JOVELLANOS, INÉDITO
Tenemos ya entre nosotros el tomo XII (de los dieciséis previstos) de las obras completas de Jovellanos, dirigidas por el IFES
XVIII, salteado de inéditos y con un estudio crítico y notas a cargo de Elena de Lorenzo, siempre, por lo que de ella he leído, tan magnífica. ¿Cabe esperar alguna
sorpresa sobre estos inéditos, publicados por el Ayuntamiento de Gijón, el Instituto Feijoo y KRK Ediciones?
Para un simple curioso, ¡soslayemos al apasionado investigador!, el hallazgo de inéditos puede suponer un placer intelectual como pocos: matices
nuevos, esclarecimiento de algunas sombras¸ secretos enterrados. En lo doctrinal ha de implicar, también, la necesidad de revisar las conclusiones que hasta la fecha se habían
establecido.
Fijémonos en dos de los inéditos. Situémonos, primero, en un Jovellanos que tiene treinta y siete años, recién
nombrado académico supernumerario de la Real Academia Española, que firma el 6 de noviembre de 1781 una «Memoria sobre la metáfora». Se debatía en la academia de la lengua qué metáforas
deberían ser incluidas en el diccionario. Algunos defendían que podían incluirse las utilizadas por dos o tres autores clásicos pero Jovellanos se opone; defiende que sólo han de incluirse
las que estén atestiguadas por un uso general y constante.
La Academia definía la metáfora como una figura retórica que traslada un significado propio a otro que no lo es. Jovellanos, a lo largo de
ocho páginas llena de argumentos bien trabados, estima que no siempre es figura retórica, porque hay metáforas que se establecen fuera de los objetivos retóricos. El lenguaje opera, según el
español, trasladando sentidos no sólo para intensificar o adornar sino como medio de expresar de alguna manera lo que no puede decirse directamente. Pone como ejemplo «desenfrenarse»: quitar
el freno a los vicios, y no ya a un carruaje. «Desenfrenarse» se genera, pues, como metáfora, pero no es propiamente una figura retórica. Del mismo modo todas aquellas palabras metafóricas
determinadas por un uso general y constante, que pasan a ser nuevos modos de hablar y que nada tienen que ver ya con el adorno retórico del discurso. El uso de las metáforas se hace más
necesario, puntualiza, cuando se quieren expresar ideas espirituales difíciles de concretar si no es con la ayuda de las ideas materiales. Pasado un tiempo, puede el sentido metafórico
transformarse en directo, por el uso repetido, y entonces dejan de considerarse metáforas, como sucede con el verbo «turbar»: «confusión de multitud de gente» (del «turbare» latino) que pasa
a ser «confusión de afectos encontrados».
La lengua, viene a decir el joven y osado académico, sólo es creada por un pueblo de hablantes y no por los literatos. Los literatos
pueden, eso sí, como todos, usar la lengua con todas aquellas tonalidades de que el ingenio sea capaz. Las metáforas «voluntarias», buscadas e ingeniosas, no deben figurar en el diccionario,
pues entonces, argumenta Jovellanos, ¿cómo podríamos catalogar toda la inventiva habladora humana? ¿Dónde pondríamos todas las metáforas, pero también las metonimias, sinécdoques, alegorías e
ironías, en qué diccionario haríamos aparecer todas la ya dichas, y preparados a incluir todas las posibles? Así pues, deben aparecer en el diccionario no las metáforas voluntarias (retóricas
y particulares) sino las ya determinadas por el uso general y constante y que han pasado a ser ya, por ello, vocablos normalizados.
Avancemos ahora hasta los cincuenta y ocho años del gijonés, con otro inédito. Jovellanos lleva prisionero en Mallorca un año. Estamos en 1802 y
el proscrito desconoce todavía su largo y negro futuro, porque, a la luz de lo acontecido, las intenciones se dirigen no a castigarle por el delito supuestamente cometido sino a
retirarle sine die de la vida política. Mientras tanto, el filósofo comienza su «Memoria sobre educación pública». ¿Qué lecturas retoma y consulta para ello? Algo sabemos
ahora por los apuntamientos recientemente publicados: además de recrearse en la lectura de Cicerón, su filósofo predilecto, anota extractos parafrásticos de los «Ensayos»
de David Hume. El escocés es autor prohibido en la católica España. Jovellanos ha de ser un inconsciente arriesgándose tanto. Los papeles se le requisan: menos mal, por
eso los conservamos ahora.
¿Qué le interesa del autor británico? Su doctrina sobre el gusto: cómo se traban la sensibilidad, la moral y la belleza de las artes. Jovellanos
tiene ya muy afianzadas sus propias ideas estéticas, pero, podemos suponerlo con fundamento, se halla perfilando la conexión que existe entre los sentimientos y la razón. Aunque tome ideas de
Hume la solución que dará a este problema se distanciará de él. Obligados a comparar ambos sistemas habríamos de apuntar que mientras para el filósofo empirista el sentimiento se traduce en
una especie de «instinto vital» que funciona como verdadera guía de la vida, para el filósofo español el sentimiento es guía de la vida cuando confluye con la razón y cuando en esta unión el
conjunto de todo lo que existe puede ser pensado y sentido (indistintamente) en su total armonía, donde la virtud, la verdad y la belleza se entremezclan confudiéndose en una única realidad.
La teoría estética de Hume y la de Jovellanos resuenan similares bajo las concomitancias de la Ilustración, pero mientras que en Hume lo sublime del gusto se alía con el agnosticismo, la
inmanencia y la mera «naturaleza humana», en Jovellanos lo sublime del gusto conduce al teísmo, la trascendencia y lo sobrenatural y ve en la «Naturaleza toda» un orden admirable que sólo es
conocido si es amado y que tanto más perfectamente es amado, cuanto más perfectamente es conocido. Este es el Rubicón que separa a uno y otro.
SSC
17 de diciembre de 2009
Publicado en: «Jovellanos, inédito». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 861, pág. 6, Oviedo, jueves, 17 de
diciembre de 2009.
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