PARA UNA TEORÍA DE LA JUSTICIA.
VI. LA PERSONA, EL EGO TRASCENDENTAL
Y LAS INSTITUCIONES.
RELACIONES E-P-M
Publicado en:
Eikasía, nº 16, enero 2008:
http://www.revistadefilosofia.com/16-06.pdf
Capítulo 6
1. Introducción. Conexión con los capítulos precedentes
2. Las instituciones y la E-P-M
2.1. Géneros materiales de institución
2.2. Las instituciones y la cultura
3. La persona y el «Ego trascendental»
3.1 El surgimiento del «Ego trascendental».
3.2. El tránsito entre el «Ego trascendental» y la persona
3.3. El concepto de trascendental desde el materialismo pluralista. El «Ego trascendental»
3.3.1. Trascendental como esencia frente a sustancia
3.3.2. Trascendental como Ego trascendental «psicológico» frente al sujeto etológico
3.3.3. «Ego trascendental» y sujeto egoico
3.3.4. «Ego trascendental», persona e instituciones
3.3.5. Persona y Estado
Referencias bibliográficas
1. Introducción. Conexión con los capítulos precedentes
Según lo que hemos dicho en «Para una teoría de la Justicia I-V», la Justicia se construye desde la ética [E], la política [P] y la moral [M]. La Justicia la entendemos como un concepto de confluencia múltiple: desde los tres niveles deónticos (E-P-M) y, en concreto, desde los cuatro ángulos operativos E y P, y Mc (moral combinatoria) y Mp (moral porfiriana).
En los capítulos precedentes ya hemos aclarado con algún detalle de qué modo contribuyen la ética y la política a la Justicia. Vimos aparecer ahí a la Igualdad, traída por la ética, y a la Ley, traída por la política. Toca ahora el análisis de la contribución del campo moral y con ello cerrar el círculo de esta relación. Pero para no caer en las redes del mero formalismo, hemos de poner de manifiesto antes los elementos que permiten conectar a las partes del triplete E-P-M entre sí, y desde ahí pasar después a entender con más precisión la contribución de la M en las relaciones E-P-M.
La plataforma sobre la que actúa la P es la existencia del Estado y de las instituciones que ejercen un poder coactivo bajo el criterio de la legitimidad y sometida a la directriz de la eutaxia.
El núcleo esencial de la E es la existencia de personas individuales integradas en una sociedad, llevadas a ir estableciendo relaciones de mutua protección (empezando por el valor ético «absoluto» de la vida) y a estructurar, para ello, campos relacionales organizados bajo el criterio de la igualdad (esta igualdad en principio formal (funcional) puede ir depositando tramos de igualdad material (sustantiva), lo que no equivale a afirmar que «todos los seres humanos sean iguales»; todo lo contrario, las igualdades se construyen sobre un fondo continuo de desigualdades).
El campo propio de la M es la presencia de instituciones distintas a las políticas (aunque en gran medida interseccionadas con ellas), compuestas de sujetos E que no pueden distanciarse deontológica y reflexivamente de éstos más allá de ciertos límites (pueden entrar en conflicto en la dialéctica de deberes pero no puede existir inconsistencia general teleológica), que tienen la capacidad de generar una energía dentro de la sociedad, a través de actividades grupales y de las distintas ideologías que funcionan en el juego de fuerzas sociales. Pero cómo se hacen posibles materialmente las conexiones E-P-M y mediante qué fundamentos ontológico y antropológico.
Concebimos la P y la M unidas a través de las instituciones. Pero ¿qué son las instituciones? Concebimos la P y la E unidas a través de la idea de persona, pero ¿qué es la persona? A su vez, la M la unimos con la E a través de la idea de persona y de las instituciones. Y además P y E se unen a través de M. Hemos de aclarar, por tanto, qué entendemos por persona y por instituciones. Rastrearemos las conexiones que hacen posible el ensamblaje E-P-M, transitando entre las perspectivas filogenética y ontogenética.
Adelantaremos desde el principio las tesis conclusivas que vamos a alcanzar: el mundo axiológico E-P-M queda referido a un «sujeto de las operaciones de valor» que se ha dado en llamar «persona». ¿Qué es la persona?
La persona, producto bastante tardío en la evolución antropológica, se apoya en una «naturaleza» humana precedente (que localizaremos en el «Ego trascendental»), y este hombre trascendental, a su vez, deberá quedar inscrito en un proto-hombre con el que mantendrá una relación de continuidad a través de las instituciones. Las instituciones son el hilo conductor que une al proto-hombre, al hombre y a la persona. A través de ellas éstos se han ido conformando, aun cuando las mismas instituciones sean un producto de las mismas actividades de esos homínidos, pero según ritmos de interrelación muy diferentes y dado en un curso evolutivo que ha hecho posible los procesos anamórficos. Los individuos antropoides han podido evolucionar a escala M1 a un ritmo determinado y a otro ritmo en la escala M2, pero una vez que la escala M3 ha pasado a ser altamente significativa el ritmo de evolución se ha terciado de un modo específico y ha quedado anudado ontológicamente dentro de una interdependencia estrecha con las instituciones.
Así pues, la persona es el «título de nobleza que da acceso al mundo de los valores», pero necesita ser fundamentado desde la perspectiva evolutiva en la que cabe pensar al hombre actual, constituido desde el homo sapiens. Pero la idea de persona (y su realidad ontológica) queda tallada en el curso de unas relaciones sociales de un nivel de complejidad determinado que son, ellas mismas, las que hacen posible a ese ser personal; del mismo modo que el lenguaje queda tallado en el curso de unas relaciones sociales de un nivel de complejidad determinado que son, ellas mismas, las que hacen posible la instauración del lenguaje. El argumento sólo es circular en apariencia: un río se forma en el conjunto de «hilos» de agua de confluencia, en un ciclo del agua característico de la climatología terrestre; pero, no por ello, decir que «un río se forma desde otros ríos» sería un argumento circular, porque no es ir de lo mismo a lo mismo sino de unas pluralidades a otras. Lo que hay de circularidad en el ciclo del agua vale por lo que hay de «circularidad» en los procesos evolutivos teleonómicos en cuanto determinados procesos abiertos se cierran sobre sí mismos de una manera característica durable (como puede ser una determinada especie animal). La persona se va conformando desde el homo sapiens sapiens (no podemos considerar otras vías evolutivas truncadas) a través de relaciones parciales «personiformes», las cuales sólo pueden tener peso específico onto-filogenético si actúan objetivándose en las instituciones en las que de hecho nacen y se imbrican. Ahora bien, así como una determinada lengua humana o prehumana necesita apelar a una serie de transformaciones morfológicas, anatómicas, cerebrales (interdependencia entre el neocórtex, el sistema límbico y el cerebelo, o más concretamente, conformación del área de Broca y de Wernicke, por ejemplo), etológicas, socio-comunicativas y organizativo-institucionales, así también, el concepto de persona necesita de una plataforma más elemental, pre-personal, sobre la que concebir el proceso de constitución anamórfica desde el homínido protohombre a la persona humana. Entendemos que este punto de inflexión es un sujeto humano que reconoceremos como «Ego trascendental», interpretándolo estrechamente ligado a lo que en la doctrina del hiperrealismo de Gustavo Bueno se entiende como sujeto de las operaciones de conocimiento[1]. El Ego trascendental es un sujeto que ya no podrá constituirse como tal si no es como «sujeto-objeto» social de la especie humana; cualquier intento de dar con su ser individual puro (autónomo, aislado o independiente de la sociedad de hombres) le haría retroceder a un estadio previo pero sin poder, no obstante, encontrar pureza alguna individual: hallaríamos las pautas zoológicas propias del homínida y del primate, o si se quiere las pautas etológicas características del nivel de un antropoide muy inteligente, en un contexto de relaciones animales. La constitución del «Ego trascendental» la concebimos, entonces, como la aparición de un sujeto (que ha dejado de ser protohombre) con unas condiciones cognoscitivas similares a las del hombre actual (en la escala de la comparación entre las especies), mientras que la «persona» es un sujeto que sobre su estatuto trascendental ya adquirido puede abrir, en el mundo institucional en el que se desenvuelve, una ruta de actuaciones que no podrá prescindir del mundo de los valores de segundo grado (los del deber-ser) una vez que se van tejiendo en la escena social. El Ego trascendental no es «trascendental» por ser «ego» sino por su condición social. Pero la condición social trascendental no puede realizarse si no es inhiriéndose en los egos concretos; por eso hay un «Ego trascendental». El sujeto de operaciones trascendentales no puede nacer, madurar, ni desarrollarse si no es en un ego (sujeto individual) dotado de unas determinadas capacidades relacionales con otros sujetos egoicos: relaciones reflexivas, simétricas y transitivas que van adquiriendo solidez meta-etológica y meta-psicológica, en cuanto esas relaciones (de un determinado grado de complejidad y durabilidad) son posibles en función de las instituciones que median en esas relaciones y, más incluso, en cuanto esas relaciones toman su esencia por el hecho de surgir de una «sociedad institucional».
Tenemos, pues, al proto-hombre, entre el resto de antropoides. Tenemos al hombre o ser humano (varones y mujeres), que identificamos con un sujeto trascendental (Ego trascendental), que «no puede nunca existir solo» porque su mente (ego) es funcionalmente trascendental y depende para desarrollarse del Ego (comunitario) trascendental que se halla institucionalizado en los cursos de las relaciones sociales. Y tenemos a la persona humana, que traducimos por un sujeto E-P-M tanto a nivel simple como completo[2] (entendiendo que el nivel completo se apoya en el simple y que es éste el que se imbrica más directa y filogenéticamente en el Ego trascendental). El hilo conductor que nos lleva del proto-hombre al hombre son una serie de transformaciones anatómicas, cerebrales, conductuales, y evolutivas en general —en lo que se ha dado en llamar «hominización»— en intersección y dialéctica con una serie de proto-instituciones que surgen ya en un contexto prehumano. Sin instituciones no habría habido hombre. El hilo conductor que nos lleva del hombre a la persona viene dado totalmente en función de las instituciones, sobre la plataforma de un sujeto ya «hominizado».
El hombre no se superpone con la especie homo sapiens sapiens sino que se incardina con ella en el curso de su aparición específica en función de un grado de madurez característico en las relaciones grupales interespecíficas, en la que queda constituido el Ego trascendental, como consecuencia de esas relaciones. Relaciones que están marcadas por un punto sin retorno en el que las instituciones que se van configurando en su seno alcanzan tal grado de densidad y consistencia que ya no habrá exclusivamente relaciones sociales y con el medio natural sino que se harán posibles «otras relaciones».
2. Las instituciones y la E-P-M
2.1 Géneros materiales de institución
¿Mediante qué redes materiales quedan unidos estos tres planos P, M y E?
A escala abstracta y muy general hemos venido señalando que la P y la E vienen a unirse a través de M. A una escala material más específica diremos que la unión se establece a través de las mismas conexiones materiales que entre sí establecen las instituciones. Tomamos el concepto de institución de Gustavo Bueno[3] y desde él establecemos nosotros las siguientes consideraciones en orden a aplicarlo al campo de los valores en el que estamos situados. En correspondencia con los tres géneros de materialidad (M1, M2 y M3)[4] hablaré de instituciones primogenéricas (im1), instituciones secundogenéricas (im2) e instituciones terciogenéricas (im3).
Entenderé que en im1 quedan representadas las instituciones tales como edificios (el edificio de la Biblioteca Nacional y todos sus archivos y bibliografía, por ejemplo), armas, monedas, automóviles, etc., que existen dentro de una escala fisicalista característica de M1.
Entenderé que en im2 quedan representadas las instituciones tales como el lenguaje (la «parole» de Saussure), los hábitos, costumbres y normas internalizadas en la conciencia de los sujetos (saber hablar, saber leer o saber conducir son instituciones im2), y todos aquellos rasgos susceptibles de ser aprendidos y que alcanzan el estatus de ser estables y reconocibles por terceros, cuando pueden entrar en relación no sólo con otro sujeto psicológico sino además con otra institución im1 o im3 y al menos ser trasladables a la institución del lenguaje, y existiendo dentro de la escala psicológica intrasomática característica de im2. La línea entre los puros procesos neuro-cerebrales representativos, fantaseados u oníricos, por una parte y, de otra, la línea de lo que es ya im2 ha de alcanzar una consistencia temporal y un espesor social, de modo que puedan darse relaciones entre el mundo intrasomático y el extrasómático canalizadas a su vez por otras instituciones. Así, por ejemplo, un sueño durante la fase REM que no se fija, no se narra, no se escribe o no se interpreta no es una institución; pero el mero hecho de que ese sueño entre en el caudal del lenguaje y quede fijado de algún modo le dará ya un cierto estatuto institucional; proceso que llega a ser evidente cuando un número determinado de sueños o las estructuras que le subyacen son interpretadas por una teoría como pueda ser el psicoanálisis.
Todo lo que no se reduce, culturalmente, a ser im1 ni im2, es im3. Entenderé que en im3 quedan representadas las instituciones que dotan de contenido al continente dado en im1 (los libros, con su celulosa y su tinta, de la Biblioteca Nacional no serían gran cosa si no fuera porque, además de ser leídos y comprendidos por im2, están escritos en lenguas -la «langue» de Saussure- que obedecen a sintaxis determinadas, etc.). im3 se desvela a través de las relaciones im1-im2 pero siempre desborda los puros contornos im1 o im2. La grafía determinada, la sintaxis y la semántica que se contienen en un libro y que le dotan de nivel im3 no podría subsistir si sólo se contuviera en ese libro; al contrario, persiste en él pero gracias a que toma su realidad im3 de otras realidades con las que puede entablar relaciones significativas que a su vez están institucionalizadas, como por ejemplo, un diccionario, otros libros escritos en la misma lengua o en lenguas traducibles y un cúmulo de praxis lingüísticas y comunicativas que quedan unidas (y dotadas de su contenido característico) por una institución im3 que atraviesa múltiples instituciones im1 a través de múltiples usuarios im2. Las instituciones im1 e im2 sufren un desgaste temporal que las lleva a la desaparición (del fenómeno singular) y, además, tienen una circunscripción espacial muy delimitada (a un cuerpo fisicalista o a un sujeto biográfico), mientras que las im3, aunque funcionan insertas en fenómenos espacio-temporales no sufren desgaste alguno en función de esos fenómenos sino, más bien, por el hecho de su propio devenir «interno». Algunos «objetos» M3, el triángulo rectángulo, por ejemplo, no «deviene» fenoménicamente; sólo lo hará «internamente» al mundo geométrico del que forma parte, si pasamos de la geometría plana a las geometrías no-euclidianas. Otros objetos M3, como la idea de Justicia (cuando es algo más que una idea psicológica), encuentran muchas dificultades en mostrar aquello en lo que no varían, puesto que su concepto obtiene su sentido más en el eje pragmático que en el sintáctico (argumentando con concepciones de la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno bajo una aplicación amplia, de modo analógico y no en su sentido literal prístino —que es el aplicado a las ciencias—). Las operaciones humanas no pueden ser segregadas de estas simplokés de ideas (al contrario de lo que sucede con las identidades sintéticas de las ciencias), lo que da a estos objetos M3 una apariencia de relatividad, apariencia en buena medida real en cuanto en la esencia de esta idea (Justicia u otra similar) interviene como un factor fundamental de su conformación las mismas praxis humanas; ahora bien, éstas no están tomadas en su valor más subjetivo o relativizadas a sujetos individuales, sino en tanto esas praxis valen como paradigmas de un nivel de «humanidad» determinado.
Los objetos M3 aunque imbricados en M1 y M2 no caben ser reducidos a éstos, ni siquiera a un producto relativo de ellos o algo similar. Los tres géneros de materialidad son irreductibles, lo que quiere decir que la materia ontológica especial, Mi (M1 + M2 + M3) se entiende «inscrita» en una materia ontológico general (M), al modo como en Spinoza la Natura Naturata está inscrita en la Natura Naturans, una vez que hemos salvado las interpretaciones panteístas e idealistas[5]. Por tanto, los componentes en los que M3 queda conformado como objeto no han de «deducirse» de M1 o M2 sino de M, de modo negativo no positivo, en cuanto que de M lo que nos consta (dentro de nuestra tesis materialista) es su pluralidad y su materialidad pero no ninguna otra característica «especial» cognoscible. M3 es un «producto» material genuino, no reducible a M1 o M2, tesis que se opone a las interpretaciones positivistas o cientificistas, pero que hay que salvar de su siempre posible recaída metafísica, es decir, de aquellas que sean tendentes a su desmaterialización. Desde la fenomenología contemporánea autores como Marc Richir[6] parece que andan a la búsqueda de qué sea ese componente de la realidad no reducible ni a mecánica corporeísta ni a flujos psicológicos, buscándolo entonces (en línea con Husserl) en las estructuras fenomenológicas originarias. Apunta, en este sentido, el concepto de «sublime», extrayéndolo primero de Kant (bajo una interpretación que va más allá de la convencionalmente al uso, ésa que prefiere las estructuras trascendentales que se desgajan de la razón especulativa y de la razón práctica: Richir opta, siguiendo el propio redondeo hecho por Kant en su tercera crítica, por enfocar las dos primeras críticas sobre el fondo arquitectónico que les da la crítica del juicio y toma, de este modo, a la razón especulativa y a la práctica como elementos de un tránsito que sólo culmina en la crítica del juicio, de modo que en el armazón general trascendental vemos entre otros elementos algo que «se fuga» del sujeto de los sentidos y del de los conceptos para trascendentalizarse en un sujeto estético de segundo género no reducido a la estética del espacio-tiempo sensible: el sujeto abierto a lo sublime) y después, sobre esta base, sigue rematando este concepto con algunas aportaciones de Fichte, Hegel, Schelling y Heidegger, para acabar perfilando su propia idea de sublime encabalgado en su maestro Husserl, del que quiere proseguir su tarea inacabada. Lo que tiene de interés dentro de la fenomenología husserliana este análisis de Richir es que una vez configurado el concepto de «sublime» se ve, por una parte, que trata de no reducirlo a una fenomenología fisicalista o psicologista, y, por otra, que no lo deja solamente «consagrado» (en el regressus) en un mundo de objetos puros suprasensibles y perteneciendo a un origen siempre sin fondo sino que lo rebusca (en el progressus) funcionando en los mismos fenómenos humanos de carácter histórico, que como la Revolución francesa (contada por Michelet y Quinet) alcanzan a interpretarse más correctamente, según el fenomenólogo belga, cuando se apela a lo sublime. Sea como fuere (el contraste crítico nos alejaría ahora demasiado de nuestra línea de análisis), lo que queremos resaltar aquí es el punto de coincidencia en el que entran estas indagaciones fenomenológicas y nuestras propias pesquisas, en cuanto no reduccionistas[7].
Retomemos ahora los géneros materiales de institución: el libro que pesa sobre un estante es im1, la lectura que yo hago es im2, pero la sintaxis a la que ha obedecido, la semántica que contiene, el conjunto de normas de calado histórico suprasubjetivo al que se ha sometido su producción, el que haya sido escrito dentro de un sistema de reproducción social (antes o después de la imprenta), etc., le da el rango de im3. Así, una ciudad es im1, im2 e im3 a la vez. Es una institución que más allá de sus partes fisicalistas (ladrillos, adoquines, alcantarillas, edificios, etc.) está constituida por una red de señales de tráfico programada, dentro de un plan urbanístico concreto y regido por unos códigos determinados que no se resuelven en actos de voluntad dada a escala im2 sino que alcanzan un nivel abstracto más elevado, que no procede exclusivamente de los elementos subjetivos (individuales) que intervienen y dotan de vida a esa institución sino además de su nivel terciogenérico (que puede medirse por los residuos de carácter social e histórico, una vez que van desapareciendo unos sujetos por otros y una piedras por otras). Cada voluntad actuante no sería gran cosa si no se apoyara en ese entramado previamente dispuesto, de carácter suprasubjetivo. La ciudad, como institución im3 estará compuesta no tanto del «edificio» del Ayuntamiento (aunque también, en cuanto edificio abstracto, hecho de planos y medidas…) cuanto de los concejales y alcalde que componen el Ayuntamiento, no a título directamente de sujetos psicológicos (con su ambición de poder) sino después de haber sido elegidos en unas elecciones democráticas como candidatos de un partido político y en tanto que están sujetos a unos códigos objetivados, entre los cuales el reunirse en el edificio del Ayuntamiento, etc., y todo ello porque se ha ido constituyendo en una escala histórica, con una genealogía esencial determinada, y no sólo accidentalmente o producto de algún azar. Lo relevante del ejemplo de la ciudad es la necesaria symploké en la que los tres niveles im1-2-3 entran entre sí funcionalmente.
Si tomamos como referencia los tramos descritos en la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno, el nivel fisicalista se correspondería con las im1, en cuanto que transformado teleológicamente por una mano inteligente. Pero no basta que la mano sea inteligente, ha de ser además una mano capaz de operar dentro de teleologías generadas y sostenidas a escala social. Los niveles fenomenológico, autológico, dialógico y de las operaciones humanas mantendrían fuertes correspondencias con im2, en cuanto solidifican en su quehacer un determinado grado de consistencia social y a la vez se introducen en los flujos sociales con un nivel mínimo y característico de perdurabilidad (definido con categorías históricas —vale aquí también lo prehistórico—). Y finalmente, el tramo ontológico (o esencial), el de las relaciones y el de las normas participan directamente todos o alguno de ellos en la configuración de las im3.
Es una institución, así pues, según entendemos nosotros, cualquier objeto material (no sólo en su sentido fisicalista, sino también psicológico-subjetivo y objetivo-abstracto) producido culturalmente por el hombre, es decir producido socialmente, pautado según alguna norma y proyectado a un tiempo histórico no circunscrito a los límites de una biografía personal. Cada uno de los tres géneros materiales (M1, M2 y M3) no puede sino trenzarse con los otros dos, en un circuito característico de las producciones culturales. Hay un soporte fisicalista (M1) y hay una norma abstracta y social (M3), pero ha de estar acompañado, para cerrar el círculo, por los resortes psicológicos (M2) de quien fabrica el soporte y utiliza la norma. La proliferación de los soportes, la generalización de las normas y la adición de unos y otros es suficiente para que las instituciones crezcan arracimadas y adquieran complejidad. La cultura se caracteriza, entonces, por esta capacidad de conectar los tres géneros de materialidad, de modo que, y a diferencia del comportamiento animal, una vez conectados M1 y M2 quedan transformados, a través de una unión normativa constante, dada a escala M3, que M2 es capaz de captar o fabricar. Lo que es propio de la racionalidad humana es su capacidad de trabajar con M3 (realidad que no es inventada ni abstraída de su mente sin más). La piedra (M1) queda convertida en hacha por la acción de M2, pero gracias a que las cualidades abstractas de filo cortante, de dureza y de prensilidad van unidas a una utilidad delimitada y constante que han debido ser concebidas o aplicadas conjuntamente; más allá de ser una acción ocasional de un sujeto psicológico (en cuanto puede fabricar al azar), el «concepto» de hacha de piedra (im3) pasa a constituirse como una Idea social, que para pervivir y transmitirse colectivamente necesita articularse con otras instituciones básicas que posibiliten la comunicación social de objetos im3, es decir, necesita de un cierto lenguaje y de un mundo simbólico en expansión. En consecuencia, una de las propiedades de cualquier institución es que necesita apoyarse en otras ya existentes o que se despliegan a la vez, en una red característica, que no es posible sin la escala im3, y que es bajo esa relación como alcanza la estabilidad que necesita para solidificar como institución. Algunos animales como los castores[8] dan pruebas de poseer algo parecido a la racionalidad humana cuando talan árboles, hacen diques en los ríos con ellos y construyen sus madrigueras en el entorno inmediato del embalse producido. Pero estas «instituciones animales» (pseudoinstituciones) no sufren transformaciones en el tiempo ni tienen historia, no son germen de otras nuevas y no entran dentro de una red de conexiones interinstitucionales abiertas. El animal construye formatos de escala im3 (el dique, la madriguera) pero propiamente las operaciones no se ejecutan en la escala abstracta de M3 sino en la escala de la conducta heredado-aprendida de M2, puesto que si fuera capaz de penetrar en M3, la escala formal de ésta (no por ello menos material) exigiría la proliferación de más formas, del mismo modo que el establecimiento del triángulo lleva de la mano el cuadrado, el pentágono, etc. Un animal que es capaz de hacer un hexágono (como las abejas) si no puede pasar de ahí al círculo, al cuadrado, etc., no por ello ha aprendido geometría. El animal no utiliza una norma (de escala M3) sino una pauta (propia de M2), no es capaz de crear ceremonias sino que se halla encauzado en ritos etológicos[9]. Un animal no ve la realidad M3, y al hecho de «verla» es a lo que solemos llamar desde Platón y Aristóteles, con pleno conocimiento de causa, racionalidad.
Son instituciones el hacha de piedra, una palabra, un idioma, el arado, el trigo cultivado, la agricultura, un adoquín, una ciudad, el concepto de ley, la ley de educación, el código civil, el arte, un museo, un objeto artificial, un fenómeno natural conceptualizado como la primavera o un eclipse, la ropa, el peinado, un prejuicio social, las clases sociales, una empresa, El Estado, la Iglesia, la guerra, la navegación, los meridianos y los paralelos, las ciencias, la filosofía, la idea de Dios, la diferencia entre politeísmo y monoteísmo, una ceremonia, un concierto, un mitin, un mito, un cálculo mental matemático, la planificación de las vacaciones, el trueque, la moneda, una joya, un valor económico, un valor moral, la virtud, el vicio, el comercio, etc.
Hablar de instituciones es hablar, por tanto, de cultura y, en este sentido el recorrido conceptual que estamos haciendo sigue muy de cerca la definición de Edward B. Tylor, en Primitive Culture (1871), que dejó dicho que cultura es «aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre. La situación de la cultura en las diversas sociedades de la especie humana, en la medida en que puede ser investigada según principios generales, es un objeto apto para el estudio de las leyes del pensamiento y la acción del hombre.». Pero esta definición tyloriana de cultura puede ser interpretada dando excesivo peso (o acaso, exclusivo y esencial) a la «cultura animi» frente a la cultura extrasomática. De aquí que, apoyándonos en las diferencias que propone el materialismo filosófico sobre la cultura, hagamos un desdoblamiento aplicado a la escala de las instituciones y teniendo en cuenta, además, su doctrina ontológica sobre los géneros de materialidad.
2.2. Las instituciones y la cultura
La cultura no significa gran cosa si no es a través de alguna institución concreta. La cultura es el nombre del bosque, que sin árboles no sería nada. Cuando la cultura pretende hacerse valer de un modo genérico, difuso, indefinido, inconcreto, ideal y espiritual, esto es olvidada de las instituciones donde nace, estamos ante una concepción metafísica de cultura. La cultura no es prácticamente otra cosa, desde el materialismo, que ese concepto general en que se encierra el conjunto de instituciones particulares o singulares, y el cúmulo de sus conexiones estables, a lo que habría que añadir, si acaso, otros elementos culturales que no lleguen a quedar cuajados como instituciones, quizás por más perecederos o por constar de una estructura material de otro nivel al aquí considerado, que es de carácter, sobre todo, interconductual. Como resultado global de un todo complejo al que da cuerpo la cultura, un conjunto de instituciones dadas señala un determinado nivel de racionalidad; y, en general, la aparición del umbral institucional corre paralelo a lo que entendemos por razón, en el sentido en que se aplica al género humano, como un modo de inteligencia práctica trascendental (concepto, este último, que trataremos de aclarar enseguida). Decimos inteligencia «práctica» porque entendemos que lo especulativo es una modalidad de práctica, en cuanto que todo pensamiento está enraizado corpóreamente, en las operaciones (de las manos, de los movimientos oculares, etc.)[10].
Las instituciones primogenéricas (im1) son «cultura extrasomática» y se corresponden, en una de sus versiones, con los emplazamientos de la «cultura circunscrita»: los museos, los liceos, las escuelas, los institutos, las universidades, etc., en cuanto lugares emblemáticos donde está ubicada la cultura, tomada aquí en su sentido más usual, como cuando se habla de la «cultura» que se tiene al extraerla de esos lugares: el Museo del Prado, la Biblioteca Nacional, el Teatro de la Ópera, la Universidad... donde los literatos, los músicos, los bailarines, los profesores..., es decir, el «mundo de la cultura», ejercen su taumaturgia. Pero la institución im1 va más allá de estos lugares de «cultura circunscrita» como va más allá un «cubo de la basura» de un cuadro de Velázquez. Para la «cultura circunscrita» sólo algo como Las Meninas es cultura, pero en im1 tanto el recipiente de basura como el lienzo barroco son cultura, porque aquí «cultura» se toma en su sentido básico, es decir, como institución con entidad fisicalista. Ambos son igualmente im1, otra cosa será el valor que reciba cada uno en im2 o que en im3 uno sea considerado como arte y otro como mero utensilio.
Las instituciones secundogenéricas (im2) podemos hacerlas corresponder con la «cultura intrasomática» y con la «cultura animi» mientras que las instituciones terciogenéricas (im3) se pueden hacer coincidir con la «cultura extrasomática» una vez que de ella separamos las im1 (que también son extrasomáticas). Pero mientras que la cultura extrasomática de im1 no necesita para subsistir de la mediación de im2 una vez constituida, la cultura extrasomática im3 sigue necesitando de la mediación de im2 para recrearse, aunque nunca se reduzca o se deje absorber en im2.
Un templo (im1), los fieles que reciben un sacramento, en tanto individuos subjetivos que buscan su salvación (im2) y la Iglesia (im3) —como institución por antonomasia, en el sentido habitual, con sus jerarquías, dogmas, normas, ceremonias, etc. — pueden servirnos de paradigmas de estos tres sentidos que queremos aclarar.
Las relaciones E-P-M han de ser entendidas como relaciones materiales, y, éstas no son otra cosa que el juego de nexos institucionales —juego dialéctico por plural, por dinámico y por antagónico— en cuanto incorporan en este juego el campo de los valores[11]. En tanto que las diferentes instituciones comportan distintos modos de materialidad (im1, im2 e im3), las relaciones que en el juego E-P-M se operan quedan expuestas al mismo régimen de relaciones generales que cabe entre M1, M2 y M3. Una vez que estos circuitos están recorridos por conexiones materiales y no agarrándose idealistamente de la propia cabellera, las condiciones ético-político-morales de relación mutua (pensadas a través de su dimensión institucional) resultan ser tan estructurales (en sentido marxista) como las condiciones de producción de los medios de subsistencia. Pero dados estos componentes materiales (las instituciones) lo que da al complejo E-P-M la triple vertiente (formal) E, P y M, viene implicado (como ya sabemos) por la lógica con la que las relaciones institucionales dadas entran entre sí, según que sea una lógica distributiva o atributiva; y en el cruce de ambas, de carácter combinatorio o porfiriano. Las relaciones distributivas de la escala que estamos considerando encuentran su «agente natural» en la persona, las relaciones atributivas encuentran su «cierre natural» en el Estado y las relaciones combinatorias y porfirianas tienen su «lugar natural» en el seno de grupos sociales definidos.
No perdamos esta perspectiva: la persona, el Estado y los grupos sociales son ellos mismos instituciones, macroinstituciones. La unión de la persona, los grupos y el Estado, dentro de una fenomenología común, viene dada por el cúmulo de instituciones internas a cada ámbito «natural» y de intersección en que se unen esas tres instituciones «naturales». Brevemente: las personas, el Estado y los grupos sociales pueden relacionarse como tales sólo por mediación de las instituciones que internamente las conforman o que externamente las unen.
La realidad de esta symploké triple de las relaciones sociales que es la E-P-M pasa a tener un sentido preciso cuando consideramos la convergencia fenoménica de estos tres factores: el hecho material de las relaciones institucionales, el hecho formal de la lógica que se impone entre algunas de esas relaciones y el hecho de que esas relaciones incorporen tramos de relación de deber-ser.
3. La persona y el «Ego trascendental»
3.1 El surgimiento del «Ego trascendental»
Desde el punto de vista de la etología cada especie animal viene siendo caracterizada por una serie de conductas que han integrado ciertos mecanismos biológicos con las relaciones eto-circulares de la especie en cuestión, como puede ser la integración de las conductas agresivas en la articulación de las jerarquías dentro del grupo o de la lógica de la territorialidad entre grupos distintos.
Las especies de protohombres añaden a esta circunstancia etológico-general la trascendencia que progresivamente van a desempeñar las instituciones de los homínidas, instituciones que hay que reconocer, cuando menos, en la medida en que desde la paleoarqueología contamos con el arsenal de la industria lítica correspondiente a cada «cultura homínida»[12]. El acrecentamiento progresivo de instituciones en esta génesis institucional que ha seguido el desarrollo evolutivo de la especie humana pudo llegar en un momento determinado a un punto de «fusión antropogénica» de modo que las pautas de comportamiento proto-circular y proto-radial quedaban delimitadas no tanto ya en función de los esquemas de conducta etológicos cuanto por los cauces sociogénicos que las mismas instituciones iban contorneando. ¿Maduró la especie humana en su conjunto de un modo prototípico, de manera que pueda aplicarse al sujeto humano una forma específica de conducta en la que algunos componentes etológicos se transformarán anamórficamente en otra realidad («antropogénica») nueva? Creemos que la respuesta que ha de darse ha de ser afirmativa, porque, al menos, limitándonos al lenguaje doblemente articulado (dejando ahora de lado, por su mayor complejidad, el lugar que habría que conceder al resto de componentes culturales: la cultura intrasomática en general y, también, la extrasomática) y al mundo simbólico que con él se expande, el salto conductual que en esto se marca desborda con mucho los márgenes etológicos en donde se venía operando, transitando ahora las conductas proto-circulares ya no en función de las relaciones de formato físico (como en el apareamiento) o de las relaciones eto-psicológicas (como en la organización intragrupal) sino en función de relaciones que se encauzan determinadas por formatos terciogenéricos. La especie humana maduró en un trecho preciso de su evolución (cuya franja madurativa habrá que entender en un sentido lato de tiempo), a partir de una cierta densidad en la producción de instituciones, a partir del lenguaje doblemente articulado y a partir de un cierre que hubo de operar la especie sobre sí misma dotándola de una identidad supraindividual y supragrupal (aunque este cierre pudiera aplicarse primero a los miembros del grupo de convivencia en tanto detentadores genuinos de la «esencia humana», o, incluso, a determinadas partes «elitiformes»). Este nuevo animal en el curso de una meta-etología y de una meta-psicología es al que denominaremos «Ego trascendental». Determinadas conductas en génesis, en la medida en que se perfilaban a partir de rasgos de la idiosincrasia de los sujetos particulares más que desde pautas de conducta de la especie podrán ir siendo consideradas más como rasgos psicológicos que etológicos. Pero el mero despliegue de una psicología más y más compleja, en medio de las pautas etológicas, no viene a llenar por sí misma el espacio de este Ego trascendental. Para la constitución de un Ego trascendental se hace preciso un sujeto suficientemente maduro psicológicamente, pero sin la intervención de un sujeto lógico y simbólico con una densidad importante de relaciones terciogenéricas no llegaría a cuajar.
El surgimiento del Ego trascendental corre paralelo con la transformación que se da en el paso del protohombre al hombre, con el incremento exponencial acelerado del desarrollo cultural del paleolítico superior y con la aparición de la religión primaria, por tanto del eje angular, es decir, con el cierre completo del espacio antropológico, al integrarse los ejes circular (relaciones entre protohombres «muy humanizados»), radial (relaciones de subsistencia, sobre todo, en el medio físico natural de los protohombres «muy humanizados») y angular (relaciones entre, primero, los númenes naturales y quienes devienen hombres y, segundo, entre estos númenes animales constituidos ya como religión primaria y los recién constituidos hombres, que han desbordado el horizonte del protohombre al quedar «triangulados» (espacializados antropogénicamente) en una triple relación que no sólo les enfrenta a la subsistencia y coexistencia, como al resto de seres vivos, sino a la «convivencia» con los númenes. Esta «convivencia» necesita desarrollarse dentro de un mundo simbólico, de un grosor superior al que se había ido depositando en aquella subsistencia y coexistencia de protohombres, tan característico de las nuevas capacidades humanas (inteligencia creciente), y dentro de un desarrollo acelerado de nuevas instituciones, que vienen a añadirse a las que se habían generado en el eje proto-radial —las hachas de piedra, &c— y en el eje proto-circular —las normas internas al grupo homínida—. La convergencia de las instituciones proto-radiales (proto-cultura fundamentalmente im1 prehumana) y de las instituciones proto-circulares (proto-cultura fundamentalmente im2 prehumana) con las instituciones angulares (cultura fundamentalmente im3 paleohumana) teje un campo de operaciones y relaciones en el que los componentes im1, im2 e im3 van a ir entreverándose por primera vez en una malla muy cohesionada y con capacidad de generar múltiples y nuevas conexiones interinstitucionales más allá de las inmediatas que unen cada institución con su utilidad característica concreta.
La incorporación simbólica y sistemática de M3 al campo de las relaciones entre homos sapiens abrirá un campo cultural específicamente humano e irá conformando una conciencia característica, que es la que estamos llamando «Ego trascendental».
Aunque toda la diversidad de géneros homo ha podido ir abriéndose paso a través de «culturas homínidas» (proto-culturas humanas) mediadas por instituciones nacidas en las relaciones proto-radiales (como el fuego o el hacha de piedra) o nacidas en las relaciones proto-circulares (como los enterramientos, el cuidado de los enfermos o las normas de relación interpersonal), hemos de insistir en que no será hasta la constitución de las relaciones angulares (pinturas rupestres, ceremonias numinosas) y su actividad posterior propia (o capacidad para entrar en relación con instituciones surgidas en la intersección de relaciones radial-circular-angulares: tabúes, tótems, el «sacerdocio» —brujos, chamanes…— como nueva categoría profesional, &c.), que las im3 encuentren un punto de aceleración tal, que no sólo incremente el grosor cultural del homo sapiens sino que tienda una red cada vez más tupida en el que el conjunto de nexos interinstitucionales im1-im2-im3 vaya a ir cobrando una unidad característica. Esta unidad característica es, en el sentido que estamos tratando de delimitar, lo que el materialismo filosófico viene denominando «espacio antropológico». Para que el espacio antropológico se cerrara era preciso alcanzar un grado de identidad humana que incluyera no sólo la identificación intraespecífica propia de la etología (que incluye sólo sujetos operatorios eto-psicológicos y mundo físico) sino la identificación que viene dada por la relación operada con un «tercer mundo», ahora evidenciado en las im3. El modo cómo este fenómeno alcanzó su punto crítico, se operó de hecho con la constitución de la religión natural y su desarrollo como religión primaria. Este fenómeno se situó en un punto de nuestra deriva evolutiva que tuvo la capacidad de imponerse e irradiarse a toda la especie. Si la técnica, el lenguaje y las instituciones «hicieron» al hombre, puede afirmarse en ese mismo orden que la religión acabó de «hacer» al hombre. ¿Hubiera sido posible de otro modo?: ¿por qué no? Pero es un hecho que fue así, si interpretamos la cultura a partir (al menos) del auriñaciense, en el sentido en el que se despliega el curso de las religiones, dentro de la teoría de la religión defendida por el materialismo filosófico.
Es preciso que en el momento del cierre del espacio antropológico, el lenguaje haya alcanzado un grado de madurez denotativa (circular y radial) de modo que al entrar en contacto con nuevas relaciones —las angulares—, intensamente connotativas, se haya ido abriendo un nuevo cauce de potenciación y proliferación de las relaciones interinstitucionales, hasta el punto de cohesionar un núcleo de relaciones grupales que desbordaban la mera supervivencia biográfica y se proyectaban en un futuro social y proto-histórico.
Ha aparecido el «hombre» o el ser humano sobre ese trasfondo «antropoforme»[13] en el que venía gestándose culturalmente desde hacía 200 ó 100.000 años e, incluso, en una escala más anatómico-funcional, desde hacía 5 millones de años (a partir de un grado de maduración de los homínidos, en el momento en que cabe encontrar rasgos colaterales coincidentes con la actual diferenciación entre humanos y grandes simios, como pueda ser la bipedestación completa y la liberación de las manos).
¿Por qué si lo que ha aparecido es «el hombre» venimos nosotros a hablar en ese mismo punto de la aparición del «Ego trascendental»? La aparición del hombre y la del «Ego trascendental» no contiene ninguna diferencia esencial (ambos conceptos se refieren a una misma realidad), pero viene a situar la filosofía de la «antropogénesis» en un contexto particular que se aleja tanto 1º) de la consideración del sujeto humano identificado con un átomo que integraría la molécula social (el individuo siendo anterior al grupo), como 2º) de la consideración de una sociedad humana que habría aparecido mucho antes de que sus miembros particulares se hubieran delineado en su interior con valor singular (el individuo siendo posterior al grupo). Los humanos llegan a ser humanos en el proceso de su conformación, dentro de un diseño social (diseño evolutivo-funcional e institucional proto-cultural), de tal manera que atributivamente hablando los sujetos individuales no aportan per se nada esencial al proceso de constitución de la humanidad, en el sentido de que todos los miembros son prescindibles uno a uno e intercambiables entre sí (salvo por la diferencia sexual, que los hará intercambiables según dos hemisferios). Pero en el proceso histórico del cierre del espacio antropológico esta predominancia atributiva de lo social frente a lo individual no pudo ejercitarse sino apoyándose en sujetos que aportaban un «plus de individualidad» sine qua non. Este plus de individualidad no ha de suponerse funcionando al mismo nivel en todos sino más bien polarizado en algunos individuos del grupo, si bien todos sus miembros habrían de interactuar ya sea activa ya pasivamente con esa nueva función, que habrá que considerar altamente simbólica y esencialmente funcional para la supervivencia del grupo. Este nuevo «lenguaje» cultural y funcional que se abría era posible en virtud de la capacidad para diseñar normas de supervivencia y de cohesión articuladoras de los tres niveles de instituciones (im1, im2 e im3), de modo que determinados sujetos pasaban a no ser prescindibles, hasta el punto que sólo lo serían en la medida en que en el seno social se fraguaran modelos institucionalizados para su recambio. Es decir, la reposición de unos por otros ya no se basaba simplemente en el relevo de las generaciones jóvenes por las adultas sino en el relevo de funciones sociales inscritas en las virtualidades de determinados sujetos, que eran capaces de «tejer» en una malla estable y de valor socializador el mundo im1 e im2 con el mundo en expansión exponencial im3.
El Ego trascendental supuso un cierre madurativo específico, posible gracias a la solidificación conjunta de im1, im2 e im3 (con un peso muye específico de éste), que fue el producto de un largo proceso, cuya secuencia puede sugerirse del siguiente modo.
Primero: las herramientas (hachas de piedra) en el Paleolítico inferior (homo habilis, ergaster, erectus y antecessor: olduvaiense y achelense o modos técnicos I y II): institución generalizada en el proto-eje radial, a base de im1 (sobre todo) e im2, con componentes im3 que pueden suponerse empezando a actuar de modo importante, si la complejidad en el modo de comunicación contenía ya estructuras abstractas susceptibles de ser formalizadas y normalizadas socialmente (medir el tiempo, localizar lugares de referencia, organizar estrategias de ataque, sistematizar la enseñanza intergeneracional, &c.). El aprendizaje (aunque estuviera basado en la simple imitación) de la preparación de los utensilios líticos suponía ya, al menos, una mediación im3, en cuanto habían de intervenir procesos abstractos como comprender el grado de inclinación de una piedra o su tipo de dureza. (Se han observado en la actual etología prácticas de chimpancés, situadas en el umbral de la abstracción humana, como el cavar en la tierra con un palo hasta unos veinte centímetros para buscar raíces ocultas que forman parte de su dieta y que no está condicionada por la escasez de otros alimentos).
Segundo: los enterramientos, en el Paleolítico medio —entre 130.000 y 40.000 años; sobre todo interglaciar Riss-Würm— (homo neandertalensis: musteriense o modo técnico III), (sin perjuicio de que pudieran haberse iniciado en el Paleolítico inferior) vienen a añadirse al incremento de los utensilios líticos: institución generalizada en el proto-eje circular, ya fuera sólo por razones higiénicas o además por comportar algún tipo de ritual simbólico, a base de im2 o im2-im1 con una clara participación de componentes im3, al menos porque habían normalizado aspectos como la profundidad del enterramiento o una colocación y disposición buscada; el uso de tinturas (como el ocre) puede ya evidenciar un claro mundo simbólico ligado muy probablemente a un lenguaje con un grado de evolución sintáctica superior al grito o a la voz aislada.
Tercero: las pinturas parietales, en el Paleolítico superior (auriñaciense o modo técnico IV; y después gravetiense, solutrense y magdaleniense), entre 40.000 y 12.000 años antes del presente; a lo largo de la glaciación Würm reciente. Las instituciones desarrolladas en los ejes radial y circular se han estado incrementando y mejorando continuamente. Enterramientos fundamentalmente individuales. Pintura, grabado y escultura. Estatuillas, bastones de mando, figuras antropomorfas (Venus), zoomorfas, y teriántropos[14]. El «primer-hombre», conformado según el «Ego trascendental», no vive ya sólo «en la naturaleza» sino en una «sobrenaturaleza», en la medida en que a través de las religiones, los mitos y magia, y también del primer despliegue de la dimensión estética del hombre y de la solidificación antropológica de los valores deónticos simples, será empujado a unas nuevas relaciones de simetría y de transitividad de fuerte carácter socializador ceremonial, y a unas nuevas relaciones reflexivas de gran trascendencia psicológica (de orden simbólico y de orden imaginario) por el poder proyector de una nueva estructura psíquica, entre cuyas aportaciones podría apuntarse, seguramente, un campo desconocido muy extenso y con muchos anclajes diferentes en el mundo de los sentimientos de dependencia hacia el otro, hacia lo otro y hacia «lo otro-superior» (que autores como Zubiri pueden llamar, dentro de su propio esquema de ideas, religación).
El «Ego trascendental» supone una conciencia que va más allá de los resortes puramente psicológicos de la conducta del homo sapiens, por cuanto 1º) es una conciencia fuertemente objetivada en las instituciones generadas por la misma cultura humana: nace de las piedras que talla, de las normas que grupalmente instituye y de los númenes con los que tiene capacidad social de entrar en relación; 2º) es una conciencia que ha incorporado el mundo M3 al mundo M1 y M2, y 3º) es una conciencia que incorpora en su mundo simbólico las condiciones reales o ficticias de cualquier otra conciencia imaginada: al igual que la doctrina del hiperrealismo gnoseológico incorpora en la serie [S¹/S²/O¹/O²/S³/O³/O¸/S´], en el lugar por ejemplo de S´,los conocimientos que los animales pueden contener (las aves migratorias «saben» hacia donde vuelan y los peces huelen en el agua) al acervo de conocimientos humanos, el Ego trascendental incorpora (culturalmente) a su caudal propio los aprendizajes que infiere de la conducta de los animales. Lo que nos da, 4º), finalmente, una conciencia prototípicamente humana: decir «Ego trascendental» es decir sujeto de la especie homo sapiens tal como vino a quedar constituido en el espacio antropológico en el que se mueve. El desarrollo en determinada dirección cultural de este «Ego trascendental» conformará lo que hoy conocemos como persona humana, o sea sujeto de obligaciones y derechos E-P-M.
3.1. El tránsito entre el «Ego trascendental» y la persona
La institución determinante que hace posible la plataforma sobre la que se desarrollan las relaciones E-P-M es el Estado[15]; sin éste hablaríamos de relaciones «E-M», pero ellas mismas configuradas de otro modo al actual. La ciudad o el protoestado o el Estado funcionará como un crisol en el que los valores de la sociedad natural se funden y se reorganizan de modo distinto, dando lugar a un nuevo metal (valores E-P-M) y a una escoria característica (la distaxia, lo inmoral y lo cacoético).
Pero porque, entre otras razones, las relaciones entabladas en el Estado no son sólo las de los homo machina (la causa próxima que regula la conducta de los homo machina puede ponerse en la forzosidad endógena o en la compulsión exógena), sino las de sujetos trascendentales («movidos por hilos» lingüísticos, simbólicos, imaginarios estéticos, axiológicos y religiosos, entre otras novedades) con capacidad de devenir personas, es por lo que las relaciones humanas no se limitan a su ser político [P]. El Ego trascendental cuando entra en contacto con la sociedad política irá transformando las normas pre-éticas (con tramos de ética primaria) y pre-morales (con tramos de moral primaria) en normas plenamente éticas y morales, por cuanto a sus tramos primarios se superpondrán los tramos completos[16], que incluyen objetivos valorativos que van más allá de la supervivencia de los propios y próximos, en una dialéctica entre el Estado (o el proto-Estado) y las protopersonas y los grupos protopersonales, que, por una parte, tratan de compensar la pérdida de derechos éticos básicos en el contexto de una intraestructura divergente (propia de las sociedades políticas) no orientada a favor de la supervivencia de todos. Y que, por otra parte, al establecerse lazos de resistencia comunes se gestarán unos nuevos valores, ahora protomorales, que buscarán la supervivencia de grupos que comparten destinos comunes.
Las normas más determinantes de la sociedad política son precisamente las procedentes de los valores P, pero de tal modo que resulta imposible que no entren en dialéctica con los valores E y los M. Los valores P han de tejerse a través de los E y M, además de a través de sus objetivos propios, que son el mantenimiento de un estatus de poder con capacidad de organizar sociedades completas. Además del mínimo de valores E-M que la P ha de preservar, los valores E-M pugnarán por su propio territorio de valores en un medio que les es en gran medida más hostil que el de las fases precedentes. A su vez, veremos desarrollarse una dialéctica entre los valores E y los M.
La dialéctica entre los diversos valores morales enfrentados será causa principal del despegue de valores éticos completos o cosmopolitas, es decir, con una transitividad que no queda recluida en las fronteras de ninguna civilización definida (una cultura dada con capacidad civilizatoria) sino que se eleva abstractamente a todo aquel que se ha vuelto capaz de habitar una ciudad cualquiera o que es concebido bajo las notas antropológicas aplicables a cualquier ser humano[17].
Las sociedades políticas se despliegan desde sus antecesoras las sociedades naturales evolucionadas del neolítico y desde la aparición de las primeras ciudades (que van proliferando con la llegada de los metales) a la par que van madurando más y más sus religiones secundarias, en un mundo donde los valores religiosos y mitológicos se constituyen en paradigmas de la casi totalidad del resto de valores. Los valores E-P-M emergentes quedan organizados en gran medida en función de los modelos que las instituciones religiosas politeístas, las instituciones poiético-mitológicas y las instituciones mágico-esotéricas van modelando normativamente en el curso de unas sociedades que se transforman al compás de su metamorfosis técnica (arado, domesticación, agricultura, ciudades, metales, carros bélicos, navíos, megaedificaciones, ejércitos, moneda, &c.). Los valores numinosos (angulares) de las religiones secundarias debido en parte a su gran potencial delirante muestran una gran capacidad de entreverarse y aliarse con el resto de valores: de modo inmediato con los valores de los fetiches y por mediación de estos con los valores más básicos, que son los útiles; los valores útiles por su elementalidad tienen la capacidad de conectar rigurosamente con el resto de valores en curso y ensamblan los valores mágico-numinosos, desde las relaciones radiales y angulares, con las circulares, a través de los valores mixtos lógico-mitológicos[18] (entre otras mediaciones) e imponen una lógica general de valores que tiene todo el poder de comunicarse desde las relaciones hiperpregnantes radiales y angulares a las relaciones circulares, que tienen que ver con los bienes positivos vitales y sociales, dados en primer lugar a escala de valores del ser; pero que, mediadas las relaciones de igualdad que van a ir desarrollándose en las sociedades civilizadas (la igualdad de los aristócratas entre sí, la igualdad después de los ciudadanos de una democracia como la ateniense, &c.) irán conformando una nueva escala de valores circulares, esta vez a escala de deber-ser: primero de deber-ser respecto de lo que ya es, y, en segundo lugar, respecto de lo que todavía no es pero que se presenta como deber ser.
En una sociedad natural (convergente), que no haya llegado a la vida en la ciudad o en el Estado, el equivalente a las relaciones E-P-M ha de concebirse de modo distinto. En la E operarían relaciones de igualdad a cierta escala (todos sus individuos son valiosos y merecen ser preservados, y en ese sentido los niños son educados por toda la tribu en conjunto a través de las normas y costumbres convergentes en un trenzado característico entre valores E y «M») pero la falta de conflictos «morales» internos (sí habría, sin embargo, conflictos éticos y de poder), por una parte, y, por otra, el enfrentamiento a vida o muerte con grupos exógenos imposibilita que los valores E se practiquen transitivamente más allá de la tribu. En la medida en que haya relaciones pacíficas entre las tribus habrá un desencadenamiento de las relaciones transitivas E entre los sujetos de múltiples tribus (que pueden reconocerse entre sí como iguales, al menos, en la escala de egos trascendentales (con las mismas capacidades cognoscitivas y con parecida contextura cultural) y en cuanto sujetos capaces de intercambiar valores de primer grado —fundamentalmente objetos de uso y consumo—). En este contexto, la exogamia habrá sido un potente dinamizador de la transitividad E. Por su parte, no cabe hablar de P, sino de un poder tribal asimilado en determinados cabecillas o distribuido funcionalmente a efectos de la supervivencia del grupo tribal. No cabe, tampoco, hablar propiamente de M, que sólo se dibuja específicamente en el enclave de la divergencia propia de la sociedad política. Lo que hay en lugar de M serán el conjunto de normas y ceremonias cohesionadoras del grupo étnico, aquellas que contribuyen, precisamente, a que la sociedad sea convergente.
Y esta dialéctica establecida en el seno de las sociedades políticas nos lleva a poner en juego tanto a la persona como al «Ego trascendental» como sujetos capaces de recrear valores en la trama de una constitución material dada a escala siempre institucional. El circuito que va del obrar individual a la obra social y el que recorre el sentido inverso, en el marco de los valores del deber-ser, es lo que estamos denominando realidad E-P-M, pero todo este tráfico no es posible sin el «Ego trascendental». Es sobre esta dimensión trascendental, como plataforma en la que transitan los egos y las sociedades de personas, sobre la que determinadas obras subjetivas de los individuos pueden constituirse, más allá de su fenómeno singular y psicológico, en verdaderos componentes estructurales (atributivos y solidificantes), esenciales (constitutivos e identificativos) e históricos (duraderos e irradiadores).
No se concibe aquí el plano del deber-ser procediendo exclusiva o esencialmente de las conciencias subjetivas psicológicas. Éstas intervienen, sin duda, pero en el contexto de una realidad más compleja: aquélla que venimos señalando como relaciones E-P-M. Nuestra perspectiva arrastra necesariamente una crítica al subjetivismo o al psicologismo. No hay sujeto psicológico puro o previo o a priori. El sujeto psicológico se constituye en las relaciones sociales y, una vez constituido, siempre que actúa no puede dejar de ser a la vez societario y político. La fórmula «sé tú mismo», salvo reinterpretándola como búsqueda hacia afuera de una autenticidad mejor que otra dada, no tiene sentido, ya que aunque significara el desprendimiento o superación o desvelamiento de algunos de los falseamientos o apariencias a los que la conciencia se halla sometida necesariamente, esto sólo podría lograrse «mirándose en el espejo exterior social» cuya tintura se ha hecho a base de un preparado insustituible: las instituciones; y este adquirir la conciencia en ese espejo exterior, es lo que inhiere en un yo, en principio informe o indefinido, como un «Ego trascendental». El yo subjetivo por muy subjetivo que llegue a ser queda siempre subsumido en un «Ego trascendental», si se trata de la racionalidad humana.
Es verdad que el yo subjetivo tiene una gran capacidad de quasi-constituirse como microcosmos autónomo, en el sentido de que le es dado construir obcecaciones, cegueras, ensimismamientos, autoengaños y de que puede transitar largos senderos egocéntricos y de que vive a menudo bajo el espejismo de estar y ser su ombligo el centro de lo real y afincarse en la ingenuidad infantil, y de que puede naufragar en el robinsonismo, o caer en el vagabundeo asocial o en el individuo flotante, en el encapsulamiento del drogodependiente, en el laberinto de la locura o en el pozo del autismo más completo. Es verdad que en el envés de todos estos rasgos subjetivos limitativos hay también una panoplia de potencialidades positivas que son puestas por un yo frente al nosotros, frente al gregarismo, frente al adocenamiento, frente a la moda mimética[19], frente a la irresponsabilidad del «fuimos todos» equivalente al «nadie fue».
Digamos, entre paréntesis, que el «fuimos todos» irresponsable cabe invertirlo y llevarlo al polo opuesto positivo, cuando la disgregación de la conciencia de responsabilidad queda reconstruida en una obra colectiva transformada en la «conciencia de Fuenteovejuna». Es verdad que al igual que no hay yo sin nosotros, no hay nosotros sin yo, y que este yo cuando recibe su ser persona de la sociedad, en un umbral histórico determinado, no se limita a ser un elemento cuantitativo intercambiable (hormiga de hormiguero) sino que la coloración personal de los valores E-P-M que transporta (muy especialmente los valores E, en una dimensión más individual) afecta a la coloración de los valores sociales, dentro de relaciones recíprocas.
El Ego trascendental consiste en ese cúmulo de rasgos susceptible de transmitirse históricamente y que no pueden explicarse genéticamente derivando de sujetos psicológicos puros sino de la misma relación recíproca individuo-sociedad. Profundicemos algo en el concepto tal como nos había sido transmitido.
3.2. Breve panorámica histórico-filosófica sobre el concepto de trascendental
Es obvio que estamos interpretando trascendental dando un paso más allá de la idea en la que anduvo Kant. En un sentido, por tanto, que tiene mucho que ver con el juego dialéctico entre el espíritu subjetivo y objetivo de Hegel[20].
Suele compararse lo trascendental con lo trascendente, y, a su vez, con lo inmanente. A veces se utiliza, distraídamente, lo trascendental y lo trascendente como sinónimos. Lo transcendental no es lo transcendente. Se dice de algo transcendente porque está situado más allá («trans») de un ente determinado. Lo trascendente señala relaciones externas respecto de los elementos que se relacionan. Dos personas distintas son siempre trascendentes una respecto de la otra, en tanto son individuos separados (dos siameses no serían totalmente trascendentes entre sí en sentido corpóreo completo). Al contrario, si las relaciones se conciben dadas en un todo interior (en un enclasamiento cualquiera o en un mundo de ontología materialista) diremos que son inmanentes. Es inmanente a los metales magnéticos la bipolaridad; es inmanente al mamífero su sistema circulatorio; es inmanente al sistema solar la gravedad. Lo inmanente y lo trascendente añaden a los conceptos de interioridad (o relaciones intra) y de exterioridad (o relaciones inter) el hecho de relaciones dadas en uno de esos dos contextos, el de la «lógica de las partes inmanentes» dentro de un todo y el de la «lógica de las partes trascendentes» entre todos diferentes [21].
Pero lo trascendental no se mueve con la misma lógica que la oposición trascendente/inmanente. Mientras que lo trascendente señala la separación en la que es posible una relación entre dos entidades consideradas como dos todos, y mientras lo inmanente indica que dada una totalidad son posibles relaciones internas que obedecen a causas igualmente internas, y por tanto la oposición trascendente/inmanente se construye correlativamente a la oposición exterioridad/interioridad, lo trascendental, por su parte, muestra que determinadas características de un todo no pueden ser imputadas ni al juego de sus relaciones causales internas, de un lado, ni externas, de otro, sino que, precisamente, nacen en la intersección del fluido constante en la que las relaciones internas y externas resultan inseparables[22].
Tanto la escolástica como Kant concibieron lo trascendental como algo constitutivo inmanente y esencial al ente, constitutivo que podía ser derivado a su vez de una causa transcendente (Dios), pero en todo caso era trascendental en primer lugar porque era inmanente a los entes. La escolástica entiende por trascendental aquellas características constitutivas que se extienden a todo el ser de un ente y no solamente a una parte concreta aislable: la sustancia, la cantidad, la cualidad se hallarían en todo el ente. Kant cambia esta concepción extensional ontológica (centrada sobre M1) por una gnoseológica (polarizada en M2) y, entonces, lo trascendental radicará en aquellas características del sujeto humano que lo dotan de una estructura a priori, que es la que el sujeto pone (su ego transcendental, kantiano) y gracias a ello «coincide» con el mundo y puede conocerlo o, al contrario, no coincide con el mundo y no puede conocerlo (en la dialéctica trascendental; si bien, en las crítica de la razón práctica y del juicio abre nuevos cauces de «coincidencia») A esta estructura (sensible, categorial y metafísica) cuya finalidad es el conocer, podemos añadir (para completar toda la doctrina que nos da el mismo Kant) las estructuras de la facultad de desear y de la facultad de gustar que se mueven, respectivamente, por el fin último que pone toda voluntad racional (fin último al que aspira: obrar por deber) y por las claves estructurales que pone a través de su juzgar reflexionante, según la cual descubrimos en el mundo el arte, la belleza, lo sublime y la finalidad de la Naturaleza. Así, junto a lo racional en sentido del entendimiento, cuenta el de Königsberg no sólo con la voluntad racional sino con una arquitectura general antropológica: cerrada en sí —inmanente— a la vez que abierta a otras dimensiones del mundo —trascendente—. Sobre este esquema psico-gnoseo-antropológico, o a partir de sus insuficiencias, tratarán de avanzar Husserl y la fenomenología contemporánea (como ya hemos reseñado más arriba al mencionar a Marc Richir).
3.3. El concepto de trascendental desde el materialismo pluralista. El Ego trascendental.
3.3.1. Trascendental como esencia frente a sustancia
Pero mientras para los escolásticos y para Kant lo trascendental está dado hipostasiadamente (dentro de una concepción previa al evolucionismo), en el materialismo pluralista sólo cabe hablar de trascendental en el sentido de cualidades esenciales (no cualidades sustanciales), esto es, cualidades relacionales y no cualidades que podrían existir exentas de toda relación con otras cualidades. Estas cualidades relacionales han de concebirse, no obstante, no meramente siendo adjetivas o accidentales, sino también sustantivas o fundamentales. Lo que antes se entendía de manera hipostasiada se concibe ahora relacionalmente. Por eso la hipóstasis por antonomasia, que es Dios, repugna a la racionalidad que se impone con la teoría de la evolución, porque ese Dios ha de guardar alguna relación con el hombre, un hombre que ya no es «puro» sino evolutivo, es decir un hombre del que no caben hipóstasis ni esencias ahistóricas. Así que, en un mundo en devenir en que nada puede ser hipostasiado y que tampoco admite hipóstasis alguna fuera del mundo, por la imposibilidad de relacionar lo que deviene (el mundo) con lo que absolutamente no deviene (Dios), pues la mera relación haría devenir a ese pretendido ser inmutable. Dios no existe, precisamente, por no poder esencialmente devenir y porque cualquier relación conceptual establecida con ese otro concepto límite (pseudoconcepto) no es posible, porque sólo consigue intercalar una nueva palabra vacía (relacionalmente hablando) en la relación buscada. No hay nexo entre un Ser-extramundano (no-Ser) y el mundo. Puede haber nexos cognoscibles entre un mundo actual y otro «mundo» pretérito, pero no entre «una nada« y «un algo»[23]. Dios es la idea vacía del no-devenir. La teoría de la evolución tuvo la virtud de mostrar que también el hombre, como especie, es una esencia que deviene. La esencia tiene la capacidad de ser fundamental en el individuo, y por tanto de darle estabilidad existencial, pero, a la vez, la esencia tiene la capacidad de transformarse a escala de especie, porque viene dada por las relaciones en las que entra continuamente, y establecida una multiplicidad de relaciones constantes, los cambios en la esencia de la especie son obligados. Mientras que la esencia admite transformaciones, el concepto de sustancia (en sentido aristotélico-escolástico) es, por definición, lo que subyace siempre a los accidentes, inalterable. En un mundo fixista y creacionista era posible concebir la existencia de sustancias (la humanidad, la animalidad, la vegetalidad, etc., y por hipóstasis límite la divinidad trascendente absoluta), pero en un mundo donde el devenir afecta también a las «sustancias», éstas han de ser liberadas de su hipóstasis, y, en este sentido, el concepto sustitutorio funcional es el de esencias.
3.3.2. Trascendental como Ego trascendental «psicológico» frente al sujeto etológico
Cabría hablar, de este modo, desde el materialismo pluralista, de realidades trascendentales en los objetos en cuanto conteniendo constitutivos esenciales desarrollados en el seno del fluido de relaciones (tanto inmanentes a un ente concreto como trascendentes respecto de otros entes), de forma que en esas relaciones algún elemento estructural permaneciera estable lo suficiente para dotar de identidad a ese ente. Así cabe referirse, en este contexto, ya no sólo a un objeto trascendental sino al sujeto trascendental que es un ser humano y hablar, entonces, de «Ego trascendental». El «Ego trascendental» no es aplicable simplemente a un homo sapiens sin más sino a un sujeto que se conduce no sólo según las pautas etológicas cuanto según otras que, por anamórfosis de las etológicas, aparecerán como psicológicas, cuando en el conjunto de las relaciones establecidas intervienen las relaciones dadas en la capa Pi —Π (de la cultura)— y no sólo en la Fi —Φ (de la naturaleza)—. Pero esta «psicología-cultura», conformándose a la vez que el primigenio espacio antropológico (que incluye el eje angular, típicamente cultural), en la medida en que se recrea a través de la red de relaciones que conforman las instituciones, entre ellas las ceremonias y el lenguaje de doble articulación, es la misma que va instaurando una nueva forma de racionalidad, la propia del «Ego trascendental». La «psicología-cultura» y el «Ego trascendental» son dos caras de la misma moneda: en la primera se gestionan las relaciones cuyo término final se resuelven en la voluntad de un sujeto individual (por ejemplo, la relación de establecerse con una pareja sexual, según pautas de la etología humana pero transformadas ya por las instituciones incipientes, es decir, una etología trasmudada en «psicología-cultura») y en la segunda se conforman sujetos individuales que resultan del modelado social, de manera que no es la conciencia individual (de cada acto de voluntad) sino la «conciencia social» a través de los canales institucionales la que envuelve el conjunto de las operaciones dadas en las relaciones humanas (por ejemplo, la caza organizada en grupo).
El «Ego trascendental» aparece en ese punto en el que un puente queda singularmente uniendo al sujeto de la especie humana y a su grupo, más allá de las relaciones de carácter etológico, puente que se hace materialmente posible con la densidad que le dan a ese tránsito interindividual las instituciones.
3.3.3. «Ego trascendental» y sujeto egoico
Tenemos primero al animal que se relaciona con su entorno natural, con sus congéneres de la misma especie y con otros animales (a título de alimento depredado, de amenazante depredador o de simple «naturaleza viva»). Tenemos después al «animal humano». De un lenguaje de signos acotados y finitos se va pasando a un lenguaje doblemente articulado, de infinitas posibilidades significativas. Paralelamente, de las destrezas del animal se instituyen técnicas, que quedan regladas y transmisibles intergeneracionalmente dentro de los grupos homo: son las instituciones primigenias, como pudieran ser las del uso de las hachas de piedra (sucesivamente perfeccionadas: olduvaiense, achelense, musteriense, auriñaciense...). En un punto de inflexión evolutivo, hay que postular que el conjunto de las actividades dentro del grupo empieza a quedar orientado más por los nuevos rasgos humanos (culturales) que por los etológicos. Nace el hombre, en un parto secular, en el momento de la instauración de una nueva relación: la del eje angular, que le pone en contacto con otros animales específicos, pero ahora en calidad de númenes. Los númenes no sólo introducen un tercer eje de relación sino que apuntan la circunscripción específica del hombre frente al animal. Pero el hombre no es viable sin una nueva racionalidad que sustituya al sujeto egoico dentro del grupo por el «Ego trascendental». El sujeto egoico hay que considerarlo regido por pautas de conducta etológicas sustentadas en el límite en el instinto de supervivencia individual, desde las más rígidas hasta las más plásticas, como puede ser la de la «conciencia triádica» de los chimpancés comentada por Frans de Waal[24]. De las pautas de conducta heredades o aprendidas dentro del grupo pasamos a la acción propiamente humana resultado de la anamórfosis de un tercer nivel de relación surgido por transformación de otros dos anteriores: 1) de las relaciones interindividuales (amamantamiento, despioje) y 2) grupales (caza conjunta, reconocimiento de la estructura jerárquica del grupo), a las relaciones 3) gobernadas por instituciones im3, aquéllas que establecen una relación de tercer grado consistente en que el mismo grupo en su conjunto queda normado y dirigido no sólo por las necesidades interindividuales ni sólo por las intra o inter-grupales sino por unas nuevas necesidades de carácter más abstracto (no por ello menos conectadas con fenómenos reales), que, además, tienen la virtualidad de entretejerse con gran consistencia con el resto de las necesidades. De las pautas de conducta etológicas, o si se quiere psicológico-animales, que se recrean sin historia, pasamos a la conducta normada humana, en la medida que con el uso de las instituciones se está situando no ya en las relaciones dadas a escala de sujetos M2 sino en relaciones dadas a la escala M2-M3, en cuanto que de las relaciones etológicas y psicológicas intergrupales se progresa hacia relaciones con historicidad (dadas en un tiempo histórico o meta-psicológico), gracias a que pueden ser puestos en juego elementos materiales de mayor duración que la vida del individuo o que la de un grupo definido, una vez que en el relevo intergeneracional los cauces ontogenéticos grabados en los sujetos operadores han resultado eficaces gracias a algunas de sus capacidades desarrolladas: imaginar, abstraer, inducir, deducir, planificar… El «Ego trascendental» lo es en tanto que individual, social e histórico a la vez. No somos originales en esto (¿lo somos en algo?): toda la filosofía del siglo XX (más la filosofía dialéctica que la analítica, porque esta última seguramente ha preferido fusionar estas tres vertientes en el gran «hallazgo» del lenguaje) se ha involucrado en ratificar esta triple dimensión, como una cuestión, diríamos, de filosofía verdadera.
Mientras que el sujeto egoico está circunscrito en la consciencia animal de su singularidad, regida por las sensaciones sensoriales, cenestésicas, cinestésicas, y por lo que el sujeto egoico pone para que funcionen las pautas etológicas interindividuales y para que sea posible la conducta aprendida… pero en todo caso, sin la intervención cuajada de praxis (autologismos, dialogismos y normas) im3; por su parte, el «Ego trascendental» contiene, además de esa egoicidad, al sujeto psicológico, consciente de sus propias vivencias, pero ahora, claramente, se trata de una psicología abierta a un tercer mundo (más allá del natural y del de la especie), porque el «Ego trascendental» no se determina sin la materia M3 que se constituye en la confluencia de algunas relaciones M2-M1-M2, sin que M3 pueda quedar reducido a M2 o a M1, como ya sabemos. En definitiva, el sujeto egoico es una conciencia sin M3, y, por lo tanto sin im3, y, en consecuencia sin im2 y sin im1 tampoco, puesto que éstas no solidifican sin aquélla. Hay atisbos de «cultura animal», pero decir «cultura» es una forma de hablar, porque en buena ley no se trata de cultura sino, por ejemplo, de capacidades comunicativas o constructivas que corren paralelas a algunas actividades culturales típicas humanas y que, por analogía perezosa se asimilan las unas en las otras. Lo que sí hay en esa llamada «cultura animal» son componentes, de los que algunos cabe identificar con aquellos componentes que illo tempore entraron en la anamórfosis de la actividad cultural humana constituida como la conocemos desde la aparición del «Ego trascendental» y desde sus fases proto-trascendentales.
Llamaremos ego antropológico a este mismo «Ego trascendental» en cuanto encuadrado en el espacio antropológico, como el lugar ontológico en el que estamos insertos como homínidos y desde el que in medias res integramos la omnitudo realitatis, según esquemas (de escala M3) cosmistas, holistas, monistas, onto-teológicos y metafísicos en general o según el esquema materialista pluralista[25]. Una aplicación concreta del «Ego trascendental», en cuanto éste tiene por finalidad el conocimiento, la llamamos ego gnoseológico. El Ego trascendental y su aplicación concreta cognoscitiva, el ego gnoseológico, lo entendemos en el contexto de la teoría del cierre categorial y, en concreto, de la doctrina del hiperrealismo defendida por Gustavo Bueno[26].
3.3.4. «Ego trascendental», persona e instituciones
Reconoceremos como persona al «Ego trascendental» cuando es capaz de ordenar el conjunto de su actividad a través de normas de deber-ser o, si se quiere, cuando el criterio racional es capaz de organizarse por el valor de máxima apertura: no sólo por lo que vale una cosa o lo que vale otro sujeto humano sino por lo que valen determinadas formas características de las mismas relaciones humanas en cuanto se busca perpetuarlas al considerarlas un valor.
En correspondencia con la maduración del sujeto psicológico y con la del «Ego trascendental» se abre paso en un periodo dilatado de tiempo la conformación de la persona (institución jurídica, religiosa, etc.). En tanto que persona que ha ido germinando históricamente en el seno de culturas civilizadas (dadas a partir de ciudades o protoestados o de Estados) y en el seno de sociedades políticas (más allá de las sociedades naturales: sin política, aunque sí con relaciones de poder) ese sujeto trascendental que se configura en el seno de esas relaciones irá quedando revestido de atributos éticos, morales y políticos, es decir de tipos de valores que se estructuran en torno al valor de la vida humana, de la justicia y de la eutaxia. La persona se hace posible históricamente y en cada individuo, a partir de un umbral en las relaciones transitivas y simétricas entre los seres humanos capaz de permitirle alcanzar por ello un nivel de reflexividad o «personalidad racional». A través de la sociedad civilizada, una sociedad con escritura (y, por tanto, con historia) y en el seno de normas sociales surgidas en contexto de «iguales», contexto que primero es cerrado y aplicable a un grupo determinado y que después se va abriendo (hasta su aplicación a toda la especie humana, en el caso de los valores éticos; y del resto de valores político-morales en la forma problemática que venimos estudiando), y en el marco, en suma, de unas relaciones más y más institucionalizadas va madurando el sujeto individual como persona, maduración que se hace posible sobre la plataforma del «Ego trascendental».
La idea de persona presupone no sólo al sujeto individual (nunca sobreentendido de forma pura, por ejemplo por el mero hecho de nacer o por la gracia de Dios; quien así piense deberá justificar esos supuestos) sino a un sujeto en grupo sin el cual no puede constituirse como tal[27]. Pero a diferencia de otras especies sociales, los sujetos humanos se relacionan mediante las instituciones, las cuales dadas tras un determinado umbral de complejidad generan una red normativa tal que quedan involucrados valores de la escala del deber-ser, de modo que este deber-ser no es sólo una norma coactiva que se impone de arriba abajo, desde los estratos del poder hacia los sojuzgados, sino que se construye como una institución meta-política, que tiene la capacidad, en su calidad de instancia im3, de circular no sólo en el interior de la racionalidad normativa sino en la misma racionalidad autológica y dialógica, tanto en las conciencias individuales, como en el interior de los grupos, como en el conjunto del Estado, según ritmos, cadencias y criterios propios de cada escala. Aunque muchos casos puntuales de deber-ser puedan aparecer y desaparecer como accidentales, circunstanciales o espurios, el umbral alcanzado de relaciones que se gobiernan según el criterio del deber-ser es irrenunciable; irrenunciable dentro del modo de racionalidad que se ha hecho preciso construir, dadas las condiciones de existencia y de supervivencia tanto de los sujetos individuales como de los grupos y de los estados. Hay que diferenciar entre las aplicaciones erradas concretas de deber-ser en que puede incurrirse (puesto que el deber-ser es un cálculo sometido a error) y la capacidad racional abierta al deber-ser, que es lo verdaderamente trascendental y «personal». Lo mismo que no se puede renunciar al fuego, a las técnicas agrícolas, a la escritura, a la geometría o a la astronomía una vez instituidos, tampoco se puede renunciar al deber-ser. Pero mientras que los primeros afectan a la relación que el sujeto humano mantiene con la naturaleza, el deber-ser se inserta directamente, reconstruyéndolas, en el valor que van a pasar a tener las mismas relaciones humanas dadas entre sí. Estos elementos, una vez dados, pasan a formar parte del conjunto de los miembros sociales (de todos y de cada uno, salvo los casos monstruosos: imbéciles morales, etc.) constituyéndose en ellos como una «piel social» de la cual no podemos inhibirnos, dada esa estructura racional señalada, que incluye las instituciones, la cultura, y en ellas a las normas, las ceremonias, las técnicas, el lenguaje, la ciudad, el Estado, la sociedad política y el mundo de los valores, tanto los del ser como los del deber-ser.
El desarrollo y multiplicación de las instituciones, en la forma de las diversas culturas históricas, y a través de toda la panoplia de instituciones disponible va abriendo paso a una sociedad de personas, que lo son en la medida en que quedan envueltos e insertos en esta «racionalidad institucional», en cuanto en ella ha madurado la escala de los valores del deber-ser. De la sociedad de personas en sentido restringido (donde sólo determinados grupos han podido alcanzar el estatuto de personas) y apoyándose en la maduración y potenciación del «Ego trascendental», irradiado más y más a estratos poblacionales más primitivos (en virtud de las relaciones institucionales entabladas entre ellos), se va dando paso a una sociedad de personas más y más ampliada, en la misma medida en que el criterio racional de máxima apertura en la conducta de los sujetos se basa en los valores del deber-ser. Tanto más persona se es cuanto más se actúa según criterios de deber-ser. Tanto más crece el «Ego trascendental» cuanto más redes institucionales ponen en interacción la conducta individual con los grupos sociales donde se hallan. Pero el «Ego trascendental» sólo en el límite puede extinguirse: sólo cuando haya desaparecido el último resto de conexiones institucionales, y, sólo entonces, aparecerá el animal humano, en la forma por ejemplo de un niño ferino. Pero del mismo modo que para el despliegue del lenguaje doblemente articulado se precisa haber desarrollado a escala de especie humana las condiciones que lo vuelven posible, para la aparición y el desarrollo del «Ego trascendental» (en el recién nacido) la especie humana tiene desarrollada una panoplia de condiciones anatómicas (bipedestación, pulgar oponible, etc.), fisiológicas (dependencia del recién nacido), fonatorias y lingüísticas, mímicas y de aprendizaje, y todo el desarrollo filogenético de la corteza cerebral en los homínidos. La pura interacción entre los sujetos humanos, trabados institucionalmente, pone en marcha ontogenéticamente la aparición y maduración del «Ego trascendental». Pero si la maduración es posible gracias a la interacción, su aparición viene dada porque sus condiciones de existencia se hallan insertas en los miembros de la especie humana, condiciones de existencia que se han troquelado filogenéticamente en el cuerpo humano a lo largo del tiempo, del mismo modo a como las condiciones lingüísticas genéricas se hallan dadas en el aprendizaje de un lenguaje concreto. Sobre este «Ego trascendental» constituido (y siempre constituyéndose) es posible en cada sujeto humano la aparición y maduración de la persona, en la medida que las relaciones sociales tengan la fuerza de recrear a los sujetos en un contexto de valores de deber-ser. Si en el paso evolutivo histórico entre el animal y el humano tenemos que hablar primero del «Ego trascendental» y después de la persona, en el desarrollo de cada sujeto humano actual habría de hablarse de «Ego trascendental» dentro del primer año de vida y de persona en el momento en que el niño sea capaz de conducirse bajo normas «autónomas» de deber-ser. En esto consiste la autonomía, no en darse a sí mismo leyes sino en descubrir un nivel superior y abstracto de normatividad. Y, por ende, en eso consiste la responsabilidad ético-moral. Es obvio que no todos los sujetos humanos alcanzan el estatuto maduro de personas. Pero, entonces, ¿podremos no conceder dignidad a quienes no alcanzan el estatuto de personas?, ¿podremos no concederles derechos? Recordemos que el estatuto de persona es un bien construido relacionalmente y, por tanto, con un fuerte componente social. Por eso, si alguien no llega a poder madurar satisfactoriamente como persona o si se está todavía en el trámite de conseguirlo pueden concedérsele la dignidad y los derechos de ser persona, en la medida en que es la sociedad la que puede «prestar» lo que todavía le falta, primero porque el proceso es de tipo social, y en segundo lugar si consideramos que ese prestar da más potencia «personal» aún a quien presta. Todo depende de que el entramado de sostén de la sociedad hacia el «deficiente» llegue a ser socialmente funcional. Pero si se mostrara su inviabilidad, como puede ser en el caso de psicópatas desprovistos de sensibilidad ético-moral (por tanto, ciegos para reconocer ciertos valores de deber-ser), para los que no se encontrara cura ni forma de reinsertarlos, entonces la sociedad debería defenderse etológicamente de ellos. Es obvio que con todo lo dicho no cabe aplicar a los animales más próximos derechos humanos porque no son personas y porque ni siquiera actúan desde un «Ego trascendental». Se limitan a ser sujetos egoicos. Los animales tienen asegurado, no obstante, un trato justo sólo por el hecho de entrar en contacto con lo que los sujetos humanos tienen de personas, porque entonces determinada sensibilidad y racionalidad impedirá la crueldad gratuita y todos los demás maltratos, basándonos en la similitud de sensaciones dolorosas. Pero de ahí a otorgarles derechos discurre una pendiente confusionaria que borra la misma esencia humana: su ser social específico e (incluido en ello) su «Ego trascendental» y su ser persona, y con ésta, desde hace ya algún milenio, su ser político.
3.3.5. Persona y Estado
La persona guarda una relación dialéctica muy estrecha con el Estado.
Consideramos el Estado como la forma modelo de maduración de la sociedad política. Una sociedad política organiza a sus componentes de modo diferente a como lo hace la sociedad natural. Ésta mantiene una intraestructura convergente. Hablamos de sociedad política cuando la intraestructura de una sociedad ha pasado a ser divergente, es decir, que el conjunto de las fuerzas que componen el poder en el interior de esa sociedad no consiguen una convergencia y estabilidad sino que la confrontación está ya irremediablemente abierta y es inestable (divergente). La sociedad política se caracteriza, además, respecto de la sociedad natural porque está compuesta por una capa cortical (defensiva y diplomática), además de las capas productiva (basal) y gubernativa (conjuntiva). El poder político consistirá, entonces, en la capacidad que alguno de los grupos tenga para dotar al conjunto de esa sociedad ya que no en una sociedad convergente sí en una sociedad eutáxica, frente a otras. El orden que da la eutaxia no borra las divergencias sino que utilizando las energías de la actividad y de las confrontaciones sociales las dirige según programas que benefician al conjunto, al Estado, con la posibilidad de que los sujetos concretos queden ahora, sobre todo algunos, muy relegados.
La última gran transformación sucedida al Estado tuvo que ver con el paso del Antiguo Régimen al Estado representativo democrático-parlamentario. Vemos aparecer en esta transformación lo que desde entonces se denomina izquierda y derecha política. Gustavo Bueno diferencia seis generaciones sucesivas de izquierdas[28]: jacobinos, liberales, anarquistas, socialdemócratas, comunistas y maoístas. Algunas críticas han sido hechas disintiendo en el análisis sobre el arranque preciso de la primera izquierda: ¿qué pasa con la revolución americana, previa a la francesa, qué pasa con Jefferson, Thoreau, Lincoln y Franklin, que son anteriores a los revolucionarios franceses?[29] Dejamos ahora de lado el problema de la delimitación (¿cuándo hay por primera vez una izquierda política?) para apuntar simplemente el hecho de la distinta concepción que se hará en estos tiempos de alumbramiento de un nuevo modelo de Estado sobre el rol, dentro del todo social, de la institución del Estado. Hasta la izquierda anarquista no hay un claro objetivo de eliminación del Estado. Lo que se ve en los teóricos políticos que navegan las primeras aguas de las nuevas ideologías políticas es la idea de una federación internacional de los Estados capaz de imponer un orden general y preservar la paz (lo vemos, por ejemplo, en Thomas Paine, en Kant y en Jovellanos), vemos también aquellos que dan preferencia a la cohesión del nuevo Estado-nación sobre otros valores (la línea jacobina) y quienes ponen por encima de ello la idea de la unidad de la raza humana en detrimento de la función del Estado, como es el caso de Thomas Paine en la evolución de sus artículos desde The Crisis de 1776 a The Crisis de 1783. Pero en todo caso, lo que destaca en su obra principal, Rights of Man (1791-1792), es la defensa —frente al ataque a la revolución francesa abierto por Edmund Burke —Reflections on the Revolution in France (1790)— del modelo de gobierno basado en el respeto a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) proclamados por la Asamblea Nacional francesa y concordantes con la Declaración de Derechos de Virginia (1776). En un plano de circunstancias y de ideas muy similar al de Paine, William Godwin[30], en An Enquiry concerning Political Justice, pretende establecer el paso hacia una sociedad igualitaria sobre el necesario progreso de la verdad: «En lugar de acudir a facciones e intrigas, debemos simplemente proclamar la plena verdad y confiar en la pacífica influencia de la convicción. […] Si la implantación de un sistema igualitario de la propiedad no ha de producirse por obra de leyes, decretos o instituciones públicas, sino en virtud de la convicción personal de los individuos, ¿de qué modo se iniciará este régimen?»[31]. Según Godwin, la libertad de comercio (ya iniciada en los siglos precedentes, que hace que las riquezas pasen de los aristócratas al resto de las manos), la liberalidad en la industria (en el trato de los capitalistas respecto de sus asalariados) y la liberalidad en la distribución (de comerciantes que renunciarán a un medro excesivo), todo ello guiados por los dos únicos deberes (seguir la razón y el autodominio) y con el único fin de conocer la verdad, que pondrá al descubierto que la libertad, la equidad, el saber y el arte perfeccionan y dan más felicidad que la avidez, la incultura, el afán de ganancias y la especulación material. La postura de Jovellanos guarda un gran equilibrio —mayor que el conseguido por Rousseau o Godwin— entre el papel otorgado al Estado y el concedido a los nuevos valores en progreso (libertad, igualdad) que se encargará de generalizar la educación[32]. Jovellanos como Emmanuel Sieyès[33] sitúa en lo más alto de la cúspide del orden político, a la Ley, pero mientras el filósofo español pone más énfasis en enhebrar el futuro con la legitimidad del pasado, el abate francés será conocido por su teoría del poder constituyente, diferencia que hay que entender más en función de los contextos –en Francia o en España- que cada uno tuvo que salvar que por el ideario político (también Jovellanos[34] se distinguió durante la Guerra de la Independencia por ser acendrado defensor de la legitimidad constituyente de la Junta Central y de la de la Regencia posterior, antesalas de las constituyentes Cortes de Cádiz).
Sea como fuere, queremos remarcar ahora que dos son las opciones que se abren, una que pone en el centro de la revolución política la construcción de un Estado fuerte (guiado por la soberanía nacional) y la otra que ve la tabla de salvación apuntando hacia gobiernos internacionalistas; será esta vía la que acabará solidificando como anarquismo, siguiendo la línea argumental de que la nivelación social y la hermandad universal vuelven innecesario el Estado. El pensamiento anarquista de Proudhon («la propiedad es un robo». «Dios es el mal») y de Bakunin (el anarquismo basado en el colectivismo, en la igualdad y en la libertad sin límites de todos), que tuvo una anticipación notoria en François Babeuf y la Conspiración de los Iguales, exploró hasta el límite, sin duda, una de las opciones que se abrían ante el deseo de igualdad. Pero el peso de los acontecimientos históricos y una conveniente revisión materialista en esa filosofía de la historia nos obliga a ver esta vía de salida muy recargada de ingenuidad, con toda la afectación de romanticismo e idealismo que hubo de compartir con su tiempo. Tampoco los socialistas utópicos (Charles Fourier, Robert Owen, Saint-Simon, Pierre Leroux, etc.), quienes intentaron soluciones laterales a través de una producción organizada comunitariamente, supieron mostrar una verdadera vía de salida al problema de las desigualdades, aunque contribuyeron fervientemente en la divulgación de los nuevos valores morales, representados no sólo en la acción sindical y los idearios de los distintos fundadores de utopías, sino también en la novela futurista, como es el caso de El Humanisferio, de Joseph Déjacque[35], quien nos sitúa en un universo mil años posterior, donde la utopía anárquica es a la civilización lo que ésta al salvajismo. En 2858 el hombre, a través de la técnica, habrá dominado a la naturaleza y la libertad plena se sintetizará definitivamente con la plena igualdad. El falansterio de Fourier que acoge a unos pocos ha quedado convertido en un humanisferio para toda la humanidad, sin resquicio ya para jerarquía alguna ni autoridad, unidos los hombres todos por la ley gravitatoria (en paralelismo con un planisferio) de sus tendencias naturales, basadas en un egoísmo, que cuando es pleno es altruismo también, en una acracia absoluta liberada incluso de todo plebiscito y de toda asamblea popular, con hombres y mujeres perfectamente iguales, en plena libertad sexual, sin propiedad privada alguna ni familia, cuidándose solícitamente unos de otros y siendo el trabajo fuente de placer. Cada comunidad convive en uno de los grandes edificios construidos al efecto y cada cien comunidades forman el cyclideon con organización económico-social; el humanisferio continental y el universal se estructuran por criterios estrictamente geográficos, superadas las naciones y las razas, y compartiendo una única lengua superior propia de un superhombre, con la inteligencia nivelada por el mutuo roce y sin vicio alguno y superada toda enfermedad.
Pero esta moderna concepción del Estado que aflora en los dos últimos siglos es heredera de la idea de progreso (el de la prosperidad y el de la moralidad), que vio en la aniquilación del Estado una de las condiciones de su ejecución. Incluso Marx así lo entendió. También el neoliberalismo, al afirmar que el progreso moral necesita de la previa prosperidad generalizada (traducido como libertad de comercio y consumo máximo), también él ha aspirado (y aspira) si no a destruir el Estado, sí a cambiarlo por una «Administración». Ahora bien, el Estado como estructura y modo de vida, no hunde meramente sus raíces en el Estado moderno sino que es tan antiguo como la misma civilización y como la misma persona humana. Ir más allá de esta plataforma (de sociedad de personas) no será algo que pueda conseguirse con el esfuerzo de varias generaciones sin más, porque se aposenta sobre unas redes institucionales de un calado histórico muy grande. Lo que es más probable es que haya que empezar a cuidar con mimo esta plataforma de actuación (el Estado) dentro de la cual las relaciones ético-morales cobran unas dimensiones que se han construido desde hace siglos a la escala de los flujos del poder político. Querer entender las relaciones entre los valores incardinados en la persona (hoy en día, proyectados en los derechos humanos) y las energías del «Leviatán» o el «Panóptico» que representa el Estado y pretender alcanzar a ver modelos que hagan posible una conjugación máxima de aquéllos en éstas, supone no olvidarse de las verdaderas dimensiones de todas estos fenómenos. Pero de algo de todo esto habremos de hablar en el capítulo próximo.
Aclarado el nivel al que hay que descender (Ego trascendental, persona, instituciones) para recuperar que las conexiones E-P-M sean concebidas no sólo conforme al modelo lógico de las totalidades que las estructuran formalmente sino además en función de sus nexos materiales efectivos, queda ahora adentrarse en el campo de las conexiones propias que se generan y se despliegan en M, para desde todos los ángulos cerrar el círculo de la Justia.
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[1] «Por nuestra parte reconocemos, desde luego, la necesidad de volver una y otra vez al análisis de la experiencia dentro del marco binario [S/O: Sujeto/Objeto], pero constatamos también la necesidad de desbordar dialécticamente el dilema en el cual el marco binario nos encierra. A este efecto hemos propuesto un marco para el análisis de la experiencia tal en el que el análisis binario, sin ser ignorado, pueda considerarse «reabsorbido», a saber, un marco que sustituya las relaciones binarias por otras relaciones n-arias del tipo [S¹/S²/O¹/O²/S³/O³/O¸/S´]. Desde esta perspectiva de este nuevo marco de análisis cabría decir que, evitando todo tipo de realismo adecuacionista, podemos alcanzar las posiciones propias de una concepción hiperrealista de las relaciones entre el «ser» y el «conocer» (un hiperrealismo cuyo primer embrión acaso se encuentra en la metafísica eleática).» (BUENO, Gustavo: Teoría del cierre categorial. 3. El sistema de las doctrinas gnoseológicas. Las cuatro familias básicas. Pentalfa, Oviedo, 1993, págs. 96-97). Establecemos esta correspondencia entre el «sujeto hiperrealista» del conocimiento y el «Ego trascendental», en el sentido del desbordamiento ontológico del sujeto individual, dejando de lado la correspondencia evolutivo-temporal.
[2] Vid. artículos precedentes.
[3] BUENO, Gustavo: «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco, II, nº 37, Julio-Diciembre 2005, págs. 3-52.
[4] Vid. BUENO, Gustavo: Ensayos materialistas. Taurus, Madrid, 1972.
[5] Vid. PEÑA, Vidal: El materialismo de Spinoza. Ensayo sobre la Ontología Spinozista. Ed. de la Revista de Occidente, Madrid, 1974.
[6] RICHIR, Marc: Du sublime en politique. Éditions Payot, Paris, 1991.
[7] Para un mayor conocimiento de la impronta de Marc Richir, remitimos a los artículos de Pelayo Pérez, en esta misma revista: «Lo obvio» 1-4, Eikasia. Revista de Filosofía, 10 (mayo 2007), 11 (julio 2007), 13 (septiembre 2007) y 14 (noviembre 2007). (La entrega nº 5 probablemente en este mismo número de la revista). Pelayo viene elaborando una interesantísima reflexión que ha sabido poner sobre el tapete diferentes líneas de investigación, en un diapasón de raigambre materialista, que al pretender superar el reduccionismo de lo que se presenta tanto en nombre del cerebro como en nombre de la mente se han visto involucradas a apelar a otro orden ontológico o a otro trasfondo fenomenológico de consideración no dualista. Además de la línea fenomenológica (heredera de Husserl (Leib y Körper) y de Merleau Ponty (la carne y el cuerpo), en la que profundiza en la actualidad Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, en torno al cuerpo interno y el cuerpo externo) confluye en el trabajo de Pelayo, además del sistema materialista de Gustavo Bueno, otros materialismos científicos o filosóficos que trabajan en la problemática mente/cerebro, arrancando de los estudios de la neurociencia, de la psicología cognitiva, de la neurofilosofía, etc., desde el trasfondo de los Searle, Denett, Maturana, Fodor, Thom, Petitot, Changeux, Ledoux, Damasio, Deleuze... hasta los de Badiou, Catherine Malebou, Leroi-Gourhan, Simondon, Roger Bartra y los recientes trabajos de Fernando M. Pérez-Herranz («¿Podemos cambiar? Determinismo y libre albedrío», Eikasía. Revista de Filosofía, 13, septiembre, 2007; y la conferencia «El Espíritu es un hueso» (Oviedo, 28 de mayo) dentro del ciclo de conferencias organizadas por la SAF, en los «200 años de la Fenomenología del Espíritu de Hegel») (Probablemente de próxima publicación al alcance del público, si no en este mismo número de esta revista. ¡Suerte!)
.
[8] Ejemplo tomado directamente de los cursos que Gustavo Bueno desarrolla en la Fundación que lleva su nombre, los lunes de 17:00 a 18:30, en el capítulo sobre «qué hay que entender por racionalidad». La interpretación que se hace corre de mi cuenta, por tanto, también, la posibilidad de distorsionar la intención primera del creador del materialismo filosófico.
[9] Para profundizar en la diferencia entre ritos y ceremonias, vid. Gustavo Bueno: «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», El Basilisco, nº 16, septiembre 1983-agosto 1984.
[10] Suele aplicarse al pragmatismo la idea de que sólo lo que tiene aplicación práctica ha de ser el único fin de nuestros desvelos cognoscitivos, y que todo lo demás ha de ser rechazado por inútil, que puede llegar a significar lo mismo que inadecuado, y, en definitiva, que metafísico o irreal. Y por esta pendiente venir a caer en el nominalismo, y, entonces, en el relativismo y la sofística. Sin embargo, no todo pragmatismo es tan pedestre, y, yendo a un lugar común, quien puede pasar por uno de los fundadores del pragmatismo moderno, Charles Sanders Peirce, está muy distante de esa reducción. Para Peirce existen los universales defendidos por los escolásticos medievales, sólo que ahora esos universales no son otra cosa que las leyes de la ciencia. El ser es inteligible. Además de existencias individuales, hay regularidades en y entre estos individuos, sin la cuales el mundo no sería inteligible. Este ámbito de la significación y del pensamiento es denominado por Peirce terceridad, categoría que propone junto a la primeridad y a la secundidad. La M1, M2 y M3 del materialismo filosófico algún eco hace con estas tres categorías de realidad, y, de modo sorpresivo, la de terceridad.
[11] Vid. «Para una teoría de la Justicia, III. El mundo de los valores», en el nº 4 de esta misma revista, mayo de 2006.
[12] La literatura que ilustra esta cuestión de la evolución antropológica es tan abundante que constituye en sí misma una sección bibliográfica en sí misma. En nuestros días, entre nosotros, se están llevando a cabo las importantes investigaciones de Atapuerca, del Sidrón, etc., y en esta línea de investigaciones pueden consultarse libros divulgativos de interés como el de Juan Luis Arsuaga: El collar del Neandertal. En busca de los primeros pensadores (Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1999), o La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana, también de Arsuaga, y de Ignacio Martínez (Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1998). En el género de las comparaciones entre nuestra especie y las más próximas, podemos mencionar el de Carles Lalueza Fox: Genes de Neandertal (Editorial Síntesis, Madrid, 2005); y entre los estudios ya clásicos que rastrean la temática de la conformación de la «humanidad» puede citarse como ejemplo representativo el de Edgar Morin: El paradigma perdido. Ensayo de bioantropología (Editorial Kairós, Barcelona, 1974), en el que la morfogénesis humana se trata de explicar desde las relaciones recíprocas entre el sistema genético, el sistema cerebral, el ecosistema, la sociedad-cultura y las praxis que median estos últimos cuatro factores.
[13] Sería de utilidad la diferencia entre «antropomorfo» o antropomórfico (forma diseñada a escala de la configuración humana, como consecuencia de proyecciones culturales de estos hombres ya constituidos sobre otras realidades afines o paralelas) y «antropoforme» (formas que han dibujado ya determinados elementos característicos humanos en el curso genético de la formación de éstos o de especies paralelas).
[14] En este contexto no podemos dejar de citar las importantes contribuciones a la filosofía de la religión del materialismo filosófico, por parte de David Alvargonzález en «El problema de la verdad en las religiones del paleolítico» (El Catoblepas, 37:12, marzo 2005), que desencadenó una larga y prolífica polémica en la que intervinieron Joaquín Robles, Íñigo Ongay, Alfonso Fernández Tresguerres, José Manuel Rodríguez Pardo, Pedro Santana, Pelayo Pérez y el propio Gustavo Bueno, entre marzo y octubre de 2005 (números de El Catoblepas 37-44), en veintiocho intervenciones, de las cuales diez muy brillantes de David Alvargonzález.
[15] Seguimos la tesis de Gustavo Bueno según la cual el motor de la historia no viene dado, como quería el marxismo, exclusivamente por la «lucha de clases» sino fundamentalmente por la constitución de los estados y por la relación entre ellos. El Estado es, desde luego, una institución compleja (hipercompleja), hecha de multiplicidad de instituciones más simples, como una proteína es una molécula enorme, o sea una macromolécula que por su complejidad y extensión parecería que ya no tiene nada que ver con el plano químico molecular sino más bien con el plano biológico.
[16] Vid. «Para una teoría de la Justicia, III. El mundo de los valores», Ibíd.
[17] A la altura de la civilización griega clásica vemos ya cómo cuajan los valores éticos completos. Para Empédocles todos los seres humanos somos iguales compuestos de las cuatro mismas raíces, pero las proporciones de la mezcla nos hace distintos. En su libro de las Purificaciones plantea una antropología pitagórica basada en la transmigración de las almas, en que algunos actos eran impuros (como comer animales) y en que podía uno purificarse siguiendo ritos y preceptos prácticos, para ascender por el ciclo de las reencarnaciones, hacia seres cada vez más superiores. «Y, al fin, llegan a ser adivinos, poetas, médicos y príncipes, entre los hombres que habitan sobre la tierra, a partir de entonces florecen como dioses, superiores en dignidad». Empédocles fue defensor del régimen democrático, aunque era de familia aristocrática. Vid. DK 31 A 1.
Por su parte, para Protágoras el nomos es una especie de segunda physis, algo que viene a completar la naturaleza humana para que pueda desenvolverse en la vida política, es la donación de Hermes-Zeus a los hombres (las artes herméticas) después de que Prometeo le hubiera dotado de las técnicas o artes prometeicas (el fuego) para sobrevivir frente a las fieras, tras el olvido de Epimeteo que le había dejado indefenso (como nos recuerda Platón al contar el «mito de Prometeo y Hermes» que pone en boca de Protágoras.
Sumidos en la discusión por contornear la frontera «cultura/naturaleza», Antifonte de Atenas, frente a las posturas disolutorias y relativistas extremas, parte de la dualidad radical entre physis y nomos y defiende que mientras el nomos es mudable y contingente, la physis es estable y necesaria; y, si el primero surge del interés y egoísmo humanos, la segunda contiene principios inmutables que están por encima de la voluntad humana. Pero, admitido el dualismo, Antifonte no desacredita el valor del nomos (como Gorgias o Caliclés) y extrae de él la defensa del cosmopolitismo y del igualitarismo. En esta línea argumentativa de reclamar derechos legislables, Alcídamasllegará a decir que los hombres son libres por physis (de modo similar a como en el siglo XVIII señalará Rousseau al declarar que «todos los hombres nacen libres e iguales»). Hemos consultado para esta breve ejemplificación, sobre todo, la Historia de la filosofía, del Grupo Diacronos, Eikasía, Oviedo, 2005.
[18] Los valores mitológicos pueden considerarse mixtos, surgiendo de los valores lógicos (por la capacidad de explicar el orden de la realidad a través de historias gestadas mediante la lógica genealógica) cuando éstos toman gran parte de sus contenidos de los valores numinosos y/o fetichistas.
[19] El fenómeno del individualismo, y concretamente también el de la moda, viene siendo estudiado por autores como Gilles Lipovetsky en títulos como La era del vacío (Anagrama, Barcelona, 1986), El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas (Anagrama, Barcelona, 1990), El crepúsculo del deber (Anagrama, Barcelona, 1994), Los tiempos hipermodernos (Anagrama, Barcelona, 2006) o La felicidad paradójica (Anagrama, Barcelona, 2007). Pero, justamente, el individualismo moderno no funciona sino en los pliegues de la sociedad, en otro tipo de orden pero no supone como podría falsamente establecerse ninguna ruptura con lo social.
[20] Vid. HEGEL, G.W.F.: Fenomenología del Espíritu, trad. de Wenceslao Roces, Madrid, F.C.E., 1985.
[21] Recordemos que, para los creyentes, el Dios terciario es por antonomasia lo trascendente al mundo. Y que para el materialismo ateo, la realidad se concibe dentro de una lógica de relaciones inmanentes a la misma realidad. Cuando estas relaciones quedan gobernadas por algún sustrato comprehensivo del conjunto, estamos ante un materialismo monista o materialismo reduccionista. Este mismo esquema monista puede ser reconstruido por un idealismo similar al de Hegel, sólo que la traducción no se hace a favor de una reducción fisicalista sino de una reducción abstracta (el Espíritu, la Idea). Cuando estas relaciones se conciben dentro de un pluralismo radical, de realidades materiales no subsumibles entre sí, de partes extra partes, y de un todo que no cabe sintetizar unitariamente y cognoscitivamente, estamos entonces ante el materialismo pluralista, en el cual algunos nos ubicamos, porque la idea de «todo unitario» (la materia ontológico general) rompe cualquier unicidad real a favor de la pluralidad radical, de modo que ese «todo unitario» es una idea negativa, es una idea que niega que haya un «todo» y que sea «unitario», porque cuando se piensa como un todo no es unitario y cuando se piensa como unitario no se piensa sino una idea vacía ya que, por definición, en todo lo que deviene, la unicidad no es posible en tanto deviene. La unicidad es una característica que sólo puede aplicarse a un ente dado desde una posición de trascendencia absoluta respecto del mundo (salvo que en sentido inmanente, unicidad lo hagamos corresponder con singularidad). Pero la idea que está más allá del todo de lo real se ha construido a través de la idea de un Dios trascendente, pero Dios no existe, porque no podría devenir, aparte de ser un pseudoconcepto o un concepto imposible (como señala Gustavo Bueno: La fe del ateo, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 2007). A la existencia le es consustancial el devenir. Postular un Ente o un Súper-Ser, fuera del devenir es afirmar una idea contradictoria (círculo-cuadrado, es y no-es) porque, primero, si no deviene entonces no tiene ninguna existencia mundana ni ninguna relación con ella posible y, segundo, si más allá del ser del mundo tuviera alguna relación con el mundo entonces sería un ser en devenir, al menos a través de esta relación, lo que confirma las denuncias antinómicas que ya vio Kant. Sólo un modelo como el de Spinoza, que deriva de la Natura naturans la Natura naturata, y en ésta a los modos de los atributos de aquélla, puede salvar ontológicamente esta problemática, pero entonces estamos en el Deus sive Natura, o sea: el Dios de las religiones terciarias no existe ni puede existir, porque ha quedado confundido con la naturaleza y porque además ha debido reconvertirse al pluralismo (infinitos modos e infinitos atributos). Véase la excelente versión de la Ética demostrada según el orden geométrico, de Spinoza, en la traducción y notas de Vidal Peña García acompañada de más notas y de un epílogo a cargo de Gabriel Albiac, en Tecnos, Madrid, 2007
[22] Por eso Zubiri, entre otros, para salvar a Dios, lo hizo trascendental al hombre y no (o no sólo) trascendente; pero hacerlo trascendental al hombre es hacerlo depender de él en algún modo y por tanto matar la imagen del dios omnipotente, omnisciente, eterno, ubicuo; en el fondo, este modo de entender a Dios corre el riesgo de hacerlo coincidir con la idea de cultura.
[23] En estos pliegues anduvo errante Heidegger, aunque su pensamiento nos libera de recorrer unos parajes conceptuales que si no los hubiera él transitado, entonces alguien alguna vez, muy probablemente, habría de intentar caminarlos para ponerlos a prueba. La riqueza implícita en el lenguaje no puede sustituir sin límite al concepto, porque éste necesita tomar su sentido no del sentido profundo u originario, sino de su comercio con las cosas mismas presenciales y superficiales (no siendo la profundidad sino el reconocimiento de distintos niveles de superficialidad).
[24] Vid. WAAL, Frans de: La política de los chimpancés, Madrid, Alianza, 1993. A este respecto nos dice el autor: «El término “conciencia triádica” se refiere a la capacidad de percibir las relaciones sociales que se dan entre otros individuos y formar relaciones triangulares variadas: es decir, la capacidad que un individuo A tiene, en su relación con B y C, no sólo para ser consciente y desarrollar su propia relación con B y con C por separado (A-B y A-C), sino también su capacidad de ser consciente de la relación entre B-C y aprovecharla. Se pueden encontrar formas elementales de vida grupal tridimensional en muchas especies de pájaros y de mamíferos, pero los primates son indudablemente superiores a este respecto. Todas las conductas de intervención dirigidas a provocar reconciliaciones, interferencias, coaliciones o “chivatazos” serían inconcebibles sin la existencia de una conciencia triádica», pág. 265.
[25] Vid. PEÑA, Vidal: El materialismo de Spinoza. Ensayo sobre la ontología spinozista, Madrid, Revista de Occidente, 1974, cap. 2 («El modelo ontológico del “Materialismo filosófico”»), págs. 53-76. Puede consultarse también en: http://www.filosofia.org/aut/001/1974vp2.htm
[26] De ello destacamos nosotros las siguientes ideas clave: 1) Ni el realismo ni el idealismo sirven. Ha de irse al hiperrealismo. 2) El objeto real es el objeto conocido, en tanto que conocido (aunque no porque sea conocido), dado en un proceso histórico de cancelación de las apariencias. 3) Las identidades sintéticas establecen cancelaciones definitivas. 4) El mundo se mueve conforme a patrones (la realidad no es un caos). El sujeto es cognoscente porque se mueve absorbiendo algunos de los patrones del mundo a través de sus filtros sensoriales, absorción que se convierte en conocimiento por la acción repetida de un mundo externo en una conciencia (mundo interno; conciencia que en el materialismo es un cuerpo vivo) en la cual esas acciones repetidas están sujetas a transformaciones en virtud de su capacidad operatoria. Hay una relación y un encaje entre los patrones de la realidad por conocer y nuestros filtros sensoriales, mediadas por aberturas (kenosis) o vacíos que hacen posible las operaciones. 5) El proceso de conocimiento no ha de quedar referido a un sujeto cognoscente individual sino que ha de tenerse en cuenta lo que un sujeto conoce, pero además lo que conoce en cuanto miembro de un grupo, e incluso lo que nos va constando que se puede conocer bajo una determinada forma de cualquiera que sea la sensibilidad animal (como puede ser el radar de los murciélagos). Así pues, el conocimiento no se establece entre un sujeto y un objeto sino entre múltiples sujetos (de escala humana y animal) implantados en un mundo común constituido por múltiples objetos.
Dice Gustavo Bueno, hablando de su doctrina hiperrealista: «En resolución: los fenómenos apotéticos —los objetos cuyas relaciones constituyen los términos del campo operatorio de una ciencia— no se constituirán (según la «metáfora idealista») como proyecciones de formas a priori o Gestalten de un sujeto, ni tampoco podrán suponerse dados (de acuerdo con la «metáfora realista») como sustancias que envían sus reflejos (eidola) hacia el sujeto cognoscente. Los fenómenos apotéticos son, por un lado, resultados de una acción reiterada —oleadas sucesivas de fotones que reproducen ciertos patrones procedentes de la fuente energética: el sol, por ejemplo, que percibimos desde el lugar que ocupaba hace ocho minutos— que está determinando a los sujetos, sin que sea legítimo separar, en dos mitades discontinuas, las ondas que van alcanzando las terminaciones nerviosas y las que son asimiladas por el sistema nervioso (la onda electromagnética asimilada o inmanente al sujeto se mantiene en continuidad causal con la honda exterior y se realimenta de esta onda exterior sostenida, a su vez, desde sus fuentes). Por otro lado, son resultados de una kenosis que, a través de los filtros sensoriales, será capaz de abrir espacios vacíos aparentes, gracias a los cuales las operaciones son posibles. El mundo objetivo, el que corresponde a nuestra visión precientífica , desde luego, el que corresponde a nuestra visión científica, se nos presenta así como una suerte de «espectro de absorción» practicado por nuestra subjetividad al intervenir en una realidad envolvente. Puede decirse, estar dada, en segmentos suyos esenciales, a escala del cuerpo humano y este es el fundamento más profundo en el que, a nuestro juicio, podría asentarse el llamado principio antrópico. […]
Desde la perspectiva del hiperrealismo, no diremos que es la vista, o el oído…, es decir, unórgano del sentido en particular, ni menos aún una inteligencia suprasensible, aquello que nos lleva a reflejar o a proyectar los objetos de la Natualeza y las relaciones entre ellos. Es la dialéctica de los diversos sentidos y de los diversos sujetos sensoriales de la misma o diferente especie, coordinados por las operaciones de los sujetos operatorios, lo que nos permite a los animales y a los hombres la configuración lógica del mundo que les es propia. «Lógica» en la medida en que el logos puede entenderse como coordinación diamérica establecida entre los fenómenos percibidos». (Teoría del cierre categorial, 3. El sistema de las doctrinas gnoseológicas. Las cuatro familias básicas, Oviedo, Pentalfa, 1993, págs. 102-104).
[27] Robinson Crusoe no podía recuperar un ser subjetivo puro en el naufragio por el hecho de quedar solo. A través de una amnesia total se encaminaría a ello, pero entonces su ser subjetivo ya no sería el de una persona sino el de un animal simplemente egoico. En su memoria y en sus modales llevaba todas las instituciones intrasomáticas y al lado las instituciones extrasomáticas que eran sus ropajes, sus instrumentos salvados y la cabaña que se construye.
[28] BUENO, Gustavo: El mito de la izquierda. Las izquierdas y la derecha, Ediciones B, Barcelona, marzo de 2003.
[29] Vid., por ejemplo, LASTRA, Antonio: «Qué significa la constitución americana? Una nota al pie de dos páginas de Gustavo Bueno», en VVAA: Filosofía y Cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno, Edición a cargo de Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón, Ediciones Libertarias, Madrid, enero de 2005, págs. 203-209.
[30] Fruto de la crítica al Estado del Antiguo Régimen y a su modelo de gubernamentalidad vemos aparecer a finales del siglo XVIII obras como An Enquiry concerning Political Justice [1793], de William Godwin, que apuntan durante el desarrollo de la primera izquierda (jacobina y nacionalista), y frente a ella, a lo que será la tercera izquierda: el anarquismo. Los problemas arrastrados por la propiedad y la idea de igualdad llevan a estos ideólogos a buscar vías de solución tras una cierta forma de radicalización de la verdad que hará a los hombres libres. Pero qué es la verdad: Godwin tiene una noción bastante idealista y fijista de ella. Vid. la traducción de esta obra citada: Investigación acerca de la justicia política, Ediciones Júcar, Gijón, 1985.
[31] Op. c., págs. 410 y 413.
[32] Puede esclarecerse esta referencia en algunos artículos en los que he tratado de ordenar un poco estos temas político-morales: «Jovellanos: contribución a la teoría política». El Catoblepas, 38:13, abril, 2005; y «Sobre la filosofía de Jovellanos». El Catoblepas, 61:1, marzo, 2007.
[33] SIEYÈS, Emmanuel: ¿Qué es el tercer Estado?, y Ensayo sobre los privilegios. Madrid, Alianza, 2003.
[34] Vid., JOVELLANOS, Gaspar Melchor de: Correspondencia; y Diario; en Obras Completas, tomos II-V (correspondencia) y VI-VIII (diario; el tomo octavo próximo a publicarse) de la edición del IFES. XVIII, Oviedo, 1985-1990 y 1994-ss. respectivamente. Y Obras Completas. XI Escritos políticos, IFES. XVIII, Oviedo, 2006, edición a cargo de Ignacio Fernández Sarasola, con especial atención a la Memoria en defensa de la Junta Central, que también tiene una buena edición en dos tomos dirigida por José Miguel Caso, en la Edición de la Junta General del Principado de Asturias. Oviedo, 1992.
[35] DÉJACQUE, Joseph: El Humanisferio [1858], Madrid, Tuero, 1990.
[36] Se trata de referencias bibliográficas acumuladas, es decir, resultado de este capítulo y de los cinco anteriores.
SSC
Gijón, 21 de julio- 7 de agosto-27 de diciembre de 2007
Publicado en:
Eikasía, nº 16, enero 2008:
http://www.revistadefilosofia.com/16-06.pdf