas más que la reclaman a favor de los hombres. Esta parte de la humanidad será siempre la que más trabaje. La superioridad de sus fuerzas de cuerpo y espíritu, su mayor constancia, destreza y previsión, la diferente esencia de las obligaciones que le imponen la naturaleza y la sociedad, todo le debe dar una decidida preferencia. Por otra parte, la procreación, la crianza de los hijos, la asistencia al consorte, las obligaciones domésticas absorben a una mujer la mayor porción del tiempo que pudiera dedicar al trabajo. Así que sería monstruoso franquearles una absoluta libertad de trabajar y sujetar a los hombres a gremios y exclusivas. No es, pues, conveniente reducir esta libertad por medio de un reglamento.
Esta reflexión me conduce naturalmente a examinar la gran cuestión sobre la libertad de las artes. […] Cada día se trata de autorizar un nuevo gremio, de aprobar una nueva ordenanza, y es preciso que las resoluciones sean uniformes y consiguientes. Si conviene redimir las artes de su antigua esclavitud, hágase de una vez; y si no, fíjense los límites donde puede llegar su libertad y los principios que deben protegerla.
[…]
Voy, pues, a examinar primero los perjuicios que producen los gremios, y después haré ver que no se pueden temer iguales de parte de la libertad; y últimamente prescribiré las reglas y precauciones que se deben tomar para que la misma libertad no se oponga ni al buen orden civil, ni al fomento de la industria, ni a la seguridad del público.
[…]
Hubo entr nosotros un tiempo en que todos los brazos del Estado debían estar prontos para su defensa. […Fueron los tiempos de reconquistar el reino y de arrojar de nuestro continente el yugo árabe…] […Se formó después una clase para los artistas, con gremios y asociaciones, con barrios o distritos, y se les concedieron privilegeios y franquicias…] […]
La clasificación de los artistas, útil sin duda para establecer la plicía y el buen orden, se convirtió muy luego en un principio de destrucción para las mismas artes. Reunidos sus profesores en gremios, tardaron poco en promover su interés particular con menoscabo del interés común. Con pretexto de fijar la enseñanza, establecieron las clases de aprendices y oficiales; con el de testificar al público la suficiencia de los que le servían, erigieron las maestrías; y para asegurarle de engaños, inventaron preceptos técnicos, prescribieron reconocimientos y visitas, dictaron leyes económicas y penales, fijaron demarcaciones y, en una palabra, redujeron las artes a esclavitud, estancaron su ejercicio en pocas manos y separaron de él a un pueblo codicioso que las buscaba con ansia por participar de sus utilidades.
[…]
El hombre debe vivir de los productos de su trabajo. […]
De este principio se deriva el derecho que tiene todo hombre a trabajar para vivir; derecho absoluto, que abraza todas las ocupaciones útiles y tiene tanta extensión como el de vivir y conservarse.
Por consiguiente, poner límites a este derecho es defraudar la propiedad más sagrada del hombre, la más inherente a su ser, la más necesaria para su conservación.
Aun suponiendo al hombre en sociedad, se debe respetar este derecho. Ninguno ha renunciado de su libertad natural, sino la parte más pequeña: aquella parte que es absolutamente necesaria para conservar el Estado sin menoscabo de su propia conservación. Sobre este principio se apoya todo pacto social y sobre él debe fundarse también la santidad de toda ley. La renuncia de este derecho no puede suponerse. Sería nula aunque de hecho se verificase.
De aquí es que las leyes gremiales, en cuanto circunscriben al hombre la facultad de trabajar, no sólo vulneran su propiedad natural sino también su libertad civil.
Pero esta ofensa no se causa sólo al artista: se extiende también a los demás individuos que consumen los productos de la industria. Todo ciudadano tiene derecho de emplear en su favor el trabajo de otro ciudadano, mediante una recompensa establecida entre los dos. Los gremios destruyen este recíproco derecho, obligando al consumidor a servirse solamente de aquellos maestros que tienen la facultad exclusiva de trabajar.
La injusticia de esta exclusión se hace más palpable cuando se considera que ha defraudado de la libertad de trabajar a la mitad de los pueblos que la adoptaron, que ha separado casi enteramente a las mujeres del ejercicio de las artes y que ha reducido a la ociosidad unas manos que la naturaleza había creado diestras y flexibles para perfeccionar el trabajo. Las artes fáciles y sedentarias, aunque más convenientes a este sexo que al nuestro, no por eso se han exceptuado de la regla general.
Pero tan monstruosa exclusión no ha comprendido sólo a las mujeres, sino también a todos los hombres a quienes su estado y profesión separaban forzosamente de los gremios. Labradores, soldados, artistas, aunque hábiles para el ejercicio de muchas artes, no pudiendo incorporarse a los gremios, debieron renunciar al derecho de trabajar en ellos.
Tenemos en esto un ejemplar palpable en nuestro expediente. Gabriel Maroto, de ejercicio herrero, quiso establecer en Valladolid una manufactura de cintas caseras. ¡Cuánto no tuvo que sufrir del gremio de pasamaneros este infeliz artista! Y ¿qué será de él, si la ilustración de la Junta no le hubiere sostenido contra las opresiones de aquel gremio? Aun con esta protección, apenas está seguro de sus persecuciones.
La primera consecuencia de tan funesto estanco fue impedir la unión de la industria con la labranza. Mientras los campos de Alemania están cubiertos de nieve, se ocupa el labrador germano en trabajar la infinita variedad de obras curiosas de madera, piedra y metales con que sus paisanos surten las tiendas de nuestras ciudades populosas y acumulan ganacias insumables. En los mercados de Bretaña, de Anjou, de Flandes, Irlanda y los Cantones, venden también los labradores los lienzos que trabajaron sus familias en el tiempo que las faenas rústicas les dejaron libre. Estos bienes se deben principalmente a la libertad, y son inasequibles sin ella.
Por una consecuencia de este sistema general, la industria se ha reconcentrado en las capitales; esto es, en los lugares menos a propósito para su ejercicio y perfección. El alto precio de los comestibles y habitaciones, el aumento de las necesidades que arrastra consigo el lujo, los regocijos y distracciones frecuentes, la licencia y corrupción de las costumbres, y otros inconvenientes propios de las grandes poblaciones, ofrecen otros tantos obstáculos al aumento y prosperidad de la industria, y hacen desear la libertad como el único medio de destruirlos.
De aquí se sigue que los gremios sean un estorbo para el aumento de la población, no sólo en cuanto impiden la reunión de la industria con otros ejercicios, sino también en cuanto resisten la entrada en ella a las manos sobrantes de la labranza y otras profesiones.
Este daño es harto mayor de lo que se cree de ordinario. La agricultura puede sólo aumentar la población de un país hasta cierto punto, porque el terreno cultivable y aun la perfección del cultivo tienen sus límites señalados por la naturaleza. Tiénelo por lo mismo la cantidad de los productos de la tierra y el número de familias que pueden vivir de ellos. Casi sucede otro tanto con las demás profesiones, fuera de los oficios. Per la esfera dela industria es de inmensa extensión. Cuanto consumen España y América, las provincias vecinas y las más distantes, puede ser fruto de sus tareas y concurrir al sustento de las familias que la ejercen. ¡Cuántas veces el morador de los confines de Asia habrá pagado su jornal a los artistas europeos! Así es que el aumento de la población y la riqueza nacional estará siempre en razón de los progresos de su industria, y por consiguiente de la libertad de las artes. Veamos ahora por qué medios las asociaciones gremiales se oponen a esta libertad y a estos progresos.
Establecidas las maestrías, se estanca el trabajo en pocas manos; esto es, en aquellos solos individuos que han alacanzado el título de maestros, y con él el derecho exclusivo de trabajar.
Este estanco se estrecha tanto más cuanto, para pasar al magisterio, es menester haber corrido por las clases de aprendiz y oficial, sufrir un examen, pagar los gastos y propinas de esta función, tener tienda o taller en cierta y determinada demarcación, y muchas veces afianzar para abrirla.
Establecido ya el maestrazgo, se le tasa el número de aprendices y oficiales que puede tener, y alguna vez el de telares y artefactos en que ha de trabajar; se le obliga a partir con sus compañeros las materias que acopiase, o bien a surtirse del almacén del gremio si lo tiene, o en fin, se lo reparten por el mismo, aunque no las pida; debe trabajar de cuenta propia, y no de la del mercader o comerciante, aunque no tenga fondos; debe arreglar su trabajo a la ley de la ordenanza y sacrificar a ella sus manos y su ingenio; debe pagar impuestos y derramas para los objetos de su comunidad; debe sufrir denuncias, visitas, penas, comisos y otra infinidad de vejaciones. Véase ahora si es posible que, bajo de este sistema de opresión y exclusivas, se multiplique el número de los artistas ni los productos de la industria.
Para que este mal fuese más general y más funesto, es espíritu gremial, contagiando la industria en toda su extensión, ha cundido desde las artes verdaderamente tales hasta los oficios y ocupaciones más sencillas. En las ordenanzas municipales de Toledo, Sevilla y otras grandes ciudades, se hallan los gremios de horneros, palanquines, regatones, alquiladores, albañiles, y apenas hay ministerio alguno que no se haya sometido a este yugo. Una vez sujetos, sufren sus individuos toda la dureza de una legislación ruinosa, que les fuerza a la observación de muchas reglas, o perjudiciales o inútiles. Estas reglas no fueron inspiradas por la utilidad, sino dictadas por la imitación, sirviendo unas ordenanzas de modelo o plantilla para formar otras, y si algunas fueron convenientes entonces, dejaron de serlo con el tiempo. Hay gremio que se gobierna con ordenanzas hechas dos siglos ha. Siendo pues tan libre y tan variable el gusto de los consumidores, único alimento de la industria, ¿cómo podrá prosperar esta bajo un sistema tan opresivo e invariable?
Estroban también los gremios el progreso de la industria, resistiendo ya la creación de nuevas artes, ya la división de las antiguas.
La creación de nuevas artes sólo puede ser un efecto de la libertad. […]
Sin esta libertad, Martínez, Garu, Vennens, Arochena, Gómez y algunos otros no hubieran sido conocidos en la Corte, y lo que es peor, sus artes estarían todavía en su rudeza original. […]
[…Quienes viendo su arte desaparecida por el cambio de las modas no pueden empezar desde el principio en otro gremio y han de echarse] a mendigos, y sus manos, que la libertad hubiera empelado útilmente, [quedan] perdidas del todo para el Estado.
[…] Un nuevo gusto exige de repente una muchedumbre de manos para abastecerlo. El interés y la libertad las hallarían; pero las ordenanzas del arte respectivo, permitiendo sólo a los maestros trabajar en aquellos objetos, atan las manos de todos los demás. Entonces crece con desproporción el precio de las obras, acude el extranjero con las suyas, nos arrebata las ganancias, y la industria nacional se destruye por los mismos medios que debían hacerla crecer y prosperar.
[… La legislación gremial empeñada en extender sus exclusivas…] estorba la unión de la industria con el comercio, dsiminuye la libertad del tráfico, y destruyendo la concurrencia, no deja entrada a la baratura ni al equilibrio y nivelación de los precios, de donde naturalmente se deriva. […]
[…]
No nos engañemos. La grandeza de las naciones ya no se apoyará, como en otro tiempo, en el esplendor de sus triunfos, en el espíritu marcial de sus hijos, en la extensión de sus límites ni en el crédito de su gloria, de su probidad o de su sabiduría. Estas dotes bastaron a levantar grandes imperios cuando los hombres estaban poseídos de otras ideas, de otras máximas, de otras virtudes y de otros vicios. Todo es ya diferente en el actual sistema de la Europa. El comercio, la industria y la opulencia que nace de entrambos son, y probablemente serán por largo tiempo, los únicos apoyos de la preponderancia de un Estado, y es preciso volver a estos objetos nuestras miras o condenarnos a una eterna y vergonzosa dependencia, mientras que nuestros vecinos libran su properidad sobre nuestro descuido.
Y en suma, ¿qué es lo que nos detiene? Los riesgos, los abusos, los males que pueden nacer de la libertad. Todos conocen que los gremios son un mal; pero se miran como un mal necesario para evitar otros mayores. Las luces, se dice, son en política lo que en la física los medicamentos. Unos alteran la libertad, como otros la salud; pero por su medio el cuerpo moral y el cuerpo humano se libran de la extenuación y de la muerte.
Mas estos males, que se temen como una consecuencia de la libertad, ¿son efectivos? Y para su remedio, ¿no hallará la legislación otro arbitrio que mantener en esclavitud las artes? […]
[…El espíritu gremial esclavizó las artes y fijó su imperio en las grandes capitales y en gran número de ciudades, pero no en las villas y en pequeñas poblaciones, por eso las artes necesarias abundan en estos lugares aunque es] cierto que estos ramos de industria no han recibido mayor incremento; pero esto sólo se debe atribuir a los gremios de las capitales, cuyas ordenanzas no permiten a la industria forastera traer a sus mercados obras que no estén trabajadas según el rigor de sus preceptos técnicos. […]
[…No ha de olvidarse que,] estando a la verdad, las maestrís nada suponen. Los exámenes son por lo común formularios, y la amistad, el parentesco o el interés abren la entrada a las artes a los más ignorantes. Las piezas de examen o son de fácil ejecución, o se trabajan con ayuda de vecinos, o se admiten aunque defectuosas. Así es que, al lado de algunos buenos oficiales, se ven en la misma Corte insignes chapuceros autorizados con el título de maestros y situados en tienda pública. […]
Pero en medio de esta libertad, ¿no perecerá la enseñanza? No, por cierto. Habrá entonces, como ahora, aprendices y oficiales, porque nadie se pondrá a ejercer un arte sin haberlo aprendido. La única diferencia será que el tiempo, el precio y las condiciones del aprendizaje se arreglarán por un contrato libre entre el maestro y el padre o el tutor del aprendiz, y esta diferencia cederá siempre a favor de la industria. […]
[…] El sabio autor de la educación popular observa, en el tercero de sus apéndices, que la decadencia de nuestras artes en Toledo, en Sevilla y otras ciudades ricas e industriosas fue coetánea a las exclusivas, a los preceptos técnicos y a otras sujeciones que fueron autorizando las ordenanzas gremiales. Cuanto hay en ellas de opresivo se refiere, por la mayor parte, al reinado de Felipe III y siguientes. La duración, los preceptos y las condiciones de los aprendizajes no tienen mayor antigüedad. No se crea, pues, que son un medio de perpetuar, sino de destruir la buena enseñanza. […]
[…] La Constitución inglesa y las leyes y costumbres de aquella república lograron la maravillosa conciliación de la libertad de las artes con las corporaciones de los artistas.
En Francia demostró concluyentemente los enormes perjuicios de las maestrías el célebre presidente Bigot; y aquel gobierno, teniendo a su frente a uno de sus primeros economistas, monsieur Turgot, las destruyó de un golpe por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. Si después de la caída de este ministro volvieron a restablecerse, echemos la culpa, más que a otra causa, al espíritu de persecución, que cuando trata de desacreditar a los hombres de mérito, suele asestar contra los establecimientos los golpes que quiere descargar sobre los autores. […]
Por último, no se aleguen a favor de los gremios la costumbre, la prescripción, la autoridad; todo esto se desvanece a la vista de los daños que causan. […] Además de que los derechos de la libertad son imprescriptibles, y entre ellos el más firme, el más inviolable, el más sagrado que tiene el hombre es, como hemos dicho al principio, el de trabajar para vivir.
Pero ¿pasaremos súbitamente de la sujeción a la libertad? He aquí un punto que ofrece a la idea una muchedumbre de inconvenientes, capaces de acobardar el ánimo más resuelto. Parece que el hombre ha nacido para ser esclavo de la costumbre. ¡Qué confusión no nos presenta esta mudanza repentina, entre una muchedumbre de jóvenes artistas que ahora viven tranquilos bajo un yugo suave y conocido! El primer uso que harán de su libertad será acaso para abusar de ella. Guiados únicamente por la codicia, ¡qué alteración no podrá resultar en los precios! ¡Qué fraudes en las obras! ¡Qué engaños en el cumplimiento de las contratas! ¡Cuánto descuido en la enseñanza! ¡Cuánto desorden y cuánta licencia en las cotumbres! El público será la primera víctima de la libertad hasta que, conocidos y abandonados los artistas por el público, perezcan con las artes, y el Estado, vacilante, llore los estragos causados por la misma libertad que había protegido.
Tal es la idea que nos figuramos de un pueblo donde las artes se abandonen a una libertad absoluta. Pero estamos muy lejos de apadrinar el desorden con el nombre de libertad. El hombre social no puede vivir sin leyes, porque la sujeción a ellas es el precio de todas las ventajas que la sociedad le asegura. Su misma libertad, su propiedad, su seguridad personal, la inmunidad de su casa, los derechos de esposo, de padre, de ciudadano, son las recompensas de aquella porción pequeña de libertad que sacrifica al orden público. De la suma de estas porciones se forma la autoridad del legislador y la fuerza de las leyes. Así es que el hombre, obedeciendo al precepto de la ley, reconoce una autoridad en cuya cesión había sido parte el mismo.
La clase de los artistas debe, como todas las demás, reconocer sus leyes; pero ¿qué leyes serán estas? Hemos llegado a la única discusión que nos resta, y que es la más importante de todas.
No permiten ni la estrechez de este informe, ni mis cortos talentos, que yo me aventure a emprender un código de policía fabril. Este objeto, tan importante y delicado, es muy propio del celo de la Junta y de sus superiores luces. Me bastará indicar los principios a que debe arreglarse esta legislación, para conciliar la libertad de las artes con su prosperidad, con el buen orden y con la seguridad pública.
En efecto, tres deberán ser los objetos de esta legislación: primero, buen orden público; segundo, protección de los que trabajan; tercero, seguridad de los que consumen. Yo los examinaré en artículos separados.
Artículo primero. Policía
[…] […Deberemos formar una matrícula general de cada arte en las ciudades populosas, de los maestros, oficiales y aprendices, que deberá renovarse todos los años…] en los demás pueblos es conocido el vecindario por su padrón general, y no se necesitan más reglas de policía que las comunes y conocidas. […]
Estas matrículas no sólo servirán para el buen gobierno de los artistas, sino también para el repartimiento y recaudación de las contribuciones, y para conservar el buen orden general y la tranquilidad pública, puesto que no puede establecerse buena policía donde el pueblo no estuviese dividido y clasificado con la mayor exactitud.
Esta operación de formar matrícula correrá a cargo de un síndico… […]
Se prohibirán por punto general las juntas o cabildos de individuos de un arte, siendo del cargo del síndico promover el bien y la utilidad de sus individuos, como va prevenido; y cuando no lo hiciere a requerimiento de alguno, podrá ser apremiado a ello por la justicia.
Pero si en algún caso extraordinario hubiere necesidad de congregar los individuos de algún arte, el síndico, enterado de ella, acudirá a la justicia, quien no sólo concederá la licencia si se pidiere con justa causa, sino que deberá prescribir el lugar y la forma de celebrar la junta, y aun la presidirá por sí mismo, si pudiere y el caso lo pidiere, y cuando no, convendría que la presidiere el socio protector.
Tampoco será lícito a los individuos de un arte hacer cofradía, ni juntarse en cuerpo con ningún pretexto piadoso o de devoción, siendo libre cada uno como particular para alistarse en las que estuvieren establecidas con autoridad del Gobierno y conforme a las leyes. […]
[…]
Cuidarán particularmente los socios protectores de que se conserve libre el ejercicio de las artes; de que se faciliten las licencias para abrir tienda a los que las merecieren; de que no se estorbe a los oficiales sueltos trabajar donde y como más les acomodare; de que se cumplan las contratas celebradas por los individuos de cada arte entre sí, y con los particulares, implorando siempre la autoridad judicial cuando sus avisos y exhortaciones no fueren atendidos, y dando cuenta de todo lo que hicieren a la respectiva Sociedad [Patriótica] de que fueren miembros.
Artículo segundo. Protección
Tres deben ser los objetos de la protección de las artes: la enseñanza, el fomento y el socorro de los artistas.
[Los aprendizajes deben ser enteramente libres y arreglarse mediante contratos particulares… pero en las artes más complicadas debe hacerse mediante enseñanza más metódica] […]
Escuelas. A este fin convendrá mucho que el Gobierno establezca en cada capital dos especies de escuelas, donde se enseñen los principios generales y particulares de las artes.
[En las escuelas de principios generales se enseñará el dibijo, la geometría, la mecánica y la química…] considerando estas facultades como reducidas a práctica y aplicadas al uso de las artes. […]
[…En las escuelas de principios técnicos de cada arte] se enseñarán por principios científicos sus reglas y preceptos.
[Se redactará una descripción científica de cada arte, mientras no tengamos una academia de ciencias] parece que este encargo pudiera fiarse a la Sociedad Económica de Madrid.
[…De estas descripciones se imprimirán unas cartillas prácticas más abreviadas, claras y acomodadas a la comprensión de los jóvenes…] […]
[Se establecerán también premios…] Hay premios para los que adelantan en el conocimiento de las lenguas, en las humanidades y en la filosofía; ¿y no los habrá para que tengamos buenos cerrajeros y buenos ebanistas? […]
[No parecen útiles en nuestro plan de socorros los hospicios, las casas de misericordia y los montepíos, salvo que éstos se reformaran…] El mejor [socorro] que se puede dar a las viudas es proporcionarles nuevo estado, y a los huérfanos enseñarles un arte sobre [el] que puedan librar su subsistencia, y ser con el tiempo vecinos útiles.
Enfermos. Los artistas enfermos pertenecen al sistema de hospitales, pero sería mejor socorrerlos en sus casas; lo mismo digo de los viejos e impedidos, si lo estuvieren del todo; pero si son todavía capaces de algún trabajo, deben formar un objeto de caridad pública juntamente con los desocupados.
Casas de trabajo. Un establecimiento donde el artista hallase trabajo seguro proporcionado a sus fuerzas, y bien recompensado, llenaría enteramente nuestros deseos. En él los viejos, los impedidos, los desocupados, las mujeres, los niños, podrían ganar algún jornal correspondiente a su trabajo, con utilidad propia y del Estado. […]
[Artículo tercero.] Seguridad
[…] [Se establecerán licencias para abrir tiendas… que se darán, previo informe pertinente, gratis, con edad de veinticinco años o de dieciocho casados…] […]
Las mujeres podrán abrir tienda u obrador público, concurriendo en ellas las circunstancias, y observando las formalidades ya referidas; pero la que no fuere casada deberá tener un oficial de buena habilidad y conducta para el manejo de la tienda, y particularmente para aquellos ministerios que no son muy propios de la decencia de su sexo. […]
Bien puede ser que, a pesar de tantas precauciones, habrá tal vez algunos que nos censuren porque abrazamos en este punto la causa de la libertad. Este nombre tan agradable a la humanidad se escucha todavía con horror por los que creen que el hombre ha nacido sólo para mandar u obedecer; por los que respetan tan ciegamente la autoridad que nunca la someten a la razón; por los que sostienen que nuestros mayores, aquellos mismos que han precipitado la nación en un abismo de males y miserias, eran infalibles y los que proponen reformas saludables con entusiastas y soñadores; pero cuando se trata de hacer el bien, es preciso menospreciar tales murmuraciones. Por mi parte yo no haré traición a mis sentimientos ni a mis ideas; y después de haberlas propuesto con honrada libertad, cederé con gusto, no a quien me arguya con la autoridad y la costumbre, sino al que, ilustrado por el estudio y la experiencia, me mostrare un camino más seguro de llegar al bien común, que es mi único objeto.
Entretanto, puedo protestar que sólo el deseo del bien ha movido mi pluma en este informe, y no el amor de la novedad. La materia es digna de estudio y de meditación. Por eso someto mis reflexiones a la censura de la Junta, que podrá resolver en su vista lo que juzgue más conveniente.
Madrid, 9 de noviembre de 1785.» (JOVELLANOS: «Informe a la Junta General de Comercio y Moneda sobre la libertad de las artes», Obras, X, págs. 509-539).
SSC
Octubre de 2010