Publicado con más detalle en Eikasía, nº 4, mayo 2006:
http://www.revistadefilosofia.com/teoriajusticia3.pdf
Capítulo 3
Partimos de la tesis según la cual la Justicia tiene que ver con los problemas generados en los contextos morales y no directamente en los éticos o los políticos:
«El principio fundamental de la moralidad es la Justicia, entendida como la aplicación escrupulosa de las normas que regulan las relaciones de los individuos o grupos de individuos en cuanto partes del todo social»8
Seguimos la propuesta de Gustavo Bueno que asimila la Justicia al campo moral y no al ético, que se regiría por otros principios. Una vez reconocido que el tema de la Justicia es un problema eminentemente moral, interesa indagar en las conexiones que pueden darse entre el campo moral respecto del ético y del político. El materialismo filosófico tiene postulado, bien postulado, que el plano ético y el moral son inconmensurables al darse en escalas muy distintas, de modo que no siempre pero sí con facilidad nos hallamos con contradicciones entre ambos territorios. Lo que puede ser bueno en un plano podrá ser malo en el otro; y, además, lo que suele ser bueno para una moral determinada con frecuencia es malo en otra. Sin embargo, dada esta inconmensurabilidad de partida, no deja de ser también un hecho que sean los sujetos corpóreos prolépticos (scp) quienes se hallen ineludiblemente implicados en la resolución de los problemas tanto éticos, como políticos y morales. Y que esta identidad de protagonismo en este triple territorio arroje un escenario homogeneizable en alguna medida, si bien siempre teniendo en cuenta la diferencia de escala, que ha de llevarnos a considerar al scp parte formal primitiva sólo en las relaciones éticas pero exclusivamente parte formal terciaria en las relaciones políticas y morales9. A pesar de las contradicciones irreductibles señaladas, ha de darse siempre un minimum de conjugación entre los valores que procedan de afirmar los planos éticos, los políticos y los morales. Además, aunque el scp actúa sólo como parte formal terciaria en los planos morales y en los políticos, y, por tanto, pierde protagonismo directo, este sujeto no deja de ser el mismo y se halla «compelido» racionalmente a buscar el máximo de puntos de confluencia entre las líneas de fuerza éticas, las morales y las políticas, en cuanto moralmente activo, sin que pasivamente haya de seguir rebrotando la tendencia cínica que defendería que supuesto que e-p-m se dan a escalas distintas por lo mismo hay que dejarlos incomunicados y evitar así que se contaminen unos y otros con escrúpulos foráneos. La distinta escala y la inconmensurabilidad conduce a su conflicto continuo pero no necesariamente a la incomunicabilidad. Proseguir por la vía de esta intercomunicación posible nos obliga a trabajar en la escala de las propiedades que pueden trasfundirse de unos planos a otros, es decir, sobre los llamados valores. Por ello, quedamos aquí abocados a establecer una propuesta sobre lo que entendemos por valores y sobre las conexiones entre los distintos valores.
Los valores son producciones humanas que nacen de los distintos modos de relación humana. Cuando en estas relaciones se opera con determinados términos tales que éstos admiten ser comparados o intercambiados, los scp están procediendo con ello a dotar de valor a esos términos. El valor procede del juicio reflexivo que jerarquiza, posterga, prima, admite como beneficioso o rechaza como dañino un término disponible dentro de una operación del scp en el contexto de las relaciones con otros scp. Para que un valor tenga cierta densidad (es decir, cierta consistencia y durabilidad) no basta que proceda de una simple apercepción personal, sino que precisa funcionar institucionalizadamente, necesita ser un valor normativo, en el seno de valoraciones convergentes comunitarias.
Los sujetos humanos establecen a través de sus acciones tres modos característicos de dar valor según cuál sea la realidad con la que se relacione: a) con la naturaleza (como cuando trabaja la tierra para que rinda sus frutos): relación radial. b) Con los «númenes» (como cuando reza a su Dios por que le sea propicio): relación angular. c) Con los otros seres humanos (como cuando lucha o ama): relación circular. Estos modos de dar valor tienen que ver con la procedencia del valor y, así, habría valores de procedencia radial, angular y circular, y, en esta medida, nos las habemos con un valor bruto. Sin embargo el valor bruto está llamado a convertirse en un valor relativo, fruto de la inevitabilidad práctica de que confluyan unos valores con otros y de que las operaciones aisladas de los scp no sean más que casos límite, porque están abocadas de principio a fin a recibir valor en el contexto social. Por ello, los valores, ya se produzcan en las relaciones circulares ya en las radiales o angulares, como realidades funcionales de intercambio, poseen siempre una coloración circular, lo que quiere decir, que en el todo relativo en el que se inscribe el valor hay siempre un tramo, al menos, en el que las relaciones circulares lo determinan. El eje de procedencia marcará al valor con una característica peculiar (radial, angular o circular) pero su teleología interna le hará siempre participar de su condición circular.
Todo valor lo es porque los scp lo construyen como tal, en cuanto los términos valorados van a entrar en el flujo de intercambios propiamente circulares, al margen de que esos términos procedan de relaciones hombre-naturaleza, hombre-númen u hombre-hombre. En suma, los términos que aparecen para ser dotados de valor (oro, agua, la belleza del horizonte, el cielo que me tienes prometido, esta ganancia, mi salud, este conocimiento, este objeto de arte, tu fortaleza, su generosidad, nuestra prosperidad, que se administre justicia...) pueden proceder de cualquiera de los tres ejes del espacio antropológico (radial, angular y circular) pero estas operaciones sólo completan la finalidad del valor –el ser puesto en circulación- cuando son incluidos dentro de las relaciones circulares.
No hay nada que tenga valor «en sí mismo» (en contra de algunas teorías que encuentran el valor en las cosas mismas, bien porque lo toman de su propia naturaleza o de otro mundo superior al que estaría conectado) porque los valores surgen de nuestras operaciones. Tampoco sirve decir que nuestras operaciones lo descubren en las cosas, porque, aunque la cosa ha de tener alguna cualidad en donde apoyarse, dicha cualidad no es un valor hasta que a través de una operación lo instituimos como tal y, finalmente, cuando en las relaciones circulares pasa a adquirir una función de término intercambiable. Los valores pueden provenir de estimaciones arbitrarias, gratuitas o relativas y en ese caso son valores fugaces, ficticios o puramente subjetivos. Todos los valores están sujetos a su devenir histórico y en ese orden son relativos pero algunos afectan de manera trascendental al ser humano y en esa medida pueden ser tan estables como la misma identidad que se va constituyendo del propio ser humano. Ciertas cualidades evolutivas, como disponer de una cavidad fonadora específica para el lenguaje hablado, han sido incorporadas a nuestra especie de modo que nos constituyen ya trascendentalmente. Ciertas cualidades culturales, como la geometría, han sido incorporadas en la historia de nuestra especie de modo que nos constituyen también trascendentalmente. Ciertas cualidades culturales, como determinados valores que no se reducen a su pura relatividad histórica o contexto social, contribuyen a dotar al sujeto humano de unos rasgos trascendentales que son tan insustituibles en la permanencia de la «esencia humana» como la geometría o la fonación articulada (basta que esta tesis se interprete con demasiada precipitación para que adquiera connotaciones idealistas, lejos de nuestra perspectiva).
Una determinada cosa vale más o menos en función de las cualidades de las que esté revestida. El oro de las culturas precolombinas estaba revestido de valor, porque, en definitiva, dicho valor no venía establecido de forma gratuita sino en función de determinadas cualidades que era fácil atribuirle (en el modo de relación del hombre con la naturaleza, que busca metales duraderos, por ejemplo); pero ese mismo oro pasará a recibir una valoración diferente en la América posterior al descubrimiento porque será utilizado dependiendo de otras relaciones humanas diferentes, en el seno de una sociedad mercantilista.
La operación valoradora incluye otras operaciones subsidiarias: graduar y polarizar, son dos fundamentales. Los valores implican una gradación (un más o un menos) y se conjugan dentro de una polaridad (positivo y negativo), como bien vio el materialismo de los valores de Max Scheler, de Nicolai Hatrmann y de Ortega. Útil-inútil, verdadero-falso, bello-feo, bueno-malo son los referentes más generales de los valores. Es en el contexto de la bondad-maldad circular donde cabe referirse a virtudes y vicios (o defectos), y donde entonces hablamos de acciones éticas/«cacoéticas» (nota sobre cacoético), morales/inmorales, y eutáxicas/ distáxicas.
Todo valor dota a los términos valorables (naturales, imaginados, referidos a los animales o a nuestra especie) cuando son sometidos a determinadas operaciones (de comparación, etc.) de una predicación que hace que la «cualidad» del término (polo objetivo) entre en un circuito de reciprocidad con la cualidad atribuida (polo subjetivo). Cuando la cualidad predicada (la cualidad como valor primigenio o materialidad segundogenérica) no se conjuga con alguna cualidad existente fisicalistamente (la cualidad como característica de una materialidad primogenérica) pasa a ser un valor fantasmal, que será inviable hacerlo valer largo tiempo a no ser que entre a formar parte de algún complejo de valores en medio de los cuales se sustente por la funcionalidad que llegue a alcanzar (como materialidad terciogenérica).
Un falso valor se reconoce cuando la cualidad predicada sólo se sustenta en virtud de la predicación del scp pero no adherida a la materia primogenérica o no estructurada dentro de una materialidad terciogenérica. Un valor que pretenda sustentarse exclusivamente en una percepción subjetiva, sin amarre en la cosa o sin relación con un complejo de valor ya en funcionamiento, no es un verdadero valor sino un falso valor, un valor sólo imaginado, fantaseado. Un verdadero valor lo es porque dura socialmente; otra cosa es que siendo verdadero valor pueda ejercer funciones de valor verdadero o de valor falso. Que funcione transitivamente como término de intercambio lo constituye en un valor, pero su polaridad positiva o negativa vendrá dada por el tipo de consecuencias que se desprendan de su funcionamiento. No sólo es imposible sino que es común que un valor se transforme histórica o contextualmente en un contravalor, al cambiar las variables dependientes.
Un valor verdadero se conocerá por sus consecuencias; si es verdadero ha de tener la capacidad de «imantar» las relaciones circulares con su signo positivo (con su signo negativo si es un contravalor), es decir ha de trasladar las cualidades que se le postulan al flujo de la vida social o personal, en el nivel valorativo que le corresponde: como valor útil, vital, estético, cognoscitivo, ético, moral o político. Los valores falsos son los contravalores. La riqueza, la veracidad o la belleza son valores o valores verdaderos, la pobreza, la falsedad o la fealdad son contravalores o valores falsos. Los valores falsos proceden de la negación de un valor verdadero pero también de la sustitución de parte del proceso en el que se concibe ese valor verdadero. Son valores falsos los términos disfrazados de valores o bien los valores que se presentan fuera del rango al que pertenecen. La generosidad bien ejercitada es un valor ético; la tacañería es un contravalor ético; la apariencia de generosidad, la generosidad interesada, etc. son valores falsos, que se apoyan en alguna cualidad (aparente) del valor pero que ponen en circulación esencialmente contravalores ocultos (la falsedad o la turbiedad, por ejemplo, en el caso de la generosidad). La falsedad ética puede producirse de la mano de un interés inconfesado, es decir porque se quiera conseguir exclusivamente algo útil, con lo que la falsedad del valor procede no de que no sea valor sino de que se presenta o “pone en circulación” como siendo otro valor.
Los valores se dan en estratos diferenciados; nos parece peligroso hablar de jerarquía de valores porque la jerarquía da un estatuto estable a los valores. ¿Cuáles son más importantes los básicos y elementales o los complejos y más elaborados? Los estratos de los valores no se superponen unos sobre otros como las capas geológicas sino que se ubican en territorios diferenciados, según el lugar de procedencia, según la categoría del valor (estético, cognoscitivo, etc.) y según la función que cumplan en las relaciones humanas. No es que no haya jerarquía entre los valores, sí la hay, porque ineludiblemente consisten en valer más o menos, pero no hay una jerarquía estable, una única jerarquía inamovible (como suelen pretender los axiólogos), que sólo sería posible si su estatuto ontológico procediera de la realidad previa a las operaciones humanas.
En realidad, hay dos áreas de valores que pueden entenderse entre sí guardando una cierta jerarquía: los valores que se apoyan en alguna cualidad inmediata y los valores que se fundan en una cualidad de segundo grado, que llamaremos «calidad». Lo que hay de jerárquico tiene que ver con la autosuficiencia y con la complejidad. Una cualidad es más autosuficiente que la calidad, porque sólo necesita para subsistir darse en una cosa y entrar en el circuito de las relaciones transitivas humanas. Por tanto, no podemos prescindir de las cualidades que portan las cosas, y, en este sentido, son valores insustituibles, más básicos o importantes (importancia material). La calidad siempre lo es de determinadas cualidades y, por ello, son dependientes o menos autosuficientes, aunque el tipo de operaciones en las que llegan a trabarse las hace mucho más complejas y, de esta manera, más difíciles, especiales o importantes (importancia formal).
La calidad la concebimos como un tipo de cualidad pero tal que no se adhiere directamente a las cosas o a los términos que aparecen en las relaciones humanas sino a las mismas operaciones de los scp en tanto éstos, reobrando sobre sí mismos, atribuyen a dichas operaciones un valor, que sólo son viables o duraderos en la medida que estas operaciones normalizan o institucionalizan determinadas relaciones que pasan a ser ellas mismas consideradas como valores. Mientras que la «cualidad» se constituye merced a una atribución con el «ser» de la cosa (radial, angular o circular), la «calidad» se produce en el circuito del «deber-ser». Los valores extraños a la esfera e-p-m son los que incorporan sólo cualidades. Sólo los valores de la esfera e-p-m incorporan tanto cualidades como calidad y será en función de esta característica por la que quepa hablar de valores éticos o políticos o morales. En los valores estéticos, útiles, cognoscitivos, etc. lo que haya de tener valor lo obtiene de las cualidades de los términos de referencia y no en virtud de relaciones de deber, lo que resultaría espúreo a ese tipo de operaciones. La ciencia se considerará ciencia por la producción de verdades sintéticas, y en este sentido le es consustancial la verdad, y, de ahí, lo esperable es que un científico esté interesado de modo natural en decir la verdad; pero que un científico deba decir la verdad procede de una determinada relación e-p-m y no de exigencia alguna del conocimiento científico (Eppur si muove).
Un capítulo aparte pueden considerarse los valores religiosos. Un valor religioso para un creyente lo sería en tanto consiguiera incorporar y poner en funcionamiento cualidades numinosas o divinas en el seno de las relacione humanas; los no creyentes no admiten esas cualidades. Tanto los creyentes como los no creyentes coincidirán en admitir que los valores religiosos funcionan ligados a otros valores, fundamentalmente éticos, morales y también políticos. Para un creyente los valores religiosos tienen consistencia propia al margen o previamente a la e-p-m, y eso es lo que en todo caso habrían de demostrar o mostrar. Los no creyentes verán los valores religiosos como variables dependientes de los valores e-p-m; de este modo, para un defensor del materialismo filosófico, sólo en el interior de las religiones primarias se admitiría la consistencia propia de los valores religiosos. En las religiones secundarias y terciarias los valores religiosos lo son en tanto ligados previamente a valores e-p-m.
Desde una perspectiva materialista el deber e-p-m no puede desligarse del «ser», como si se tratara de un mundo aparte (la autonomía, la autodeterminación o la libertad entendida de modo idealista), porque precisamente las operaciones humanas, que pretenden revestirse de esas cualidades de segundo grado, tienen valor porque dotan a las relaciones humanas de determinada cualidad positiva (lo útil, lo verdadero, lo bello, lo bueno) y sólo pueden hacerlo porque previamente han de existir esas cualidades de primer grado. No valdría decir que un valor está constituido sólo de calidad, es decir, de deber-ser puro, porque supondría establecer idealistamente que el deber-ser no está erradicado en el ser, o bien suponer dos mundos escindidos cada cual con su propia legalidad ontológica, al modo cartesiano y kantiano.
Las relaciones radiales, angulares y circulares producen y contienen valores del primer grado (valor-cualidad), con la condición de que se dé en un momento u otro un tramo circular en la constitución de ese valor. Por su parte, sólo las relaciones circulares producen valores de segundo grado o valor-calidad, porque sólo en el seno de las relaciones humanas recíprocas las propias acciones humanas reciben la calificación de obligatorias o no obligatorias o, con otras palabras, de sometidas al deber-ser o no. Lo que diferencia a un teísta (creyente inmerso en una institución religiosa proselitista) de un ateo es que el primero retrotrae a un plano de operaciones pre-humanas la fuente de los valores y el segundo niega esa fuente. Lo que diferencia a un deísta o panteísta (creyente racional desligado de una institución religiosa proselitista) de un ateo es que los primeros defienden la existencia de cualidades divinas en la realidad mientras que el segundo sólo las concede para los tiempos en los que hubo realidades concretas numinosas existentes primogenéricamente. Lo que diferencia a un agnóstico de un ateo es que el primero deja sin resolver el tema de la pertinencia de la fuente de los valores religiosos mientras que el segundo la resuelve taxativamente atribuyendo dicho origen sólo a las operaciones humanas recíprocas (en el momento que desaparecen las realidades numinosas concretas de las relaciones inmediatas con los humanos y pasan a depender de intermediarios capaces de acceder a la nueva realidad abstracta donde quedan situados los dioses o el dios).
El «deber ser» es un modo transcendental de acción en el hombre, con capacidad de determinarse a incorporar «beneficios» o «bienes» en los fines promovidos en las relaciones humanas.
Establecemos valores según dos escalas valorativas:
1º) Valor de primer grado. Cuando traducimos lo que «es» por lo que vale. Es el mundo de los valores económicos, útiles, epistémicos, estéticos y religiosos. Se trata de una forma de valoración de «cualidades» que existirían de algún modo externas a nosotros; incluso un ateo tiene que admitir aquellas cualidades que vieron nuestros antepasados en los númenes reales con los que se relacionaban de hecho.
2º) Valor de segundo grado. Cuando traducimos lo que vale por lo que «debe ser». Cuando a las «cualidades» que están insertas no ya en las cosas sino en nuestras propias relaciones y operaciones (actitudes de simpatía, hábitos de trabajo...) les asignamos valor estable y las normalizamos e institucionalizamos las dotamos de «calidad». Como esta cualidad de segundo grado no depende directamente de las cosas sino de los hábitos humanos, de sus costumbres, de su voluntad, de sus planes y programas cada vez que se pretenda o se precise disponer de esa cualidad habrá de apelar no a localizarla en el «ser» sino en el deber-ser con el que puede orientarse la acción humana. El deber-ser produce tanto los valores de segundo grado como sus contravalores, o sea, que no sólo es fuente de virtud sino también de vicio o defecto. La bondad del deber-ser le vendrá dada no per se (todo hombre conoce a priori cuál es su deber, es falso) sino por la capacidad que tiene el hombre de poner a prueba socialmente lo que funciona y lo que es deseable de modo conjugado. El deber-ser no depende de una actividad solipsista, un juicio categórico (haz lo que debes hacer), no hipotético, incondicionado, sino de un juicio subjetivo condicionado (haz esto por esta otra razón) que tiene la capacidad de entrar en el mismo circuito comunitario de juicios idénticos, de modo que lo imperado en el juicio sea colectivamente reconocido como un valor a intercambiar (la veracidad, la honradez, la Justicia...). Cuando el grado de encaje entre los juicios subjetivos y su nivel de socialización sea perfecto (cerrado, sin fisuras) podrá decirse, en el límite, que se trata de un juicio categórico (es decir, que no está sujeto a condicionantes extraños) y cuando ese juicio así ensamblado pueda elevarse al rango de norma deseable siempre (dentro de la actual humana naturaleza o dentro del espacio antropológico en el que hablamos) habrá que considerarlo apodíctico o sea necesario, sin resquicio de posibilismo o de problematicidad. La cualidad de valor categórico y apodíctico, en tanto juicio, surgirá al enfrentarnos ante casos «puros» o cuando los consideramos de un modo muy abstracto o tautológico (hacer el bien es bueno), pero ganará problematicidad y condicionamientos en la medida que haya de aplicarse el deber-ser en contextos de simploké de valores. La relatividad, movilidad o inestabilidad de un valor ha de ponerse en relación con la actividad prudencial humana, primera instancia capaz de buscar sus conexiones reales; aquí, la dirección individual que ha de buscar el prudente sólo puede ser gobernada formalmente de modo correcto por el afán de descubrir la pertinencia social de ese valor, o lo que viene a ser lo mismo, la capacidad de ser generalizada o consensuada (aquí tanto Kant como Habermas están en la vía correcta, porque el único modo que tiene un sujeto individual de asegurarse de que percibe bien los valores es contrastarlo con las percepciones de los demás; Kant lo hizo apelando a una razón única en todos igual (razón pura), y Habermas apeló a la capacidad de la razón por encontrar en el diálogo el común denominador; ambos se equivocan con el escenario, porque ni es el alma humana secularizada o razón práctica en su estatuto de pura, ni son las condiciones ideales de diálogo las operaciones determinantes que cuentan). Cuando el valor aparezca suficientemente estable, socialmente, y aparezca a la prudencia personal revestido de sus cualidades correspondientes y sin entrar en colisión con otros valores, la única vía posible correcta será su cumplimiento (tanto el intelectualismo moral socrático como el imperativo categórico kantiano están aquí en la vía correcta, sólo que el mundo de los valores no es armónico ni estable, como ellos lo postularon).
Por decirlo al modo de los poetas, las cualidades de las cosas sólo se convierten en valores en virtud de la mano del hombre que las toca. Los valores de primer grado han de tener un pie puesto directamente en las cosas (en cualquiera de los tres ejes del espacio antropológico) pero sólo al intercambiarlo los hombres se constituyen como valor. Los valores de segundo grado nacen enraizados en los de primer grado, pero ahora pasa a primer plano la calificación de las propias operaciones humanas que en cuanto normalizadas o institucionalizadas quedan convertidas en buenas o malas (de buena calidad o de mala calidad). Al incorporar los valores que son cualidades incorporamos «beneficios» y al incorporar los valores que conforman la calidad de la vida humana incorporamos «bienes». Cualquier valor de cualquier género que sea lo es por su capacidad de dotarnos de beneficios. La belleza, la verdad, la utilidad... son beneficios. Las relaciones éticas, políticas y morales también valen en función de los beneficios que nos reportan (porque, entre otras cosas, no están desligadas ni de la belleza , ni de la verdad, ni de la utilidad); pero las relaciones e-p-m son las que tienen la virtud de proveernos, además, de bienes, es decir, de beneficios de segundo grado que se instituyen en función de que las propias operaciones humanas y las relaciones sociales que las anudan estén revestidas del grado de deber-ser.
El deber-ser en cuanto no procede sólo del juicio individual sino, además, de la constatación de una norma que obliga, opera bajo la tensión de hacer coincidir su nivel condicionado (radicado en el polo más subjetivo) con el nivel categórico y el apodíctico (radicado en el polo más objetivo, social e histórico). Pero en la medida que los valores han de gestionarse en simploké y teniendo en cuenta que son a veces antagónicos y contradictorios, el polo social e histórico (más objetivo) no es siempre el referente más estable para dar consistencia a la tensión del deber-ser sino que puede pasar a primer plano constitutivo la actividad prudencial personal, que es quien puede poseer la flexibilidad idónea para distinguir los complejos nexos entre valores distintos y sus consecuencias concretas. Los defensores de la objetividad de los valores y los que defienden su relatividad tienen ambos razón, sólo que se hallan atrincherados en uno de los dos polos posibles, en la tensión de la gestión, producción, comercio e intercambio de los valores. La prudencia personal puede definirse como la capacidad de poner en buena conexión valores cuya simploké es inédita, poca conocida o muy singular. El carácter de deber objetivo que impone la norma es bueno en la medida que resuelve bien el complejo de problemas que se ocupa de gestionar; será mejor o peor comparativamente con otras normas cuando dándose conjuntamente puedan compararse sus resultados. En definitiva, la tensión que une el polo subjetivo de obrar y el polo objetivo normalizador, la tensión que une la prudencia personal y la obligatoriedad de la norma social tiene que ver con las consecuencias.
El «deber ser» es la distancia que hay entre lo que «es» y lo que se propone el ser humano en cuanto es capaz de calcular, desear y reconocer a la vez el valor a alcanzar. Esta operación no puede darse solipsista o aisladamente, porque aunque el cálculo y el deseo es una operación individual, la valoración no puede ser sino fruto de la dialéctica social; de esta manera el «deber ser» es una valoración típicamente circular, entre la prudencia y la norma.
El deber ser puede recorrer dos tipos de distancia según que su objetivo sea la obtención de cualidades o beneficios o que sea la consecución de un obrar bueno. Llamaremos «valores simples» e-p-m a la obtención de «beneficios» o de valor-cualidad y «valores completos» e-p-m a la consecución de «bienes» o de valor-calidad. Los beneficios se encuentran en todo el área de los valores, dentro de operaciones que son cuestiones de hecho y también dentro de las que se imponen como deber-ser. El deber ser que opera sobre los beneficios constituye valores e-p-m de nivel simple, básico o materialmente impuesto. El deber ser que opera sobre los bienes constituye valores e-p-m de nivel completo, acabado o formalmente implicado en la materialidad anterior. Cuando los beneficios radicados en valores no-e-p-m (estéticos, epistémicos, útiles) entran dentro del circuito del deber-ser se convierten, por ello mismo, además, en beneficios e-p-m. Los beneficios radicados en el campo e-p-m obtienen su valor de su carácter de deber-ser. Pero el circuito del deber-ser no se agota, como hemos señalado, en los beneficios porque el campo e-p-m no agota su deber-ser en mantener su ser e-p-m ya que por ser constitutivamente dinámico se ve compelido a mejorar su ser a través de planes y programas de deber-ser llamados a desplegarse sobre ejes formales posibles capaces de articularse con una realidad dada e-p-m. La melioración que persiguen los bienes del deber-ser no se refiere solamente a construir mejor una realidad personal y social sino a mantenerlas del mejor modo posible, toda vez que abandonada a su suerte puede empeorar.
Puede haber tantos valores como número de operaciones valorativas realizadas. Ahora bien, cabe ordenarlos según el tipo de relación establecida: circular, radial o angular; y según que sean de primer o segundo grado, simples o completos. Teniendo en cuenta estos criterios, la axioantropología del espacio antropológico cabe ordenarla así:
1. Eje radial (valores de las cosas):
1.1 Registro de la cualidad (primer grado valorativo: valor = ser): valores útiles, estéticos y epistémicos o de la verdad. La cualidad aquí puede ser cuantificable en parte.
2. Eje angular (valores religiosos):
2.1 Registro de la cualidad (primer grado valorativo: valor = ser): el poder, el temor sobrenatural, la protección que inspiran los númenes, en cuanto que éstos están encarnados en animales o seres con voluntad no humanos.
2.2 Registro de la calidad (segundo grado valorativo –negado por los ateos-: valor = deber ser angular): algunos defienden el «deber ser» de valores como la piedad o la santidad referidos a una «religación» con los «númenes», pero ¿en qué consiste hoy una relación efectiva con los «númenes», fuera de nuestra propia aprehensión o de nuestras ceremonias circulares (un funeral)? Para que hubiera relación debería haber o comunicación extraterrestre o comunicación con máquinas inteligentes y con voluntad o revelación de demiurgos que nos tuvieran en cuenta.
3. Eje circular:
3.1 Registro de la cualidad (primer grado valorativo: valor = ser): el valor que conferimos a las cosas, a los númenes y a las demás personas en tanto se incorporan al trueque de valores en la reciprocidad y transitividad de las relaciones circulares: los valores útiles, económicos, epistémicos, estéticos, religiosos en tanto estos valores se incorporan al haber de sujetos humanos y en esa medida actúan directamente como valores de las propias relaciones humanas entre sí. «Tanto tienes tanto vales». También los valores e-p-m en tanto virtudes y vicios que se consideran descriptivamente en función de su influencia en las relaciones sociales sin entrar a valorar ningún grado de cumplimiento de deber racional.
3.2 Registro de la calidad (segundo nivel valorativo: valor = deber ser circular):
3.2.1 Tramo simple de la calidad.: valores simples e-p-m: los «beneficios» éticos, políticos y morales. El beneficio ético fundamental reside en el valor de la vida; el beneficio moral fundamental lo encontramos en la preservación de los grupos sociales; el beneficio político fundamental está en la eutaxia u orden estable (buen orden) que da vida a una sociedad política o Estado.
3.2.2 Tramo completo de la calidad: valores completos e-p-m: los «bienes» éticos y morales; el bien ético fundamental es la Igualdad y de él derivan los demás; el bien moral esencial es la Justicia, pero este bien tiene un grado de complejidad tal que precisa necesariamente coordinarse con los planos ético y político. El nivel político se ocupa esencialmente de beneficios, no de bienes, pero su zona de intersección con e-m le compele, al menos formalmente, a ocuparse del bien político por antonomasia que es hacer que se cumpla la ley.
Los valores de un plano determinado de operaciones más complejo toman su ser de estratos anteriores más simples sin los cuales no subsistirían. Cuando los valores no enlazan con valores más básicos pasan a ser ficciones, y, así, todos entran en algún tipo de dialéctica (de la que nacen) con valores útiles o estéticos o verdaderos. Los valores en general no pueden entrar en contradicción con los epistémicos sin que peligre que muden en contravalores, porque ¿en qué consiste un valor que es falso?. Los valores éticos comparten una frontera con los estéticos en la que ambos pueden traducirse de unos en otros. La distinción de los tres ejes del espacio antropológico es analítica pero no estática ni separada, sino dinámica e interrelacionada; de ahí, merced a las operaciones humanas, que son las que constituyen los valores, éstos pueden transfundirse con facilidad de un eje a otro, como le sucede notoriamente a los valores religiosos que incluso aunque puedan perder su consistencia propia se conforman como éticos (el valor del amor al prójimo), morales (la Justicia en cuanto coincidente con la voluntad divina) o incluso políticos (El Vaticano en cuanto encaminado al reino de Dios). Es absurdo que el deber del hombre más alto o complejo («obrar bien») incluya el rechazo de lo útil o de lo beneficioso; ahora bien, las contradicciones en las que pueden entrar los valores harán que el deber no siempre coincida con lo inmediatamente más útil o beneficioso para un sujeto particular. El resto de valores no mencionados se incluirían en alguna de estas categorías, y, por ejemplo, los económicos pueden ser útiles o alcanzar el rango de políticos; los vitales son «beneficios» éticos, desde luego; el valor de la fuerza o es ético, o moral o político o útil, depende de qué fuerza sea. Y así todos los demás, en cuanto entendemos que en los territorios de los valores útiles, estéticos, epistémicos, religiosos (valores que para subsistir precisan ser transfundidos a otras áreas), éticos, políticos y morales se hallan erradicados todos los demás valores.
En conclusión, podemos dejar fijado, de momento, que el concepto de Justicia ha de entenderse como un elemento perteneciente a la capa π (o capa de la cultura), lo que implica de hecho su reconocimiento como rasgo cultural pero, a la vez, el no hallarse escindido de la capa φ o de las realidades naturales. Dejamos fijado también la Justicia como un valor que surge de la composición de otros valores e-p-m (composición que se rige según los cuatro criterios determinantes que hemos señalado), valores que han de ser interpretados materialistamente dentro de la teoría del espacio antropológico y, más concretamente, como relaciones circulares características en la axioantropología que proponemos. La Justicia en tanto que se gesta o construye pone en juego valores de los tres campos del deber-ser (términos éticos, políticos y morales), pero es en el campo de la moralidad donde afloran los problemas de la Justicia y adquieren consistencia (y no directamente en el de la ética y la política) en tanto en ese contexto moral se decide si las normas imperantes (políticas, en cuanto leyes, y morales en cuanto normas no legisladas) que han de aplicarse para que haya Justicia han de subsistir o ser cambiadas y, por otra parte, el lugar donde cabe plantear y resolver si se dan las condiciones materiales para ensanchar, mejorar o conformar las relaciones de Igualdad.
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NOTAS:
8 BUENO, G.: El sentido de la vida, pág. 71.
9 Vid. SÁNCHEZ CORREDERA, Silverio: «Parte primera. Teoría E-P-M. Definición de ética, política y moral desde el materialismo filosófico», en Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica, págs. 112-120.
SSC
mayo de 2006
Publicado en Eikasía, nº 4, mayo 2006:
http://www.revistadefilosofia.com/teoriajusticia3.pdf