II. La filosofía medieval
II.1.1 Panorámica político-religiosa de la edad media
La Edad Media puede ser fechada entre el 476 y el 1453 o el 1492. Lo que puede entenderse por edad media tiene que ver con unas culturas que se desarrollarán al calor de dos grandes religiones nacientes: el cristianismo y el islam.
El cristianismo empezará a desarrollarse antes de la caída definitiva del imperio romano de occidente. La implantación oficial y el éxito de las iglesias cristianas va a tener consecuencias claras sobre la cultura grecolatina, porque progresivamente, sobre todo desde el siglo IV, ésta va a ser filtrada por este nuevo credo, reconstruyendo aquellos elementos paganos que podían ser bien asimilados y rechazando todo aquello que se oponía al mandato divino del Nuevo Testamento.
En el 313 el emperador Constantino I el Grande (272-337) declara legal, a través del Edicto de Milán, a la religión cristiana entre el resto de religiones admitidas. El emperador Juliano el Apóstata (332-363) hacia el 361 intenta restaurar y privilegiar las prácticas de la religión pagana frente al cristianismo, pero fracasa. En el 380 el emperador Teodosio I el Grande (347-395) declara el cristianismo religión oficial del Imperio mediante el Edicto de Tesalónica.
La suerte del cristianismo y específicamente la de los cristianos que siguen el Concilio de Nicea (325), el catolicismo en suma, va a estar echada: alea jacta est. A partir del edicto de Teodosio la religión oficial del imperio romano y en lo sucesivo también de los reinos bárbaros que conquistan el Imperio Romano de Occidente.
El Sacro Imperio Romano Germánico se formó en la parte oriental del Imperio Carolingio una vez dividido, en el 962 y duró hasta que Napoleón lo disolvió en 1806. El Sacro Imperio Romano Germánico se mantuvo durante siglos como una declaración de intenciones unificadoras dentro de la cristiandad europea. Un conjunto de territorios compuesto de múltiples reinos diversos en el centro de Europa encontraron un nexo espiritual de confederación a través de esta idea de Imperio. La religión oficial será en la parte occidental de Europa la católica y en la oriental la ortodoxa y a partir de 1555 (Paz de Augsburgo) se introducirá también en Europa, apoyado en buena medida en el imperio germánico, la religión protestante como religión oficial.
Mahoma (570-632) fue el profeta fundador del Islam, nueva religión que entroncará con el Antiguo y el Nuevo Testamento, introduciendo además su propia revelación divina: el Corán, a partir del 610.
A partir del descubrimiento y de la conquista de América llevado a cabo por los españoles la religión católica se expande por América y también por Oceanía y Asia. La expansión marítima portuguesa y luego la francesa, inglesa y holandesa expandirán también en los territorios que colonizan bien la religión católica bien alguna de las modalidades de la religión protestante.
Las culturas cristiana e islámica, junto con la tradición judaica, serán los principales focos receptores de la cultura grecolatina. En el seno de estas tres religiones se producirán durante la Edad Media los principales desarrollos filosóficos y científicos herederos de la filosofía y la ciencia antiguas.
II.1.2. El problema de la compatibilidad entre la razón y la fe.
Lo primero que se debate entre los primeros apologistas cristianos y entre los primeros Padres de la Iglesia es si ha de rechazarse el paganismo por entero o si ha de entenderse que en parte Dios ya había iluminado a algunos de aquellos antiguos sabios, como Sócrates. Ha de decidirse, en suma, si la filosofía griega ha de ser rechazada y perseguida o si ha de ser recuperada y reinterpretada. Tras los primeros siglos de debate se impone la tesis de la recuperación del mundo grecolatino. San Agustín puede ser considerado como el exponente máximo y el defensor más definitivo de la postura integradora.
Los Padres de la Iglesia continúan la tradición de los apologetas, primero en Oriente (Padres griegos): san Atanasio (296-373), san Basilio el Grande (ca. 330-379), san Gregorio Nacianceno (329-389) y san Juan Crisóstomo (347-407). Y luego en Occidente (padres latinos): san Ambrosio (340-397), san Agustín (354-430), san Jerónimo (340-420) y san Gregorio Magno (ca. 540-604). De todos ellos será Agustín de Hipona quien contribuya no sólo al desarrollo de la dogmática teológica sino también al de la filosofía de un modo fundamental.
II.1.2.1. San Agustín
Agustín de Hipona (354-430) nace en Tagaste (Numidia, África). Su madre, Santa Mónica, le educa en el cristianismo («el hijo de las lágrimas de su madre»), si bien su padre permaneció en el paganismo. Según sabremos por sus Confesiones lleva una vida apasionada durante su juventud, entregada en parte a la búsqueda de los placeres mundanos y desde los diecinueve años, cuando la lectura del Hortensius de Cicerón le despierta el afán por la sabiduría, dedicado a la búsqueda de la verdad que indaga en distintas escuelas filosóficas. Influido primero por el estoicismo se convierte al maniqueísmo y más tarde se vuelve escéptico académico hasta que descubre el neoplatonismo de Plotino. Se hizo profesor de retórica en Cartago, Roma y en Milán. Fue en esta última ciudad donde al conocer las predicaciones de San Ambrosio se convertirá al cristianismo a la eda de treinta y dos años. Volvió a África, llevó una vida de piedad y estudio, en el 391 es ordenado presbítero y en el 395 fue elegido obispo de Hipona. En sus obras combatirá sus antiguas opiniones: a los maniqueos y a los escépticos, y apoyándose en los neoplatónicos acercará la filosofía griega al credo cristiano. Combatirá también las principales herejías que entonces apuntaban: el pelagianismo y el donatismo. Conoce el saqueo de Roma por los visigodos de Alarico en el 410 y coincidiendo con el sitio de Hipona por los vándalos muere en el 430, como un personaje a caballo entre la Antigüedad y la nueva era que se abría: la Edad Media. Este periodo histórico y, en general, el pensamiento cristiano posterior, quedará marcado por la impronta de su pensamiento y de su obra. Su figura se impone como uno de los más grandes Padres de la Iglesia católica.
Obra. Entre sus principales escritos cabe citar: Contra académicos, De libero arbitrio, las Confesiones, De trinitate, y su magna y principal obra De civitate Dei. En La Ciudad de Dios se construye por primera vez en la historia del pensamiento una filosofía de la historia, que queda delineada en congruencia con el dogma cristiano.
II.1.2.1.1. Razón y fe en San Agustín
El pensamiento de Agustín de Hipona pasa por ser una síntesis muy equilibrada entre la tradición filosófica griega y la nueva dogmática cristiana que empezaba a aposentarse en los primeros concilios ecuménicos.
En el concilio de Nicea (325) se trató del tema de la divinidad de Jesucristo. Arrio, sacerdote de Alejandría, defendía que no era Dios ni tampoco eterno. Contra el arrianismo, se define dogmáticamente en este primer concilio la divinidad de Cristo: el Padre es Dios y el Hijo es igualmente Dios.
El Concilio de Constantinopla (381) añade al credo niceno que también el Espíritu Santo es Dios. El Dios uno y trino pasa a ser un dogma de fe.
El Concilio de Éfeso (431) determinó que la virgen maría es verdaderamente la madre de Dios, en cuanto es la madre de Cristo. Nestorio defendía que no podía ser madre de Dios, pues podría pensarse que la eternidad de Dios pasaba a depender de la humanidad de María. Frente a la herejía nestoriana el concilio afirma que María es madre de la parte humana de Jesucristo, y que por mediación del Espíritu Santo es entonces madre de Dios, en cuanto que Cristo es la segunda persona de la Santísima Trinidad.
El Concilio de Calcedonia (451) decidió que Cristo tiene verdaderamente dos naturalezas, la divina y la humana, y no sólo una (la divina, siendo la humana sólo aparente) como quería el monofisismo, que fue declarado herejía.
Los temas de estos cuatro concilios y las herejías que arrastraban fueron temas fundamentales tratados por San Agustín, quien cooperó en gran medida a encontrar vías de salida a estos problemas de la dogmática cristiana.
II.1.2.1.1.a. La ciudad de Dios
San Agustín escribe La ciudad de Dios motivado por la defensa del cristianismo en una época en que se pretendía inculpar a los cristianos de la visible decadencia de Roma frente al empuje triunfal de los
bárbaros. Sus diez primeros libros refutan las opiniones erróneas y hostiles a la religión cristiana. Los doce últimos libros diseñan una filosofia de la historia: en los libros del 11 al 14
trata del origen de las dos ciudades, haciendo coincidir esto con los datos bíblicos; del 15 al 18 explica su progreso, interpretándolo como una lucha entre el bien y el mal (donde se ve cierta
influencia del maniqueísmo); del 19 al 22 prevé la senda que le está reservada a la historia de la humanidad en función de los designios divinos: la ciudad de Dios vencerá sobre la ciudad del
diablo, los justos irán al paraíso y los condenados los serán
eternamente. Ya san
Ambrosio había hablado de la civitas
Dei frente al regnun pecati, de modo similar a como venía siendo habitual entre los apologistas y los Padres de la Iglesia, pues ya en el Apocalipsis se había introducido la diferencia entre la Jerusalén celestial
y la Babilonia terrenal.
La «ciudad terrena» representa el estado civil y pagano frente a la Iglesia; esta ciudad está regida por las fuerzas del mal; pero los habitantes de estas ciudades no lo son por habitar en ellas sino porque «se aman más a sí mismos que a Dios». La «ciudad celestial» es, por el contrario, aquella constituida por los que aman más a Dios que a sí mismos. Caben en ella, por tanto, los que están dentro de la Iglesia como aquellos que aún no la han descubierto pero que en sus obras cumplen lo esencial de los preceptos cristianos. La institución en la tierra de la ciudad celestial es, o obstante, la Iglesia, por eso todos los hombres están llamados a salvarse a través de ella. Aun así, aquellos miembros de la Iglesia que incumplieran el mandato del amor a Dios pertenecerían en realidad a la ciudad del demonio.
La historia de la humanidad es la historia de la lucha de estas dos ciudades. Con la venida de Cristo la ciudad de Dios se articula institucionalmente en torno a la Iglesia, por lo que el poder temporal si quiere ponerse de parte del bien y la justicia ha de quedar supeditada espiritualmente al poder religioso. El Estado político ha de ser un Estado cristiano. La Iglesia y el Estado no están llamados a enfrentarse sino a entenderse, poniéndose la política al servicio del proyecto de salvación cristiano. Contra esta tesis de san Agustín, veremos desarrollarse otro movimiento cismático liderado en sus inicios por Donato de Casas Negras (s IV), obispo de Cartago. El donatismo se funda en la absoluta intransigencia de la Iglesia frente al Estado. La iglesia, según los donatistas, es una comunidad de perfectos, que no deben tener contacto con las autoridades civiles; las autoridades religiosas que toleran tales contactos pierden la capacidad de administrar los sacramentos. La solución agustiniana frente al donatismo es una vía media y una propuesta de dependencia espiritual pero no de exclusión del poder temporal. La Iglesia es la única sociedad llamada a ser realmente perfecta y es superior al Estado, pero ambas instituciones han de cooperar mutuamente. Sobre este modelo agustiniano se articulará la historia de la cristiandad medieval en Europa. En la práctica, este ideal cristiano funcionará como elemento aglutinador frente a otros modelos culturales y frente a otras fuerzas políticas.
Esta lucha entre el bien y el pecado se desarrolla a través de dos niveles dramáticos: 1) el esfuerzo de los hombres por no pecar, que reciben la ayuda de los sacramentos por su pertenencia al pueblo de dios (a la Iglesia). 2) La necesidad de la gracia divina para salvarse añadida al esfuerzo humano por amar a Dios. Según san Agustín el hombre «non posse non peccare» después del pecado original. Ahí interviene la Iglesia para borrar los pecados procedentes de la humana naturaleza; pero no es sólo el hombre individual el que está en pecado sino toda la especie, caída a consecuencia del pecado original. El pecado original ha cambiado la inicial historia de la humanidad y la ha dejado sometida a la necesidad de la gracia divina. Sin gracia es imposible salvarse. Las tesis de San Agustín se impondrán a las de Pelagio (siglos IV-V, coetáneo del obispo de Hipona). Pelagio es un monje cristiano fundador de la herejía que niega el pecado original. En el tema de la libertad y de la necesidad de la gracia, el pelagianismo proponía una relación entre Dios y el hombre más igualitaria; san Agustín se opone al pelagianismo e introduce el máximo dramatismo en la relación entre Dios y el hombre: es necesario pertenecer al pueblo de Dios para salvarse pero eso no basta: Dios ha de elegirnos y salvarnos con su gracia. El pelagianismo, que rechaza el pecado original, afirma, contra la tesis agustiniana, que el hombre gozaría de libre voluntad para elegir entre el bien y el mal, por lo que la gracia divina será una ayuda pero no una condición necesaria. San Agustín establece una infinita distancia entre Dios y el hombre y deja a éste a expensas de la gracia divina, después de haber sido expulsado del paraíso terrenal por el pecado original de Adán y Eva. Las tesis agustinianas se imponen sobre las pelagianas y la vida espiritual se convierte de este modo en una relación máximamente dramática entre Dios (infinita bondad, infinita justicia e infinita misericordia) y el hombre. La historia de la humanidad es una lucha entre el bien y el mal (como en el maniqueísmo) pero ahora está guiada por un designio divino: la gracia, pero cómo afectan ésta a cada caso particular lo desconocemos, por lo que estamos en las manos de Dios. La ciudad del bien triunfará histórica y terrenalmente al final de los tiempos sobre la del mal, y entonces los malos serán condenados eternamente en el infierno y los buenos serán llevados ante la presencia de Dios.
El problema del pecado original también enfrentó a san Agustín con Tertuliano (160-c. 225). Tertuliano partía de la idea estoica de que todo es corpóreo; el espíritu y Dios mismo son corpóreos. El pecado original, según Tertuliano, se comunicaba de padres a hijos porque no sólo eran generadores del cuerpo sino también del alma. Se trata de la tesis generacionista o traducionista (traducere: «pasar de un lado a otro») para explicar la trasmisión del pecado original. Dios quedaba al margen de la transmisión del mal. Frente a estas tesis generacionistas la tesis oficial era la creacionista: el alma es creada directamente por Dios. Pero entonces quedaba por resolver la implicación de Dios en la trasmisión del mal. San Agustín buscará también aquí una vía media entre el creacionismo extremo y el generacionismo, aunque deja la solución sólo apuntada, no cerrada: Dios es el creador del alma pero el pecado se trasmite por mediación de los padres de cada ser engendrado, «como una llama enciende otra llama».
En el modelo agustiniano se impone, al lado de la necesidad de amar a Dios, la idea de que habrá una «massa damnata» a consecuencia del pecado original y de los posteriores pecados de los hombres. Esta massa damnata vista desde la perspectiva de la omnisciencia divina y de su gracia es una masa predestinada a la condenación frente a los predestinados a la salvación. No se quita importancia a la necesidad de esforzarse por no pecar, pero el resultado final no dependerá sólo de esto sino sobre todo de Dios: de la gracia y de la predestinación divina, cuyos designios desconocemos. Se plantea, de esta manera, el problema de la libertad humana. San Agustín no habla de determinismo absoluto ni de que la libertad humana nada valga, pero aun siendo preciso que la libertad del hombre se mueva hacia el amor a Dios, el elemento fundamental y determinante lo pone siempre Dios: la gracia y, con ella, una «predestinación» que ha de ser entendida desde la perspectiva divina y no desde la humana.
En definitiva, la filosofía de la historia de san Agustín introduce un nuevo concepto de tiempo: tiempo rectilíneo, con un alfa y un omega. El tiempo se entendía hasta la época según el mito griego de los ciclos cósmicos. Orígenes (c. 185- c. 254), Padre de la Iglesia griega, defiende la creación del mundo ab aeterno, y en concordancia con esto se hallaría próximo de la visión cíclica griega al defender la teoría de la «apocatástasis»: todos serán salvados al final de los tiempos por Dios, después de haber pasado a los pecadores por un fuego purificador. La unidad originaria de Dios con toda criatura (incluidos los demonios) será restaurada definitivamente cuando todos hayan sido purificados, lo que será posible en el momento en que todos hayan entrado en la amistad de Dios.
Con San Agustín, la historia adquiere una representación rectilínea, y queda sometida a un tiempo con principio y fin: la creación y el juicio final, donde la historia acabará. Y será una historia de salvación, donde la venida de Cristo y la intervención de la gracia divina serán los elementos principales en ese devenir. La historia se escinde, así pues, en dos mitades: antes de la venida de Cristo y después de la venida de Cristo. La historia de la humanidad más que la historia de los hechos positivos y del poder de los estados se interpretará como historia moral y espiritual, y será una historia universal (de la que puede verse un antecedente en el historiador Polibio). Todo en ella ha de quedar interpretado a la luz de la revelación divina. Sin esto, nada tiene sentido. La historia es la historia de la caída, de la redención y de la salvación o condenación del género humano. Es una historia teleológica, dirigida al fin que Dios tiene señalado; es, en consecuencia, también una historia providencialista y en progreso determinista desde la ciudad del diablo hacia el triunfo final de la ciudad de Dios.
La teoría de la historia de san Agustín se inserta en una antropología, en una teoría ético-política y en una teoría del conocimiento, que contienen fuertes componentes platónicos, neoplatóncios y estoicos. En general, la filosofía madura de san Agustín es enfrenta al escepticismo, al epicureísmo y al conjunto de herejías que se separaban de los dogmas de los concilios: arrianismo, donatismo, pelagianismo, etc.
San Agustín se inspira en Platón (a través de Filón de Alejandría) al elaborar su teoría ejemplarista: Dios crea a todos los seres desde arquetipos que están en la mente divina. De esta manera lo creado es eterno en la mente divina, pero es temporal en cuanto creado efectivamente por la voluntad divina. Frente a Mani (s. III) y el maniqueísmo, seguidores del antiguo mazdeísmo (antigua religión cuyo profeta principal fue Zoroastro o Zaratustra), que mantenían la existencia del Bien (Ormuz) y del Mal (Arimán) como la lucha de dos divinidades, san Agustín expone un mundo creado por Dios, según el ejemplarismo, donde el mal no existe sino como privación de bien. En el fenómeno de la creación ex nihilo, la voluntad divina crea todo simultáneamente pero en dos niveles: lo que crea en un principio (el tiempo, etc.) y lo que crea virtualmente, a través de la rationes seminales, concepto que toma de los estoicos.
El Obispo de Hipona se caracteriza por subrayar la idea del Dios infinito frente a la criatura finita y pecadora, pero, a la vez establece nexos de unión muy potentes entre el hombre y su creador. La teoría de la iluminación es uno de estos puentes de conexión que acercan el hombre a Dios. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma (materia y forma), pero el cuerpo está visto al modo platónico (no aristotélico) como una cárcel de lo verdaderamente importante: el alma; la unión cuerpo-alma es accidental, no esencial. Este hombre así constituido posee un conocimiento inferior que procede de los sentidos pero junto a éste posee un conocimiento superior (la verdadera filosofía o sabiduría) que nos eleva a descubrir mediante la razón los principios éticos universales, la existencia del alma y la existencia de Dios, que no puede soportarse en el innatismo y que por tanto ha de proceder de una iluminación que Dios concede a la razón humana, que en alguna escala está creada a imagen y semejanza de Dios. Algunos paganos, como Sócrates, habrían entrevisto algunos de estos principios de sabiduría fundamentales, pero habrían permanecido en estado imperfecto al faltarles la verdad revelada.
Las verdades racionales y las verdades reveladas han de fortalecerse unas a las otras, frente a Tertuliano que defendía el «credo quia absurdum», es decir que defendía sólo la fe como vía de saber y no la razón, rechazando también la pretensión de salvar parte de la filosofía pagana. San Agustín no mantendrá ni una tesis extrema fideísta (sólo la fe muestra la verdad) ni una tesis extrema racionalista. Al racionalismo le indica: crede ut intelligas (cree para entender), pero también a los fideístas les dice: intellige ut credas (comprende para creer), pues es imposible creer contra la razón. Entre las verdades dogmáticas que más se resistieron al santo de Tagaste se encuentra el dogma de la Santísima Trinidad. Cuenta la leyenda que paseando por una playa cuando meditaba en este problema, vio a un niño que afanosamente llenaba un agujero en la arena con el agua del mar; cuando le preguntó que por qué se afanaba tanto, el niño le respondió que quería meter toda el agua del mar en el pozo, a lo que el obispo le respondió que eso era imposible; entonces, el niño (que era un ángel enviado por Dios) le dijo que mucho más difícil era que la razón humana comprendiera el misterio de la Trinidad. Sea como fuere, Agustín de Hipona defiende que ya que no se puede comprender, sí se pueden buscar analogías o metáforas en el mundo empírico, entre las cuales señaló que las tres personas divinas están contenidas en el Dios único como los tres ángulos lo están en un triángulo.
Del pensamiento de Agustín de Hipona resulta una síntesis entre la dogmática de la revelación divina (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los acuerdos conciliares y, por otra parte, de la filosofía griega susceptible de armonizarse con el naciente cristianismo.
Participó en varios concilios regionales: Concilio III de Hipona (393), Concilio III de Cártago (397) y IV de Cártago (419), en los que se sancionó definitivamente el Canon bíblico (los libros de la Biblia aceptados por la Iglesia) del Papa Dámaso I (Sínodo de Roma de 382). Las tesis de san Agustín serán seguidas casi en su totalidad por la historia de la Iglesia hasta que con Santo Tomás de Aquino resurja una nueva sistematización del pensamiento cristiano, heredero de san Agustín, pero que ha de retomar los problemas irresueltos o solucionar problemas nuevos entre la teología y la filosofía, entre lo que dicta la fe y lo que puede seguirse de la razón.
II.1.2.2. De la Patrística a la Escolástica
Obispos, abades y jerarcas eclesiásticos fundan a partir del siglo VI escuelas donde transmitir el saber de la Antigüedad, de la Biblia, de los primeros concilios, de los apologetas y de los Santos Padres. El saber pasará a ser una función ejercida eminentemente por el clero, de manera que en su mayoría los señores, nobles y guerreros en general desempeñarán sus funciones políticas al margen de todo cultivo intelectual.
Boecio (480-525), el «último romano», ministro del rey ostrogodo Teodorico, escribió, seguramente en su etapa de la cárcel antes de ser decapitado, Consolatio philosophiae (donde defiende una Providencia universal); asimismo fue uno de los grandes traductores (Categorías y Peri hermeneias de Aristóteles, y la Isagoge de Porfirio) y comentaristas.
Debemos a Casiodoro (480-579) un manual de las siete artes liberales.
Por su parte, Isidoro de Sevilla (560-636) escribe una enciclopedia del saber de su tiempo: las Etimologías.
A Beda el Venerable (673-735) le debemos comentarios a la Biblia y a materias científicas y literarias.
Coincidiendo con el renacimiento carolingio, Juan Escoto Eriugena (s. IX) sigue una influencia netamente neoplatónica (en concreto del Pseudo-Dionisio) y plantea una idea de Dios muy próxima al panteísmo.
Hubo también algunas aportaciones científicas reseñables: el mundo árabe imprimió un avance importante en: Matemáticas: el sistema de numeración arábiga, con sus guarismos característicos que van a ser asimilados por la cultura cristiana. Astronomía: Al-Batani: precisa la oblicuidad de la eclíptica y la precesión de los equinoccios. Azarquel: elabora las Tablas toledanas de astronomía. Al-Bitrugi: corrige el sistema ptolomeico. Óptica: Alhazen desarrolla la óptica. Medicina: avances farmacéuticos y propuesta de nomenclatura. Aportaciones de Geber y Al-Razi que preludian la química; Al-Razi recopila el saber médico en su Liber continens. Avicena escribe el Canon de la Medicina. Abulcasin introduce científicamente la cirugía.
En la Europa cristiana encontramos las siguientes aportaciones importantes: Matemáticas: traducción de los Elementos de Euclides. El Libro del Abaco, de Fibonacci (Leonardo de Pisa). Astronomía: traducción del Almagesto de Ptolomeo. Las Tablas Alfonsíes y los Libros del saber de Astronomía, de Alfonso X el Sabio. Roger Bacon estudia las magnitudes del Sol y de la Luna, la causa de las mareas y descubre el erro del calendario de Julio César. Ciencias naturales: el Speculum Naturale, de Vicente de Beauvais. La obtención de productos químicos por Alberto Magno. La medicina en las Escuelas de Salerno y Montpellier. La farmacia se separa de la medicina. Entre los saberes pretendidamente científicos, en la alquimia, se trabaja en torno a la idea de Piedra Filosofal, la Panacea y el elixir de larga vida.
II.1.2.2. Razón y fe en la Escolástica medieval
Entre los siglos VI y XI la edad media se desarrolla en Europa como un periodo de construcción de su identidad cristiana, partiendo sobre todo de los santos padres y del mantenimiento de una tradición grecolatina muy quebrada. El principal problema filosófico planteado ha sido encontrar la recta correspondencia entre el saber filosófico y el saber teológico revelado, entre la fe y la razón.
En los siglos XI y XII vemos a la filosofía judía y musulmana en su plena madurez y expansión. Fruto del contacto de la filosofía cristiana con las filosofías árabes y judías y de su propia lenta maduración al calor de la constitución de los nuevos reinos medievales europeos, en Europa va a desarrollarse una actividad filosófica in crescendo y ahora ininterumpida hasta conectar con el Renacimiento y la edad moderna. En los siglos XIII y XIV vemos aparecer las grandes sistematizaciones del pensamiento cristiano en las obras de Tomás de Aquino, Duns Scoto y Guillermo de Ockham.
Varios rasgos dan unidad a este movimiento: 1) La compatibilidad Filosofía/Teología. En la relación entre la filosofía y la teología se considera superior a ésta, tesis en perfecta continuidad con los apologetas y la patrística. La filosofía tiene la función de ser un auxiliar de la teología: philosophia ancilla theologiae (la filosofía es sierva de la telología), es útil para comprender racionalmente los dogmas de fe. 2) El método escolástico. El trabajo intelectual de los comentarios y de las compilaciones anteriores madura ahora en un sistema específico de pensamiento o «método escolástico»: discusión y comentario de tesis filosóficas (fundamentalmente de Platón y de Aristóteles) y análisis de la compatibilidad con la dogmática religiosa. Funcionaba en este método un principio de autoridad al que los análisis debían someterse: magister dixit. El principio de autoridad supremo era la revelación divina, pero en materias filosóficas el principal magisterio estaba representado por Aristóteles (que funcionaba muy entreverado con la filosofía platónica y neoplatónica). Los análisis sobre la quaestio a debatir se desarrollaban enfrentando dos posturas posibles: el sí y el no (sic et non). Estas dos posturas se sometían a la razón dialéctica y al apoyo de textos de autoridad. Finalmente se concluía. 3) La enseñanza junto a los textos sagrados del trivium y el quadrivium. El trivium comprendía la gramática, la retórica y la dialéctica; y el quadrivium la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.
II.1.2.2.1. Razón y fe a través del problema de los universales
Anselmo de Canterbury (1033-1109), monje benedictino, influido por el neoplatonismo y seguidor de la filosofía de san Agustín, destacó por el papel jugado en el problema de los universales pero, sobre todo, por el famoso argumento ontológico de la demostración de la existencia de Dios.
En la pujanza escolástica de los siglos XI y XII, el pensamiento cristiano se halla escindido en dos grandes grupos ideológicos y enfrenta a los llamados «teólogos» con los «dialécticos», o los antiqui y los moderni. Representante paradigmático de los antiqui es San Pedro Damián (1007-1072), para quien la filosofía fue una invención del diablo; el diablo habría sido el primer dialéctico al enseñar a nuestros primeros padres la pluralidad de dioses («seréis como dioses»); para la salvación de nuestra alma basta la fe sencilla, pues Dios envió como predicadores simples pescadores y no eruditos dialécticos.
La controversia ideológica quedará servida en el momento en que se empiece a difundir la puesta en cuestión de algunas de los dogmas firmemente ya asentados en la tradición de los siglos precedentes.
Las principales doctrinas sobre el problema de los universales serán las siguientes:
Primero: nominalismo exagerado (Roscelino) frente al realismo exagerado (San Anselmo y Guillermo de Champeaux). Y después: nominalismo moderado (P. Abelardo) como superación de las dos posturas anteriores; seguido del realismo moderado (Tomás de Aquino) con la misma finalidad de síntesis y superación. Nominalismo y realismo moderados que se estilizarán en las doctrinas de Scoto y Ockham.
Nominalismo exagerado: Roscelino de Compiègne (1050-1120). Para Roscelino sólo hay cosas particulares pero no universales: no hay colores sino cosas coloradas; no hay sabiduría sino hombres sabios. Las palabras son soplos de voz y los universales lo son también y nos son más que eso: palabras que nos ahorran nombrar una a una la multiplicidad de las cosas.
Contra él reacciona el realismo exagerado de Guillermo de Champeaux y de San Anselmo de Canterbury.
San Anselmo fiel a la síntesis medieval entre el platonismo y el aristotelismo defendía y declaraba reales los géneros (animal) y las especies (racional). Los individuos concretos tendrían su existencia incluida en una realidad más amplia diseñada por Dios, los universales. Aplica su doctrina al problema del pecado original e intenta mostrar la consistencia de su reflexión: si pecaron los primeros padres ¿cómo es que se trasmite este pecado a su descendencia, teniendo en cuenta que es Dios quien crea el alma humana? Y Dios no puede crear un alma en pecado. Lo que sucede es que cada persona participa de la naturaleza humana y fue la humanidad entera quien pecó universalmente en el Paraíso. Pecó con una culpa infinita, por eso, la expiación debe ser también infinita y sólo Cristo redentor puede proporcionárnosla.
Para San Anselmo, la religión y la filosofía, la fe y la razón, han de diferenciarse y a la vez deben también complementarse. El objetivo es una síntesis donde el territorio abierto por la fe pueda ser ilustrado por la razón, para no quedar reducido a la pura fe ingenua. No se puede poner a la razón primero que a la fe, como quería el Erígena, sino que debe partirse siempre de la autoridad de Dios y de su revleación, por tanto, de la fe. «No busco entender para creer, sino que creo para entender, Y si no creyere no entendería» (Proslogion, 1).
Guillermo de Champeaux (1070-1121) fue discípulo de Rsocelino pero se distancia de él, para venir a coincidir con las tesis mantenidas oficialmente, si bien lo hace en términos muy extremos: todas las cosas particulares de la misma especie estarían dotadas de una substancia única. Los universales existirían como susbstancias reales (realismo exagerado).
El nominalismo exagerado y el realismo exagerado trata de ser superado por el nominalismo moderado de Pedro Abelardo en el siglo XII. En el siglo XIII Tomás de Aquino, en una línea muy afín a la de Abelardo, inclina la balanza hacia el realismo moderado. Finalmente en el siglo XIV los argumentos siguen afinándose en las propuestas de Duns Escoto (formalismo realista) y de Guillermo de Ockham (terminismo nominalista).
Pedro Abelardo (1079-1142) fue a la vez discípulo de Roscelino y de Guillermo; recibió también clases de teología de Anselmo de Laón (1050-1117), quien había sido discípulo de Anselmo de Canterbury. Apunta contra Guillermo las contradicciones a que lleva su doctrina, y respecto de la rectificación que hace (essentialiter/indifferenter) la toma como un mero subterfugio lingüístico. Contra Roscelino señala que es verdad que el universal depende de la palabra que lo designa (vox) en cuanto sonido, pero no s epuede olvidar que la palabra es portadora de significación (sermo). El problema que habrá que desentrañar será, entonces, por qué las palabras tienen un poder de significación universal. ¿Existen los géneros y las especies?: por sí mismos sólo existen en el entendimiento, pero significan cosas reales, en tanto que se refieren a lo que llama «status» de las cosas particulares. El hecho de la coincidencia en el status de las cosas particulares no añade ninguna esencia universal a las cosas. La significación de los conceptos universales existen en lo sensible en cuanto representan las formas de los cuerpos (da la razón a Aristóteles) pero si representan imágenes que simplemente han sido abstraídas o generalizadas de los cuerpos, entonces el universal está más allá de las cosas y no existe en ellas (da la razón a Platón). Abelardo se mueve en el nominalismo moderado (un nominalismo conceptualista: el universal no existe propiamente en el particular pero el concepto señala la coincidencia en el status o estado) pero con alguna concesión al realismo moderado porque el concepto expresa un modo de existencia en el estado de las cosas. El universal no es real, pero tiene un fundamento en la realidad, a través del concepto que recoge el estado de las cosas particulares.
Abelardo ha de enfrentarse a las posturas de los «teólogos» representadas entonces por Bernardo de Claraval. Sus posturas teológicas derivadas de su doctrina de los universales serán condenadas en los concilios de Soissons, en 1121, y de Sens, en 1140. Entendiendo Abelardo que había cuestiones dudosas (dubitabilia) que la teología no solucionaba le quedaba a la razón el deber de aclararlas y, de este modo, en la Trinidad, el poder (Padre), la sabiduría (Hijo) y la bondad (Espíritu Santo) significan tres modos (modi) de existir en un mismo Dios y en una misma persona divina. Las tres personas habrían de ser entendidas como tres modos de existir del único Dios.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274), discípulo de San Alberto Magno, sigue los pasos de san Agustín, pero ahora a la luz de los nuevos conocimientos sobre Aristóteles, recuperado y transmitido por Avicena y Averroes.
Siguiendo una distinciónde Avicena y de Alberto Magno señala que en el problema de los universales ha de diferenciarse el universal «ante rem», «in re» y «post rem».
Los universales existen en la mente divina antes de que existan en las cosas: universalia ante rem. El universal existe en las cosas (in re) pero sólo en la medida que es la forma o la esencia de las cosas particulares (coincidiendo con Abelardo). En cuanto el universal es una abstracción de la mente humana es un universal post rem, que como tal sólo existe en la mente aunque con fundamento en la cosa. Los universales para el Doctor Angélico son formaliter (formalmente) productos del entendimiento, pero fundamentaliter (fundamentalmente) son reales. No es «res» como querían los realistas exagerados; tampoco es puro «nomen», como querían los nominalistas exagerados, sino que es «post rem cum fundamento in re».
Duns Scoto (1266-1308), el Doctor Sutil, se enfrenta al doctor Angélico y declara que el principio de individuación no está en la «materia determinada por la cantidad» sino en la forma. Toda la especie humana participa de una misma forma o esencia (hasta aquí coincide con el Aquinate), pero a esta forma universal (humanidad) se añade otra forma que pertenece a cada individuo de forma aislada: la «haecceitas» o «hecceidad» (haecceitas: haec res, esta cosa). Esta hecceidad es en Sócrates la «socrateidad», en Pedro la «petreidad», etc. Y entre ambas formas sólo se da una distinción de carácter formal (formaliter), entendiendo por formal algo menos que si fuera real (realiter) pero también algo más que una pura diferencia de razón, pues no es el entendimiento quien pone la distinción sino la cosa misma. Para el Doctor Sutil el universal no existe en toda su crudeza como una «res», ni tampoco como una esencia particular que participara directamente del universal, sino que se da formalmente (no solo conceptualmente) existente.
Guillermo de Ockham (1300-1349) es conocido como Venerabilis Inceptor o Venerable Principiante y considerado en la historia de la filosofía como el nominalista por antonomasia. Para Guillermo de Ockham no deben multiplicarse los entes sin necesidad (principio metodológico llamado «navaja de Occam») y, por tanto, más allá de las cosas singulares hablar de esencias y de formas es gratuito.
En el problema de los universales sigue la senda nominalista moderada de Abelardo pero se enfrenta más duramente al realismo del Aquinate y a las concesiones realistas que el «formalismo realista» de Escoto apunta. Occam elabora una teoría ad hoc para encarar el problema, conocida como «teoría de la suppositio»: los términos del lenguaje representan a las cosas, las suponen. Pero puden suponer a las cosas de tres maneras diferentes: 1) suppositio personal, que encontramos cuando al decir «el hombre corre» no queremos decir que la humanidad corre sino que un hombre o individuo cualquiera indeterminado corre. 2) suppositio material, como cuando se dice que «hombre es una palabra bisílaba»; 3) suppositio simple, como cuando decimos que el «hombre es una especie del género animal», y entonces no nos referimos ni a la palabra ni al individuo sino a algo común a un grupo de individuos, expresado a través de un concepto. La suppositio simple es un concepto en «segunda intención», porque combina lo que el término sustituye de lo individual y a al vez algo que puede ser atribuido a varios individuos en común. Pero esta segunda intención de los términos no quiere decir que exista una naturaleza común a todos ellos. Los universales son, por tanto, términos en segunda intención; términos que establen una suppositio simple. La teoría de Ockham se denomina por ello «terminismo» o «nominalismo terminista».
La única fuente veraz de conocimiento es la intuición sensible, que nos pone en contacto con el mundo de las cosas particulares. La intuición no capta universales. Lo que sucede para el nominalismo de Occam es que la intuición sensible nos deja en el entendimiento una huella o imagen mental; como hay cosas semejantes se forman imágenes comunes que valen conjuntamente. Estas imágenes comunes conforman los universales del lenguaje. Las coincidencias de los individuos es una cuestión de hecho y tratar de establecer dentro de los entes particulares otras existencias universales es multiplicar los entes sin necesidad. Todo conocimiento universal es siempre más precario e impreciso que el conocimiento basado en la intuición de las cosas particulares. De este modo, el nominalismo medieval abre la puerta del moderno empirismo al tiempo que pone serios problemas al racionalismo, no sólo al racionalismo de cuño platónico precedente, sino también al racionalismo moderno.
Desde los presupuestos nominalistas, la filosofía y la fe no tienen modo de conciliarse. La filosofía y la ciencia podrán llevarnos al conocimiento del mundo pero no de Dios.
II.2. El problema de la existencia de Dios: Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino.
La orientación neoplatónica en la que se halla san Agustín, y continuada por el agustinismo posterior, el conocimiento depende de la fe: crede ut intelligas, porque Dios es el sustrato de nuestro ser y de nuestro pensar. En esta vía va a profundizar San Anselmo, con su llamado argumento ontológico.
Para la orientación aristotélica se da una clara distinción entre la fe y la razón. La razón tiene su propia autonomía: tiene capacidad para conocer y demostrar por sí misma ciertas verdades reveladas. Son los preámbulos de la fe (preambula fidei). Esta será la perspectiva adoptada por santo Tomás de Aquino en sus famosas cinco vías.
Anselmo de Canterbury
Actividades sobre San Anselmo de Canterbury:
1. Elabora este tema sobre San Anselmo de Canterbury:
1) El argumento ontológico.
2. Elabora un repertorio léxico con los principales conceptos de la filosofía de San Anselmo o referidos a ella (sigue las indicaciones de tu profesor): Escolástica. Prueba de la existencia de Dios. Argumento ontológico. A priori. A posteriori. A simultaneo. Proslogium. Ser perfectísimo. Ser infinito. Gaunilo o Gaunilón. Santo Tomás de Aquino. Descartes. Kant. Etc.
3. Resumen de textos. (Aquellos textos que el profesor te proponga).
Expresa la idea o ideas fundamentales del texto, sin citas excesivamente literales, y comenta su estructura conceptual y argumentativa.
4. Anota las dudas y cuestiones que quieras formular.
5. (Cuestión opcional) Expón tus propias reflexiones filosóficas en paralelo a los autores estudiados.
II.2.1. El argumento ontológico de San Anselmo
San Anselmo de Canterbury (ciudad inglesa donde fue arzobispo) es conocido también como Anselmo de Aosta (ciudad italiana, en el Piamonte, donde nació) y asimismo como Anselmo de Bec (monasterio francés, en Normandía, donde fue prior). Es doctor de la Iglesia desde 1720.
San Anselmo aborda primero el problema de la existencia de Dios en el Monologion. Después tratando de llevar la argumentación hasta su punto más elaborado, escribe el Proslogion y aquí desarrolla el conocido argumento ontológico. Este nombre «ontológico» procede de la crítica que Kant le hizo; algunos otros críticos han preferido llamarlo argumento ideológico, y otros argumento noológico, como indica G. Fraile en su Historia de la Filosofía (Madrid, 1964, tomo II, pág. 378). Es en todo caso un argumento que no es de los llamados a posteriori (de la experiencia a la razón), sino a priori (de la esencia a la existencia), aunque algunos puntualizan e indican que es a simultaneo (esencia y existencia a un mismo tiempo).
En el Monologion desarrolla argumentos sobre la existencia de Dios, basado en la estrategia de las pruebas a posteriori o apoyadas en la experiencia. Como señala E. Gilson, estas pruebas están construidas por san Anselmo basándose en dos principios: 1) las cosas son diferentes en cuanto a su perfección; y 2) todo lo que posee en mayor o menor grado una determinada perfección la posee por su participación en dicha perfección, considerada en su forma absoluta. El primer argumento aducido en el Monologion es el de los grados de perfección y de la perfección sin grados, o si se quiere, de lo medible y de la medida. El segundo, en la misma línea, se refiere no al bien o la perfección de las cosas sino al «ser» de ellas: la existencia de los seres que existen gracias a un ser. El tercer argumento apela al absurdo de una jerarquía infinita de perfecciones que no lleve al ser mayor de todos: al ser perfectísimo.
Como estos argumentos del Monologion (donde dialoga consigo mismo) pueden ser recusados por quien no admita mezclar la naturaleza con la idea de perfección, San Anselmo se propuso en el Proslogion (donde dialoga no sólo consigo mismo sino también con Dios) una demostración a priori, dirigido al análisis del concepto mismo de Dios.
El argumento ontológico (prueba a priori; algunos han preferido decir prueba asimultaneo) dice así: «Señor, Tú que das la inteligencia de la fe, dame cuanto sepas que es necesario para que entienda que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos; creemos ciertamente que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede pensarse. ¿Y si, por ventura, no existe una tal naturaleza, puesto que «el insensato dijo en su corazón: no existe Dios»? Mas el propio insensato, cuando oye esto mismo que yo digo: «algo mayor que lo cual nada puede pensarse», entiende lo que oye; y lo que entiende está en su entendimiento, aunque no entienda que aquello exista realmente. Una cosa es, pues, que la cosa esté en el entendimiento, y otra entender que la cosa existe en la realidad. Pues, cuando el pintor piensa lo que ha de hacer, lo tiene ciertamente en el entendimiento, pero no entiende que exista todavía en la realidad lo que todavía no hizo. Sin embargo, cuando ya lo pintó, no sólo lo tiene en el entendimiento, sino que también entiende que existe en la realidad, porque ya lo hizo. El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existiese en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad.» (Anselmo de Canterbury: Proslogion, cap. II. Aguilar, 1984, págs. 56-57).
La prueba se basa en que nuestra razón puede pensar la idea de un ser sumamente perfecto (Dios), por lo que ese ser no puede existir sólo en nuestra mente, pues sería más imperfecto que otro que además existiese en la realidad. De la idea de Dios surgiría, pues, la necesidad de su existencia: en la esencia de Dios está contenida su existencia. Argumento que sólo es válido para el ser perfectísimo pero no para cualquier otra criatura, pues el plano de lo meramente pensado no autoriza a pasar al de lo existente. Pero en la idea del ser perfectísimo su inexistencia es imposible, según san Anselmo.
El monje benedictino Gaunilo (o Gaunilón) polemizó en vida de san Anselmo con el argumento ontológico: «se dice que en alguna parte del océano hay una isla a la cual por la dificultad, o mejor, por la imposibilidad de encontrar lo que no existe, llaman algunos Perdida, y de la cual se cuentan más cosas que las que se atribuyen a las Islas Afortunadas; se aprecia su inestimable abundancia de todas las riquezas y delicias, y no estando habitada aventaja absolutamente a todas las demás tierras que habitan los hombres por la abundancia de productos. Yo entendería fácilmente a cualquiera que me dijera esto, en cuya comprensión no hay ninguna dificultad. Pero si, entonces, como si sacara alguna consecuencia, añadiera: No puedes dudar en adelante que esta isla, superior a todas las tierras, existe realmente en algún lugar. Ella existe también en tu entendimiento, y no de un modo dudoso, y porque es la más importante, no existe sólo en el entendimiento sino también en la realidad; le es, pues, necesario existir, porque si no existiera, cualquiera otra tierra existente en la realidad sería más importante que ella, y ella misma, entendida por ti como la más importante, no sería la más importante.»
Además, Gaunilo añade que el insensato siempre podrá replicar a Anselmo lo siguiente: ¿cuándo he dicho yo que existía tal cosa, a saber, algo mayor que todos los seres, de manera que por esto se me deba probar que de tal modo existe en la realidad que no es posible pensar que no existe?
Anselmo respondió a Gaunilo en su Liber contra Gaunilonem. La objeción de la isla Perdida carece de valor porque no deja de ser un objeto contingente. Pero «el ser mayor que el cual nada puede pensarse» («id quo maius cogitari nequit»), si es posible pensarlo, entonces existe. Y es posible, puesto que hasta el insensato lo tiene en su entendimiento (aunque no lo tenga en su corazón y no quiera admitirlo). Es decir, si es meramente posible la idea de dios (y lo es), entonces su existencia es necesaria, porque su existencia está contenida necesariamente en su esencia.
San Buenaventura (franciscano, s. XIII) y Duns Escoto (franciscano, s. XIII-XIV) defenderán el argumento ontológico. Santo Tomás (dominico) será en el siglo XIII otro de los críticos del argumento ontológico, aunque no en un sentido idéntico al planteado por Gaunilo.
En el siglo XVII, la filosofía moderna racionalista tiende a defender el argumento ontológico de san Anselmo; tal es el caso de Descartes y de Leibniz, que lo integran en sus sistemas. El caso de Spinoza ha de compararse con cuidado, pues la idea de Dios de Spinoza no es ya la misma que la de la teología medieval. Los empiristas modernos, fundamentalmente Locke y Hume, rechazarán este argumento. Kant contraargumentará contra san Anselmo, basándose en que no se puede saltar de la existencia pensada a la existencia real, puesto que la diferencia entre ambas es en todos los casos radical. A pesar de la crítica kantiana, algunas corrientes de filosofía contemporánea siguen manteniendo la fuerza probatoria del argumento anselmiano.
II.2.1.1. Algunas aplicaciones posteriores del argumento ontológico: Descartes y Kant.
Descartes utiliza en las Meditaciones Metafísicas (Meditación V) el argumento ontológico de la siguiente manera: «Pues, acostumbrado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, fácilmente me convenzo de que la existencia puede ser separada de la esencia de Dios y que así se puede concebir a Dios como no siendo actualmente. Pero, sin embargo, cuando pienso en él con más atención, encuentro manifiestamente que la existencia no puede ser ya separada de la esencia de Dios, como de la esencia de un triángulo rectilíneo la magnitud de sus tres ángulos iguales a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de modo que no hay menos repugnancia en concebir un Dios (es decir, un ser sumamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte alguna perfección) que concebir una montaña que no tenga valle. Pero […] mi pensamiento no impone ninguna necesidad a las cosas, y como sólo de mí depende imaginar un caballo alado, aunque no exista ninguno que tenga alas, así podré quizá atribuir la existencia a Dios, aunque no existe ningún Dios. No es así ni mucho menos […] pues… como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por tanto, que existe verdaderamente. […] Pues no tengo libertad de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin una suma perfección), como soy libre de imaginar un caballo sin alas o con alas. […] Y en lo que se refiere a Dios, por cierto, si mi espíritu no estuviese prevenido por ningún prejuicio ni mi pensamiento se encontrase distraído por la presencia continua de las imágenes de las cosas sensibles, no existiría nada que conociese más rápida ni más fácilmente que él.» (René DESCARTES: Meditaciones Metafísicas, Quinta Meditación, en Obras Escogidas, Trad. E. de Olaso y T. Zwanck, Editorial Sudamericana, 1967, págs. 265-268).
Para Descartes es, así pues, plenamente válido el argumento ontológico. No así para Kant. El filósofo alemán argumenta de esta manera: «Imposibilidad de una prueba ontológica de la existencia de Dios. Por lo dicho hasta aquí se comprende con facilidad que el concepto de un ser absolutamente necesario es un concepto puro de razón, es decir, una mera idea cuya realidad objetiva dista mucho de quedar demostrada por el hecho de que la razón la necesite. En realidad, tal idea, que indica simplemente cierta completud inalcanzable, sirve para limitar el entendimiento, más que para extenderlo a nuevos objetos […] En todos los tiempos se ha hablado de un ser absolutamentenecesario, pero […] el hecho de rechazar por medio de la palabra «incondicionado» todas las condiciones que son siempre indispensables al entendimiento para considerar algo como necesario, dista mucho de hacernos comprender si pensamos algo o quizá nada en absoluto a través del concepto de un ser incondicionadamente necesario. / Más aún: se ha creído explicar este concepto –puesto en circulación al azar, pero convertido al final en moneda corriente- mediante una multitud de ejemplos, de suerte que ha llegado a parecer superflua por completo cualquier otra pregunta relativa a su inteligibilidad. Toda proposición de la geometría, por ejemplo, que un triángulo posee tres ángulos, es absolutamente necesaria. En el mismo sentido se ha hablado de un objeto completamente exterior a la esfera de nuestro entendimiento, como si comprendiéramos a la perfección lo que su concepto quiere decir. […] Así, pues, si concibo un ser como realidad suprema (sin defecto ninguno), queda todavía la cuestión de si existe o no, ya que, si bien nada falta al concepto que yo poseo del posible contenido real de una cosa en general, sí falta algo en su relación con mi estado entero de pensamiento, a saber: que sea también posible conocer a posteriori ese objeto. […] En el caso de los objetos del pensar puro, no hay medio ninguno de conocer su existencia, puesto que tendríamos que conocerla completamente a priori. [Pero las cuestiones de existencia sólo pueden conocerse a posteriori] […] si tenemos en cuenta todo esto, entonces el conocido Leibniz no consiguió, ni de lejos, su pretensión de comprender a priori la posibilidad de un ser ideal tan excelso, resultado del que él se gloriaba. / Todo el esfuerzo y el trabajo invertidos en la conocida prueba ontológica (cartesiana) de la existencia de un ser supremo a partir de conceptos son, pues, inútiles. Cualquier hombre estaría tan poco dispuesto a enriquecer sus conocimientos con meras ideas como lo estaría un comerciante a mejorar su posición añadiendo algunos ceros a su dinero en efectivo.» (I. KANT: Crítica de la razón pura, Segunda división: La dialéctica trascendental, Capítulo III, Sección cuarta. Prólogo, traducción y notas de Pedro Ribas, Taurus, págs. 500-506).
II.2.2. Las cinco vías tomistas
Sus obras más importantes son: los Comentarios a la Sagrada Escritura, los Comentarios a las sentencias de Pedro Lombardo; los Comentarios a Aristóteles. Las Cuestiones disputadas. Y, sobre todo, lo que constituye la síntesis filosófico-teológica del saber de su tiempo (capaz de superar la potente síntesis anterior de san Agustín), sus dos grandes sumas teológicas: Suma contra Gentiles (4 libros) y Suma Teológica (Summa Theologiae, compuesta de tres partes). El pensamiento católico ha quedado presidido desde entonces, más que por ningún otro, por las doctrinas de santo Tomas.
Mientras el agustinismo prefería la vía de la interiorización y partía de la inmutabilidad y necesidad de las ideas que el hombre descubre en su mente, santo Tomás (influido por Aristóteles) considera más adecuado partir del conocimiento que nos proporciona la experiencia sensible.
La demostración de Dios es posible. Dios no es una idea innata ni evidente por sí misma, por lo que llegar a demostrar su existencia se vuelve algo muy necesario a los fines de la filosofía, en cuanto llamada a coincidir con la revelación. Sería evidente si pudiéramos tener un conocimiento adecuado de la esencia divina, pero nuestra mente finita no puede alcanzar este saber. San Anselmo se equivoca de estrategia, porque las demostraciones a priori (propter quid) son ineficaces debido precisamente a los límites del entendimiento humano. Por ello hay que recurrir a las pruebas a posteriori (quia) o «aquellas pruebas que por el efecto venimos en conocimiento de la causa».
Tomás de Aquino redujo a cinco los argumentos a posteriori, que extrae más o menos directamente del Filósofo (Aristóteles), apoyándose en múltiples Padres de la Iglesia. La originalidad de las cinco vías reside, según puede verse, en la precisión y sistematismo con que las presenta.
Las cinco vías tienen un mecanismo de desarrollo muy semejante: -cada una es una prueba completa y concluyente; -todas parten de la experiencia sensible; -todas recurren a la imposibilidad del proceso al infinito; -todas plantean la necesidad de un primer principio que dé origen a la serie; -todas concluyen que el ser al que se llega no puede ser otro sino Dios.
La primera vía se basa en el movimiento (el movimiento exige un primer motor); la segunda en la causalidad eficiente (las causas eficientes exigen una causa no causada); la tercera en la existencia de seres contingentes (la contingencia de las criaturas exige un ser necesario); la cuarta en los grados de perfección de los seres (los grados de perfección exigen un ser perfectísimo); y la quinta en la finalidad y gobierno del mundo manifestado en los seres (el orden, belleza y finalidad del mundo exigen un ser ordenador).
El argumento se articula así: A y B, y B implica no-C, luego: si no-C, entonces D (porque o C o D, de modo excluyente).
A) Comprobamos por los sentidos que en el mundo existen:
1. Seres que se mueven (vía del movimiento).
2. Seres que tienen una causa (vía de la causalidad eficiente).
3. Seres contingentes, que no necesariamente existen (vía de la contingencia y de la necesidad).
4. Seres con diverso grado de perfección (vía henológica).
5. Seres sin inteligencia, pero que actúan siguiendo un orden (vía teleológica).
B) Pero resulta que:
1. Todo ser que se mueve es movido por otro.
2. Todo ser causado implica una causa.
3. Todo ser contingente depende de otro ser.
4. Todo ser imperfecto e inferior tiene otro más perfecto y superior.
5. Todo ser ordenado exige que haya un ordenador.
C) Pero ¿qué pasa con la cadena de causas que resulta de estos procesos?: tanto para 1, 2, 3, 4 y 5 no es posible un proceso al infinito, porque entonces no es posible remontar el proceso hasta llegar al hecho de experiencia del que habíamos partido para poder explicarlo; así pues, el proceso ha de detenerse.
D) Por ello, si no es posible un proceso al infinito, entonces ha de haber necesariamente:
1. Un motor inmóvil o primer motor. Y éste es Dios.
2. Una causa incausada. Y ésta es Dios.
3. Un ser necesario. Y éste es Dios.
4. Un ser perfectísimo. Y éste es Dios.
5. Un ordenador supremo y una causa final de todo lo que existe. Y éste es Dios.
En concreto, la primera vía dice: «Es innegable y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven […] Es imposible que una cosa sea motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente. […] Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.»
De este modo las conclusiones a las que llega la razón natural, partiendo de las evidencias de la experiencia, coinciden con el saber de la revelación: Dios existe. La razón y la fe interseccionan y comparten un territorio de conocimientos.
La razón nos lleva a saber que en las criaturas hay una cierta prioridad de la existencia sobre la esencia (de ahí el llamado «existencialismo» tomista: las criaturas necesitan existir para tener y desplegar su esencia) pero en Dios la esencia y la existencia coinciden. Sin embargo, esta coincidencia no es como quería san Anselmo.
Una cosa es evidente porque el predicado está incluido en el sujeto, como sucede cuando digo que «el todo es mayor que las partes». Santo Tomás diferencia entre evidencias evidentes por sí mismas (quoad se) y evidentes para nosotros (quoad nos); Si ignoramos el contenido del sujeto o el del predicado podrá ser evidente por sí pero no para nosotros. La idea de Dios es evidente quoad se pero no quoad nos, y precisamente por eso debemos demostrar su existencia. San Anselmo de Canterbury intentó demostrar que era evidente quoad se y a la vez quoad nos. No es evidente quoad nos porque no tenemos una noción adecuada de la esencia de Dios y, por tanto, de ella no podemos derivar su existencia. Pero una vez demostrada su existencia por cualquiera de las cinco vías podemos entender mejor su esencia.
El ser de Dios y el de las criaturas no son entre sí unívocos (los predicados respectivos no significan lo mismo), pero tampoco equívocos (predicados fundamentalmente distintos) sino que son análogos. Para llegar a Dios desde las criaturas ha de seguirse la vía de la analogía. Sin esta mediación se caerá en el panteísmo (desde el univocismo) o en el agnosticismo (desde el equivocismo).
Lo que conozcamos de Dios racionalmente deriva pues de un conocimiento analógico. Tres estrategias pueden seguirse para conocer la esencia de Dios: a) por la causalidad, b) por la remoción y c) por la eminencia.
El argumento de la causalidad me lleva a afirmar en Dios todas las perfecciones que encuentro en sus criaturas, pues si están en las criaturas han de estarlo (de manera análoga) en Dios. De este modo Dios es inteligente, sabio, bueno y tiene vida.
Además de esta estrategia de afirmar lo positivo desde lo positivo, también cabe conocer mediante una estrategia negativa (el argumento de remoción) aquello que dándose en las criaturas no es posible que se dé en Dios, por tratarse de imperfecciones. De esta manera, Dios no es imperfecto, compuesto o mutable, etc., de donde ha de inferirse que Dios es necesariamente: simple, perfecto, infinito, eterno, inmutable y uno.
La tercera manera de argumentar para conocer la esencia de Dios es la de la eminencia. Se trata ahora de predicar en Dios las perfecciones pero en grado sumo: omnisciente, omnipotente, infinitamente justo, bueno, misericordioso, etc.
Todos estos atributos de Dios son formas de conocer la mente finita del hombre al Dios infinito, pero no ha de pensarse que en su ser se hallan todas esas cualidades de modo diferenciadas, pues Dios es simple; así pues, Santo Tomás resaltará de entre todas las definiciones de Dios ésta como la que mejor ajusta su esencia con su existencia: Dios es ipsum esse subsistens, «el mismo ser subsistente», que es la fórmula con la que la razón enlaza con la propia revelación de Dios: «Yo soy el que soy».