¿Se rompe Francia?
Alain Finkielkraut y Élisabeth de Fontenay debaten epistolarmente sobre las ideas de nación y de civilización que les separan.
Campo de minas
Élisabeth de Fontenay, Alain Finkielkraut
Alianza, Madrid, 2018, 193 páginas.
Alain Finkielkraut y Élisabeth de Fontenay son amigos, ambos se autorrepresentan en el ideario de la izquierda, pero se trata de dos visiones de la política enfrentadas por sus filosofías de la historia, divergentes al cabo. Algunos de los compañeros ideológicos de Élisabeth ven en Alain un reaccionario o un ultraderechista. Quienes defienden a Alain creen que es él quien representa el verdadero progresismo, y el que realmente pone nombre a lo que sucede en la actualidad, incluido el descarrío de cierta izquierda. Finkielkraut es un ensayista con una amplia trayectoria que se ha ido especializando en la más ácida crítica contra lo que él estima el falso radicalismo de la izquierda. Fontenay es una prestigiosa profesora de la Sorbona, que se alinea con el legado de Rousseau, Diderot, Marx, Adorno, Sartre y lo que hoy en día puede ser traducido en Francia como marxismo socialdemócrata. Por sus ideas políticas se hallan próximos, pero de pronto distantes. La tradición de ideas y de autores que ambos citan ponen de relieve que comparten una misma educación e idéntico suelo cultural. La autora de “Silence des bêtes” accede a debatir con el autor de “Lo único exacto” con la finalidad de que su amigo, en lo personal, reconozca ciertas excentricidades y desmesuras en sus pronunciamientos ideológicos para de ese modo corregir algunos de los desenfocados ataques que sufre por una buena parte de la opinión pública autodefinida de izquierdas. ¿Se consigue este objetivo en las treinta y seis cartas que se cruzan ambos contrincantes?
Los dos intelectuales galos tienen ascendencia judía y defienden por igual el republicanismo laico, el ateísmo y el amor a la cultura francesa, a Rabelais, Descartes, Molière, Diderot, Baudelaire y Proust. Pero vemos cómo ambos desgranan sus argumentos sobre los problemas migratorios, la influencia del islam y el diagnóstico sobre los excluidos de hoy, y aquí chocan sin cesar.
Finkielkraut comparte con Albert Camus que si hay que elegir entre la verdad y la izquierda, prefiere la verdad; mientras que Fontenay entiende la postura de preferir equivocarse con Sartre a tener razón con Raymond Aron —en contra y a favor respectivamente del papel histórico de De Gaulle—, porque sería importante también con quién te identificas cuando hablas.
Fontenay insiste en la interpretación de la historia como lucha de clases y como proceso civilizador y emancipador guiado por los derechos humanos, pero a Finkielkraut le interesa referir esos ideales a los problemas del momento —sin perder de vista la perspectiva histórica— como una educación realmente integradora (frente al multiculturalismo que todo lo justifica en la escuela) y una oposición sin ambages frente al islamismo invasor que en boca de Yusuf al-Qaradawi, líder ideológico de los Hermanos Musulmanes, proclama: “Con vuestras leyes democráticas, os colonizaremos; con nuestras leyes coránicas, os dominaremos”. El profesor de Historia de las Ideas y miembro de la Academia Francesa cree que el islam es una religión invasora por esencia, mientras que la ganadora del Premio Fémina en 2018 le exige que relativice esa idea y que no se alinee de hecho con el Frente Nacional.
La filósofa toma partido por una filosofía de la historia interpretada desde la dispersión y la discontinuidad: Europa —a la que reconoce una enorme importancia— no es el modelo exclusivo ni hay una civilización única. Cabe pensar un futuro progresista a la vez que multicultural. La historia y sus ricas tradiciones no han de servir para parapetarse en ellas. El filósofo, al contrario, es abiertamente pesimista sobre el futuro y su progreso. Ve muchos signos de barbarie que confirman una decadencia, por el relativismo en el que han entrado muchos valores occidentales, tal difíciles otrora de conquistar. Por la confusión de ideas entre los ideales éticos —libertad e igualdad— y las determinaciones políticas —los intereses nacionales—. Por la falta de sensibilidad histórica, esa que en la revolución francesa representó Rabaut Saint-Étienne cuando propuso: “Destruirlo todo; sí, destruirlo todo puesto que hay que recrearlo todo”. Finkielkraut defiende criticar con similar fuerza los errores de la ultraderecha que de la ultraizquierda, en un tiempo en que Francia se rompe, porque no es posible un verdadero progresismo si no es defendiendo con beligerancia los inmensos valores históricos conquistados, entre ellos la cultura europea y los principios civilizadores occidentales, que implica un abierto conflicto con el “islam político” y que conlleva, es verdad, reconocer que Europa no es siempre ni en general la mejor civilización pero que, en definitiva, el hecho por el que puede ser preferida es en la medida de su apuesta por la racionalidad y la verdad.
¿Llegan finalmente a algún tipo de acuerdo en su deseo de acercar posturas? Los dos confesarán que se mantiene la estima recíproca, que su amistad ha resistido a las puyas, pero a la vez admitirán que no han conseguido introducir ningún matiz esencial de aproximación. ¿Quizá porque se trata de dos filosofías políticas que, aunque comparten la misma tradición, actúan ya desde principios históricos distintos, donde parece que la identidad cultural es mensurada con criterios diferentes?
Silverio Sánchez Corredera
«¿Se rompe Francia?», Cultura. Suplemento de La Nueva España, nº 1267, jueves, 6 de junio de 2019.
[Artículo reseña sobre Campo de minas, de Élisabeth de Fontenay y Alain Finkielkraut, Alianza, Madrid, 2018. 193 páginas]
También en:
Información (Alicante. Elche. Benidorm)
07/06/2019
https://www.diarioinformacion.com/opinion/2019/06/07/rompe-francia/2156691.html