Escritos literarios 29 La reconstrucción de la historia universal
Francisco Rodríguez Adrados:
La reconstrucción de la historia universal
Rodríguez Adrados, Francisco: «El reloj de la historia. Homo Sapiens, Grecia Antigua y Mundo Moderno», Ariel, octubre, 2006
1. El autor, la obra y su tesis central.
Francisco Rodríguez Adrados, nacido en Salamanca en 1922, es helenista, indianista, filólogo, lingüista, historiador, Catedrático Emérito de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia; de la Academia de Atenas y de la Academia Argentina de las Letras. Es uno de los grandes sabios con que cuenta España, de prestigio internacional. Ha escrito decenas de libros y centenares de artículos de investigación y de prensa. Algunas de sus obras son estudio obligado en algunas especialidades universitarias –sobre todo las filológicas- con merecida reputación de cientificidad. La reciente obra publicada que ahora nos ocupa -«El reloj de la historia. Homo Sapiens, Grecia Antigua y Mundo Moderno» (Ariel, octubre, 2006)-, síntesis y proyección del quehacer de su vida, se apoya en toda la labor de investigador a lo largo de su carrera, en centenares de artículos donde han ido quedando apuntadas sus reflexiones y en libros como «Ilustración y Política en la Grecia clásica» e «Historia de la Democracia». Su última publicación es una magna obra de 847 densas páginas, repletas de datos y escrita en un estilo preciso, directo, claro, con los tecnicismos bien escandidos. Estamos ante un libro importante y ambicioso, muy ambicioso, porque desde los saberes positivos de la filología y de la cultura clásica, donde toma resuello la indiscutible reputación de Rodríguez Adrados, se eleva al trazado de toda una filosofía de la historia.
Ensayemos, de entrada, una apretada síntesis: Rodríguez Adrados vendría a decirnos que la «historia de la humanidad» está a punto de cubrir un ciclo -y de ahí, creemos, que pueda hablarse de reloj de la historia-, ciclo que transcurre entre aquel reducido grupo de homo sapiens que logró salir adelante y expandirse por toda la tierra, desde hace 100.000 años, y ese momento en el más o menos inminente futuro de una «cultura universal». En «El reloj de la historia» se ocupa de articular con gran aparato de datos y con análisis laboriosos las etapas que permitirían pasar de la humanidad primigenia a esta primera «humanidad universal».
Todo el conjunto queda estructurado en torno a una tesis fuerte: la cultura helénica se constituyó en su momento en eje del devenir universal. Las culturas prehelénicas sólo entran en contacto con la «historia universal» a través del mundo griego y de su permanencia posterior. Actualmente todas las culturas, o casi, han conectado con el foco de irradiación de la cultura clásica. Algunas culturas permanecen algo distantes y hasta enfrentadas, como la islámica, a este centro envolvente, y de ahí, que sí pueda hablarse de «choque de civilizaciones». El futuro está sin duda abierto y no predeterminado, pero a juzgar por la inercia de acontecimientos pasados a lo largo de toda nuestra historia no se ve cómo los componentes universalizantes que se iniciaron en Grecia no van a llegar hasta el final de su radio posible de contagio racional. ¿En qué argumentos sustenta esta tesis fuerte, que tiene la capacidad de organizar toda la historia?
San Agustín, Vico, Hegel, Marx, Spengler y Toynbee, entre otros, han ensayado ya comprender el conjunto de los acontecimientos universales bajo un modelo racional. Adrados se reconoce mejor en los modelos propuestos por Spengler y Toynbee, en cuanto que trataron de explicar la historia universal recurriendo a las múltiples relaciones que guardan entre sí las distintas culturas, pero a la vez se separa de ellos con su propia tesis: más etnocéntrica.
2. La singularidad griega.
Las «culturas prehelénicas» (las anteriores en el tiempo pero también las posteriores) entran en la historia universal al contacto de determinadas categorías culturales introducidas definitivamente por la Grecia clásica. Aunque esta Grecia desaparece con las monarquías helenísticas y definitivamente con Roma, su acervo cultural se trasfunde y conserva a través de la cultura greco-romana, y después en la médula de la cultura romano-cristiana y cristiano-europea, que a partir de la formación de la Europa moderna y del descubrimiento del Nuevo Mundo se irá constituyendo en la llamada cultura occidental. El resto de culturas no occidentales están occidentalizándose, con todas las mixturas y distancias que hayan de considerarse e, incluso, aquellas que se han manifestado adversas no pueden sino tomar de la cultura occidental su modernidad, su técnica, su ciencia. Pero si Huntington diferenció entre modernización –a la que estarían abocadas todas las culturas- y occidentalización, cuyo proceso correría el peligro de llevarnos al choque sangriento de civilizaciones, Adrados cree que occidentalizar, modernizar y globalizar es todo la misma cosa, una vez que se sobrentiende no una especie de homogeneidad total sino el compartir un espacio con valores universales que habrán sido homologados, porque racionalmente están llamados a imponerse. ¿Cómo es esto?
La singularidad griega viene dada por la confluencia en ella de múltiples rasgos culturales que también se hallarían en otras culturas paralelas, pero, además, de otras características que sólo van a florecer en aquel preciso contexto helénico, de todo lo cual solidifican unas conquistas culturales, que, una vez introducidas en el «reloj de la historia», las distintas formaciones culturales posteriores en transformación continua retoman tarde o temprano. ¿Cuáles han sido estos valores «inventados» por la cultura griega que han resultado desde entonces irrenunciables? Dicho con las mínimas palabras: la invención del individuo. Pero esta tesis debe ser debidamente entendida.
En Grecia encontramos los primeros artistas personalizados, frente a la costumbre de la obra colectiva, que todavía rebrota por ejemplo en la construcción de nuestras catedrales medievales. Allí encontramos por primera vez al ciudadano, frente al súbdito; la democracia y los derechos civiles: fundamentalmente la libertad que venía dada por la capacidad de intervenir en la vida política, y la igualdad, consolidada a través de la «isonomía» o igualdad ante la ley, la «isegoría» o igualdad en el uso de la palabra en la Asamblea, la «parresía» o libertad de pensamiento y, en definitiva, la «politeia» o vida política que afectaba a todos los hombres libres. Estas circunstancias no se ven aparecer en ninguna otra cultura, pero a partir de Grecia, en medio de múltiples ocultamientos, va a volverse continua e ineludiblemente a aquellos logros, de aquella cultura que introdujo la historia crítica, con Heródoto; y con Tucídides la historia de concepción humanista, basada en la naturaleza humana y social, sin huella de pensamiento moralista o religioso; que introdujo la autocrítica cultural como la queHesíodo y los poetas y filósofos que le siguen llevan a cabo sobre Homero, y unos sobre otros; perfeccionó el alfabeto y la escritura –progreso que las demás lenguas asimilarán en uno u otro grado- e inventó la tragedia (Esquilo, Sófocles y Eurípides) que no se limita a narrar una historia sino que nos pone allí presente al héroe, en persona, y que lleva a la reflexión del público (el cien por cien de los habitantes, como ahora la televisión) el conflicto ineludible al que todo individuo se enfrenta en cuanto miembro de una sociedad, de unas costumbres, de unas leyes y de un orden universal; y tras la tragedia, la comedia, con el poder autocrítico que vemos en un Aristófanes. Cultura griega que desarrolla una religión, fusión de las religiones «masculinas» guerreras y de las «femeninas» (de las diosas del amor y del erotismo), con una casta sacerdotal mínimamente especializada y poco diferenciada del ciudadano común; y que en torno a su vida política levanta ciudades a escala de las necesidades de los ciudadanos, con templos hermosos pero pequeños, edificios de gobierno, lugares de reunión, instalaciones deportivas y musicales, coros y teatros. Cultura que introdujo la filosofía y la ciencia. Y que, en síntesis, junto al valor del individuo descubre la democracia, la libertad y la igualdad, justamente las líneas de fuerza sobre las que viene tensionándose el despliegue de la historia universal.
3. Limitaciones de esta gran obra.
Estamos ante una gran obra: bien porque expone una nueva teoría globalizadora de la historia bien porque muestra, y en muchos casos demuestra, con nuevos análisis, en línea con otras teorías ya existentes, el sentido marco en el que haya de entenderse una historia universal. Pero a esta obra ambiciosa le vemos también sus limitaciones.
Rodríguez Adrados ha escrito dos libros en uno, perfectamente barajados. Uno es el libro del historiador de las culturas; el otro es el libro del Adrados de carne y hueso, que no oculta su ideología y que conscientemente traza un recorrido desde los datos analizados a sus conclusiones ideológicas y desde éstas a aquéllos, en una síntesis que no puede dejar enteramente satisfechos sino a los que como él se sitúan dentro del liberalismo conservador democrático y social. Los componentes ideológicos afloran con fuerza en la tercera y cuarta parte, cuando entramos ya en nuestro presente histórico, y una de sus limitaciones es que, a mi entender, no alcanza a ver, en la constitución del mundo actual, el valor de la aportación del marxismo y de todas sus derivas. Adrados demoniza el revolucionarismo comunista como un error de la historia y salva parcialmente de todo ese caudal de fenómenos al socialismo democrático, que, por otra parte, ya habría cumplido su programa y habría venido a confluir con el liberalismo democrático. Liberalismo y socialismo se han dado hoy la mano y son prácticamente lo mismo.
De esta tesis de nuestro presente, no vamos a negar la cordura de un cierto diagnóstico, que personalmente creo que tiene consistencia: un ciclo histórico se está cerrando y otro se está abriendo, aquel que comenzó con el intento de reordenación del mundo al pasar del Antiguo Régimen a los actuales estados democráticos, en el escenario de unas ideologías que empezaron a ser llamadas de izquierdas y de derechas. Según Adrados, las primeras habrían venido a confluir con un liberalismo socializante y tendrían su rescoldo negativo en los restos de «progresía» (concebido lo «progre» como un idealismo ideológico gratuito), y las segundas confluirían con el liberalismo económico triunfante. Sin embargo, contra Adrados, puede aducirse que no parece que la «estrategia liberal» tenga o pueda tener, por sí misma, capacidad de integrar el conjunto de problemas político-morales que subyacen a la pluralidad cultural y al juego de fuerzas políticas de los estados. El liberalismo lo que tiene de bueno es, sin duda, su defensa de la libertad (idea que es preciso matizar para que pase a significar algo con sentido pleno). Pero más importante que la libertad es la idea de igualdad, sin que quepa pensar que ésta puede funcionar sin aquélla, porque el modelo que se sigue de la igualdad (que habría que definir con precisión) contiene una mayor fuerza integradora con capacidad de ir solucionando mejor el conjunto de problemas suscitados en las relaciones político-culturales. Volviendo a Adrados y corrigiéndole, aunque apoyándonos también en él, no es que con el individuo y la libertad surgiera la democracia y de ahí la igualdad y el modelo a universalizar; es, más bien, que constituidas ciertas igualdades en el seno de grupos de poder, de colectivos abiertos y de la organización de la democracia antigua pudieron desplegarse unas ciertas libertades y el desarrollo de ciertos valores culturales, que acabarían siendo irrenunciables. Y sobre ese esquema de la igualdad, como máximamente irradiador, estructurador y justo, han de entenderse los intentos socializantes del siglo XIX y XX con sus errores y sus limitaciones. Contra una de las conclusiones de Adrados, la libertad es un medio, uno de los medios ineludibles. Pero la igualdad, bien entendida, es un fin, el fin que da sentido a todo intento de concebir una «historia universal». Bien entendido que no es un fin sustantivo a alcanzar sino sólo un fin a seguir, un fin funcional, como quien para guiarse sigue la estrella polar.
Una vez concedidos los mil aciertos alcanzados por Adrados y la potencia de su tesis central, basada en lo que llamaríamos un «etnocentrismo crítico» -en el que son posibles interinfluencias múltiples entre las culturas, pero donde su curso viene marcado por el peso de ciertos elementos civilizatorios (como las técnicas, las ciencias, la filosofía racionalista y el desarrollo de ciertos valores político-morales)- no queremos dejar de echar en falta ciertos puntos débiles: 1) no deja claro teoría alguna sobre la religión, aunque desarrolla análisis dispersos de gran interés. 2) No explora suficientemente la relación dialéctica cerrada que se da entre las técnicas, la ciencia y la tecnología; ni la relación peculiar entre la ciencia y la filosofía. 3) No echa mano para asimilarla o para superarla de la teoría de los imperios (depredadores y generadores) de que hoy disponemos. 4) No define suficientemente el concepto de cultura, lo da por establecido. Algunos creemos haber avanzado en todo esto gracias a los análisis de la filosofía con la que hoy cuenta España, el «materialismo filosófico» (hay otras, dentro y fuera de España, pero no de la misma escala), y, aunque Adrados establece muchos puntos de confluencia con estos análisis, no se deja traslucir influjo evidente de esta filosofía; en una obra tan ambiciosamente articulada, de un sabio que suponemos ha debido reconocer las principales referencias del pensamiento actual, al proponer una nueva filosofía de la historia.
SSC
15 de marzo de 2007
Publicado en: «La reconstrucción de la historia universal», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 758, pág. V, Oviedo, jueves, 15 de marzo de 2007. Versión similar publicada en «El Catoblepas. Revista Crítica del Presente».
Etiquetas: Rodríguez Adrados, Historia universal, San Agustín, Vico, Hegel, Marx, Spengler, Toynbee, Huntington, Heródoto, Tucídides, Homero, Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes