Yo, mí, me, conmigo

 

Yo, mí, me, conmigo.

Cuatro relatos sobre el ego

 

 

Silverio Sánchez Corredera

 

 

 

Yo, mí, me, conmigo

Cuatro relatos sobre el ego

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https://orabetejex.jimdo.com/    Mi Biblioteca editorial SSC 729

 

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© Del texto: Silverio Sánchez Corredera

© Maquetación y diseño:

© Fotografía de cubierta:

 

Editorial Círculo Rojo

 

 

 

 

 

 


 

 

 

A Elena y David, por ser una mamá y un papá ejemplares.

Y por haberme hecho abuelo, mi título de nobleza preferido.

A Enrique, por sus consejos sobre mi escritura.

A Pilar, por sus desvelos.

A Emma, porque gracias a ella la sonrisa no se me borra.

 


 

 

«El hombre puede guiarse por las pasiones o por la razón.

Pero para que la razón llegue a reprimir una mala pasión, ha de hacer que el deseo de la razón se apasione cuanto pueda, ya que es preciso que sea una pasión la que venza a otra pasión. Y en verdad solo lo logra cuando su potencia se vuelve superior a las resistencias encontradas.

Llamamos bueno lo que nos resulta útil. La preservación de sí mismo es el deseo natural útil más elemental. Ahora bien, la común utilidad es más útil que la utilidad egoísta.

 Además, la utilidad suprema es la virtud. Y la virtud no es otra cosa que la propia fuerza. Se llega a ser digno de confianza, honesto y justo en proporción a esta fuerza. La firmeza de espíritu necesaria para gobernarse uno a sí mismo concuerda necesariamente con la generosidad.

Todo lo excelso es tan difícil como raro, por eso, la vida virtuosa no es fácil para nadie. Sin embargo, quien se esfuerza sin límite por acrecentar su virtud es también quien alcanza la sabiduría y la verdadera felicidad.» 

(Baruch Spinoza: Ética demostrada según el orden geométrico. Paráfrasis sintética de las partes IV y V).


 

 

 

 

 

I

 

 

Yo

 

 


 

La acción transcurre en España en 2019.

 

 

Don Luciano Lérez está acostumbrado a que le identifiquen por la calle. Lo habitual en él es ir atento para las cortesías, aunque no siempre sabe con exactitud a quién le devuelve el saludo. Ahora, de vacaciones, de viaje y alejado de su prestigio local, nadie le reconoce. Ha perdido peso y es como si flotara a la deriva.

Sin saber a dónde dirigir los pasos, la niebla de sus ojos le impide concentrarse. Es por la fotofobia. También porque solo ha planificado confusamente lo que pretende hacer. Espera una revelación, una señal, un encontronazo que le saque del limbo del indiferente. Retiene la lágrima a punto de brotar, que no es por supuesto por su reciente divorcio. Oscila entre la incomodidad que siente en el cuerpo y su nueva ingravidez espiritual, pero se concentra en esta última y se complace en la idea de saberse un hombre libre. Ayer todavía casado, le parece increíble.

Intenta reconfortarse con ideas útiles. Ahora mismo va concentrado y piensa que algunos pueden seguir cohabitando con una momia o con su enemigo. «Me vienen varios a la cabeza. Cada cual sabrá por qué le asusta tanto lo que piensen de uno», verbaliza mentalmente con lucidez. A Lérez nunca le han gustado las imposturas. Y, al caminar por esa céntrica plaza que se abre espléndida ante él, es como si estuviera atravesando una frontera. «Ya he entrado en una cierta edad, es verdad, no voy a negarlo».

Expuesto a la luminosidad hiriente, divisa allá, en los soportales, el refugio de la sombra.

«Mi mujer ha sido mi mayor estafa, hasta que llegó a ser inaguantable al igual que esta maldita luz para mis ojos. ¡Me pasa por ir siempre pensando!, posé mis gafas de sol y allí quedaron. Seguro que las cogió ella. Ahora prefiero comprar otras, las doy por perdidas, y que le aprovechen».

Estas cavilaciones no le surgen al tuntún, según él mismo piensa, es un hombre con la cabeza muy bien ordenada, todo lo deriva de sus principios profundos por frívolo que parezca el asunto. Conocerse bien a sí mismo es tan necesario como respirar. Él es un intelectual, ya desde niño; nunca lo confiesa externamente, sería vanidad. Posee una prueba de peso para que todos puedan verlo claro, no hay más que distinguir entre las dos tipologías absolutas que existen de seres humanos, ahora no recuerda bien dónde lo ha leído. Están los «intelectuales» y los «teatrales», unos saben pensar y a los otros les gusta representar. Todo lo que sea imitar, reproducir, figurar y demás verbos de esta ralea se encauzan en los teatrales como el agua en un río. Al contrario, su propia naturaleza repele estas actividades tal que si obedeciera a una ley física. El triunfo fácil siempre va aparejado al teatro; y fue allí donde se inventó y prosperó el aplauso. Sin embargo, el señor Lérez rechaza la fama sistemáticamente. También considera don Luciano que casi toda nuestra conducta está gobernada por la ideología, pero no estas diferencias elementales. «O tienes tendencia a pensar o la tienes a actuar, seas de izquierdas o de derechas, seas hombre o mujer», aunque una intuición profunda le hace reconocer que los teatrales están compuestos por un alto porcentaje de mujeres.

Sus primeras vacaciones sin aguantar a Carmen, una manipuladora narcisista. Ella le había hecho su propio diagnóstico de esposa vengativa. Sus palabras martilleaban al esposo como injurias que no quería ni oír, pero los automatismos de su mente las regurgitaba de tanto en tanto. «Según ella, soy falso y aparente, apocado y ambicioso, ladino y diplomático, estúpido y pretencioso». Objetivamente la imagen invertida de la personalidad que Luciano se había construido pacientemente. Carmen sabía cómo hacer daño, poniendo simplemente las palabras del revés. «¿De qué le ha servido hacer psiquiatría? Mejor se aplicaba lo que dice saber a sí misma». Los dos han vivido en la orilla del mar Cantábrico, entre nubes, bruma y lluvia abundante, por eso ahora necesita secarse y, de paso, conocer mejor la España interior y ¡quién sabe! quizá pueda encontrar a alguien interesante, no hay prisa y  no le importa empezar de nuevo, si merece la pena, tampoco se obstina en los tópicos de la edad, no descarta que pueda ser más joven, incluso bastante más joven, aunque la idea le produce desconfianza.

Ya ha apuntado una clara valía dentro del partido. Está de número tres en la ejecutiva, ese es su cálculo. En el noventa y nueve por ciento de los casos no puede evitarse que el número uno lo ocupe el más rápido y el lengua suelta. Y el que insiste, insiste y persiste, ya que el más juicioso sabe retirarse. El número uno no tiene por qué ser inteligente. Para eso están los demás, basta con uno o dos para aportar las ideas necesarias.

Por qué negarlo, ¡tiene ambiciones! Personales pero también profesionales, lejos de toda soberbia. Conserva aún su buena estampa, de estatura media pero muy bien proporcionado, y agraciado de cara, esto último según le ha repetido Carmen a menudo.

Mientras acaba de secarse discreta y elegantemente los lacrimales, tiene la impresión de que esa joven que pasa le ha mirado.

«A algunas chicas les atraen los hombres maduros, ¡está probado científicamente!». Y se esfuerza en profundizar más en esta idea, porque aún no llega a verla con toda claridad. «Las mujeres sienten una inclinación natural hacia el priapismo, mandan las hormonas, y ahí los jóvenes tienen las de ganar, pero también se sienten atraídas, muchas, por la inteligencia, sobre todo cuando piensan en tener hijos», ha leído recientemente. En el reflejo del escaparate le parece advertir un gesto banal que no es suyo, pero lo corrige inmediatamente, enseguida puede presentarse el equívoco, y se centra resueltamente en las gafas que va a comprar.

Un hombre de estatura media, corpulencia estándar, andares convencionales y vestido aún de traje gris y corbata, en pleno verano, casi lo atropella al cruzarse ambos. No ha podido fijarse en él y por poco le rompe las gafas que se está probando. Pero su actitud le resulta evidente. Más que presuroso, se ve que va embarazado y rumiando algo.

Buen psicólogo como es, así lo constata ahora don Luciano Lérez, ve cómo un sobre blanco se le cae a aquel extraño, justo antes de perderse en la penumbra de un majestuoso edificio.

Un gesto espontáneo de llamada y un ¡eh! esbozado, que de pronto resulta ridículo, fallido, demasiado tímido y tardío. El hombre gris ha desaparecido.

«Lo mejor será dejarlo donde está. Volverá a por él. Seguro. En cuanto se dé cuenta. Si lo cojo... nunca se sabe quién te está mirando. Sería para devolvérselo, claro. Después de todo soy un hombre público, concejal del MDP ―en la trastienda de su pensamiento considera precisamente en ese momento la altísima probabilidad de poder ser el futuro alcalde, pero esa idea no quiere admitirla abiertamente, le da algo de pudor proclamar en alto este tipo de deseos―, y, sobre todo, soy un ciudadano de bien, ¡faltaría más! Y desprendido por naturaleza».

El sol, elevándose, empieza a castigar el pavimento de la esplendorosa plaza. Es preciso buscar la sombra, el sudor comienza a apuntar. No aprecia la elegancia por la apariencia, sino por su valor intrínseco, que no es lo mismo.

Ya en la sombra, no deja de meditar: «No puedo ir sudado, sucio, como un cualquier...». Le parece clasista esta idea y la retira con cordura de su mente. Nota una leve mancha en el sobaco izquierdo, el derecho por ahora se mantiene a salvo.

«Tendré que volver al hotel, para cambiarme de camisa. Aprovecharé para vestir, mejor, con un polo, mucho más juvenil. Hoy no tengo ningún acto oficial; estoy de tournée turística, me cuesta a veces olvidarme de mis deberes habituales».

Ha transcurrido ya un minuto y apenas si ha avanzado en aquel zigzag en que se halla caminando en la ambigüedad, a punto de decidirse.

«Por una vez creo que me equivoco, el hombre gris no desanda el camino». El sobre sigue en su sitio, disimulado entre aquellos restos sin barrer. «Nadie más se ha percatado de esa mancha blanca. Y eso que la plaza empieza ya a animarse de gente. Sin duda no lo han visto caer y, sin eso, pasa inadvertido».

Al principio cree que aquella despampanante joven se dirige hacia el sobre, ¡pero no!, su gesto a la altura del blanco bulto caído es para comenzar su primera charla telefónica del día. «Seguro que hablará con su novio, una chica así tiene que tener un novio. No sería normal que no lo tuviera».

Una mujer elegante de mediana edad enfila en dirección al sobre. «Las mujeres lo ven todo, estas cosas especialmente. Las casadas son las peores. Son más detallistas que los hombres y no suelen ir pensando en otras cosas, y si piensan, no lo hacen como algunos de nosotros».

Empieza a sentirse incómodo por abrigar aquellas involuntarias sensaciones. Ahora el sobaco derecho también se ha humedecido y le parece que aquella señora no tiene derecho a recoger lo que no le pertenece. Menos mal, pasa de largo. El sudor de la frente es del susto.

Repentinamente, con la resolución de alguien que ha visto la luz, emprende la marcha hacia el sobre blanco, dispuesto para coger lo que es suyo desde el principio. Un pánico diminuto le guía los pasos. Ya sabe lo que tiene que hacer, sin tantos considerandos. No puede permitir que los demás se entrometan y, siendo realista, en una plaza tan visitada no es improbable que alguien lo reconozca. Y le tenga, entonces, por un apocado o, peor aún, por un calculador, «o vete tú a saber qué, siendo un político como soy».

Toma su sobre y, cuando va a ponerlo a salvo, el conserje del ilustre edificio asoma su sombra a la calle, como esperando a alguien o aburrido ya de esa tediosa hora del día. «D. Alfredo Ruiz», reza el rótulo en su pecho izquierdo. Se evidencia que es un edificio bien vigilado.

«No creo que piense que lo estoy recogiendo para mí. Aunque en definitiva él no sabe si es mío o no. Lo mejor es ser natural. La naturalidad nunca engaña. ¡Qué barbaridad!, suponer que podría querer quedármelo. Sería tanto como no conocerme. El sentido del deber lo pongo por encima de todo. Por eso he llegado a donde he llegado».

―Don Alfredo, perdone, hace un momento ha entrado un señor. ―Se calla un segundo y piensa: «Es preferible abordarle francamente; un conserje siempre agradece los modales directos y llamarle por su nombre imprime confianza. Además, puede suponer que lo conozco. ¡Serán tantos los que entran y salen!», y enseguida prosigue―: ¿Podría decirme de quién se trata?

―Lo siento, ¿señor...? ―el conserje no obtiene la respuesta esperada y por eso dos segundos después tiene que añadir―: Me debo sobre todo a la más estricta discreción.

Don Alfredo Ruiz, conserje avezado, se le queda mirando fijamente y está a punto de añadir: «Para eso me pagan», pero le parece rebajarse demasiado y por eso solo lo piensa. Pero don Turista, así lo está llamando a falta de su verdadero nombre, permanece aún estudiándose a sí mismo.

—¿Yo? —musita Luciano Lérez casi quejumbrosamente, y molesto porque un subalterno trate de darle una especie de lección moral.

―¿Puedo ayudarle en algo más? ―El conserje está ahora intrigado sobre la identidad de este sujeto que suda tanto y por eso muestra su sonrisa más obsequiosa.

―Bueno... Yo... En realidad... Es por el sobre. O sea, ¿sabe usted? ―Don Luciano Lérez, de apellido muy lustroso, aunque todo el mundo lo confunde con el mero «Pérez», pero nada que ver, repara en la placa del edificio: «Sedes administrativas: PD, PE, MDP», y por eso reenfoca su intentona de penetración―: Yo, don Alfredo, no me andaré con rodeos, soy concejal del M... ―dice MDP, pero la dicción suena imprecisa, al tiempo que le entrega una tarjeta con su nombre en relieve dorado que siempre lleva a mano, nunca se sabe. El conserje comprende entonces con toda exactitud (lo ha tomado por el nuevo enlace del PD):

―Claro, perdone, usted es el nuevo hombre de confianza de Don Luis Rócenas. ¡En el tercero, primera puerta a la derecha!

El concejal turista hace un gesto de conciliación con aquel conserje algo encarado, la verdad, e inicia una entrada con pose natural hacia el ascensor. Todavía no ha decidido qué hacer con el sobre.

―¡Don Alfredo! ―vocea quedo desde la penumbra― si no es indiscreción, ¿el último en entrar no sería don Luis...?

―Sí, sí, el mismo: don Luis Rollán. ―Mientras cierra la vetusta puerta del ascensor, lo que en realidad distingue don Luciano es «don Luis Ro...» y aquí un ruido metálico borra el resto. «Luis Rócenas, ¡qué coincidencia!», se dice. Por supuesto, su memoria sufre un desplazamiento típico, fruto de la atrofia en la que hoy se encuentra, cuando está dando por cierto que Luis Rócenas no es otro que el Luis Rodero (de su mismo partido, el MDP) del que algo ha oído referir a distancia desde su Comunidad Autónoma, hace bien poco, después de su reciente ascenso; es verdad, aún no le conoce físicamente. Con todo, si la mente del señor Lérez estuviera hoy lúcida recordaría bien los nombres de Luis Rócenas, perteneciente al PD, y de Luis Rollán, del PE, aunque su inconsciente sabe que en una rueda de reconocimiento no podría distinguir físicamente a Rócenas de Rollán ni a estos de Rodero.

La puerta está apenas entreabierta. Lee, con ambiciosa precipitación, MDP en lugar de PD. Una recia mujer repasa algunos papeles de pie, algo inclinada sobre la figura de un hombre, vestido de traje gris, que parece estar pensando en otras cosas.

―Entonces, Luis, lo dejamos como está.  ¡Mejor ni meneallo! ―le previene resueltamente aquella eficiente ayudante, enunciando la última expresión con un énfasis retórico matemático.

―¡No sé qué haría sin ti, Lola!

Don Luciano, que es muy perspicaz, calibra que el letrero de la puerta de enfrente: «Señora Dolores Mácula», pertenece sin duda a aquella ejecutiva dama. Pica con los nudillos en la puerta, antes de que alguien pueda interpretar que está espiando, nada más lejos de sus verdaderas intenciones.

―¿Don Luis?

―¿Sí?

El señor Lérez, en general muy locuaz, comprende que no es nada fácil explicarse e ir al grano, pues ha resuelto presentarse accidentalmente como miembro del mismo partido; de otra comunidad, de acuerdo, pero «hermanos ideológicos» al fin y al cabo. Decide entonces coger el toro por los cuernos.

―El asunto del sobre, don Luis. Quizá no se ha dado cuenta todavía.

Luis y Lola se miran extrañados. Aquello rompe todos los esquemas conocidos hasta la fecha. Estudian durante intensos segundos a aquel personaje anónimo que viene excesivamente sudado.

―¿El sobre? ¿Sí?, ¡no!, ¡bueno...! exactamente... —intenta perorar Luis Rócenas, mientras el tic nervioso del párpado derecho se le dispara como de costumbre.

Mucho más resolutiva Lola toma las riendas:

―¿Con quién tenemos el gusto?

―Oh, bueno, sí... bueno... yo..., en realidad... Soy concejal del partido... en otra co... ―Mientras tanto les mostraba su tarjeta. Pero antes de que acabara de explicarse, Lola le estaba plantando dos besos y Luis se había incorporado y se aflojaba el nudo de la corbata en señal de relajación.

―Siéntese, por favor... ¿Toma algo? ―Con dominio de la situación, pues el párpado había parado ya su automatismo, y para homenajear a su visita, don Luis Rócenas aprovecha para servirse un dedito de ginebra, no más, aún era muy temprano para beber. Permanece expectante, deseoso de servirle otro dedito de ginebra, o quizá prefería ron o, en fin, lo que fuera, hay que celebrarlo de algún modo.

―Tomaré un café, si puede ser con hielo. ―Lola comprende que le tocará a ella ir a por el hielo y hace un gesto oculto de contrariedad. En vista de este subrepticio mensaje, reacciona―: Bueno, aunque un día es un día, tomaré también un Rives ―y se disculpa de inmediato―: no tengo costumbre, ¡no vayan a creer!

―El sobre lo trae de parte de quien ambos sabemos, ¿no es así? ―se oye en el momento en que los dos permanecen unidos por el mismo vaso.

―No..., sí...., bueno..., estoy de vacaciones ―Luis y Lola oyen, en aquel atropello de palabras mal silabeadas: «Está de vacaciones».

―Ah, bien, no importa. La cuestión es cumplir con la palabra, porque somos hombres de palabra, ¿no es verdad, don...?

―Luciano Lérez, con «L». ―Hace un gesto explicando la sutil diferencia entre la «L» y la simple «P» y prosigue―: Sí, claro, siempre lo he dicho, también es mi consigna: «La palabra es sagrada». ―«Y soy un hombre religioso», iba a decir pero no lo dice, no sonaría oportuno.

Al punto alguien pica a la puerta. El sobre está depositado encima de la mesa. Don Luis Rócenas, con el párpado derecho vibrante, lo toma y se dispone a guardarlo en el cajón lateral, le parece más apropiado si van a tener visita. Don Luis Rollán ya ha entornado la puerta, como pidiendo permiso para entrar, al tiempo que puede ver cómo su sobre desaparece de su vista. En el segundo que transcurre antes de empezar a hablar, ejecuta un gesto con el cuello, como un leve giro gimnástico, imperceptible casi pero evidente.

―Disculpen, acabo de hablar con el conserje. Me ha dicho que era aquí donde estaba mi sobre.

Los tres, Luis, Lola y Luciano, se miran sin entender nada.

―¿El conserje?, ¿un sobre?, perdone señor Rollán... ―Fulgurantemente, Luis Rócenas, sin tic en el párpado ya, creyó entenderlo todo y por eso dijo a su contrincante político―: Ah, sí, claro, pero la reunión de nuestros dos partidos... ¿no era mañana?

―Sí, sí, mañana, pero esto es algo previo... más personal, ya saben. —Y el giro del cuello reapareció espontáneo.

Luis Rócenas y Lola cruzan de nuevo sus miradas y comprenden el uno a través del otro. El tránsfuga del que han oído secretos comentarios es entonces nada menos que don Luis Rollán, ¡quién lo iba a decir!

Con toda naturalidad el señor Rócenas abre el cajón lateral y toma el sobre blanco que tiene preparado desde ayer y se lo entrega en el acto a quien hasta ahora era su más cerril enemigo ideológico.

De pie aún, viendo alcanzado su objetivo, aunque no ha llegado a entender todos los detalles, Luis Rollán se apresura a despedirse.

―Tengo mucho trabajo, lo siento, no puedo demorarme más. ―Ha advertido una tenue simulada invitación a que se siente, al lado de aquel sujeto sudoroso, que debe de ser el Turista, o sea, según el portero... Y como si tuviera que justificarse, añade―: Además, he de preparar el asunto de mañana.

―Claro, claro, el asunto de mañana ―dice esto mientras se levanta y le estira una franca mano abierta, en el instante en que una tenue sonrisa, borrada antes de trazarse, se ha querido esbozar en la boca de Lola en diálogo con el brillo de los ojos de Rócenas, que mira complacido a su secretaria, se despide de su contrincante y se regocija por el nuevo triunfo.

Don Luciano está encantado, viendo que todo se está solucionando tan civilizadamente. Y gracias a su determinación, aunque quién piensa en reclamar recompensas. Hay que centrarse en el bien del país. Bastará con que se estrechen los lazos entre ambas comunidades autónomas y que su partido salga fortalecido. Bien considerado, no sabe cómo va a poder librarse de la alcaldía, cuando esto se divulgue.

Don Luis Rollán no se ha molestado en coger el ascensor, ha preferido subir los escalones hasta el cuarto piso y, al encerrarse en su despacho en la sede del PE, abre con avidez el sobre. ¡No entiende nada! Aquello parece el plan secreto de lo que realmente puede negociarse entre su partido y la oposición, al margen del programa oficial. Toma de inmediato el teléfono y al rato pueden oírse las voces desde los despachos contiguos. Se encara indignado con su jefe inmediato, ¡menudo mequetrefe arribista!, que en la calle le ha dado un sobre («¿de qué suma se tratará?»), haciéndole creer que es la respuesta a la demanda que estaba a punto de iniciar contra el fraude de la concesión de licencias que había descubierto. Pero, ¡será hijodeputa!, contiene algo muy distinto.

―¡Te vas a reír de tu puta madre! A la reunión de mañana si quieres vete tú. Yo no pienso meterme en esa mierda. ¡Te veré en los tribunales! ―Así zanja aquella erupción de dignidad. Siempre ha defendido la sana función de la justicia cuando todo se complica, por encima de cualquier otro objetivo, fuera y dentro del partido.

Mientras tanto, abajo en el tercer piso:

―Tiene que perdonarnos don Luciano, hoy estamos muy ocupados. Lo mejor será que concertemos una cita telefónica, muy pronto, para seguir conociéndonos. ―Al sudoroso turista le parece que puesto que lo que tienen que hablar es de gran trascendencia para su común partido, una cita posterior debidamente convenida será lo mejor.

No entiende por qué al despedirse del conserje en el portal, habiéndose detenido y posado la mirada en la placa sobre el mármol, le parece llegar a leer: MDP 5º piso. Sin duda era un error óptico, fruto de la prisa y de la maldita fotofobia que volvía ya a horadarle los lacrimales. «Menos mal, aquí tengo las gafas de sol». Debía poner 3º y no 5º, como le había falsamente parecido leer. Todo había quedado bien claro y patente en la reunión en directo con sus colegas de partido, y era el tercer piso, lo recordaba muy bien.

Don Luis Rócenas al fin pudo liberarse de aquel intermediario pelmazo y se despidió de Lola encomendándole que convocara una reunión formal de toda la ejecutiva para las doce de mediodía. No solía echar el pestillo, pero sería mejor. Guarda el Rives y rellena discretamente el vaso justo un dedito con el Nolet´s reserva, escanciado siempre con gran cuidado. Por el bien del partido. Abre el sobre. ¡Alguien se estaba riendo de él! Caerían cabezas. Había llegado la hora de la justicia. Su dignidad tenía un límite, ni siquiera en nombre del partido podía por más tiempo disimular ciertas equívocas actuaciones.

«¡Qué significaban aquellas fotos del tránsfuga, Luis Rollán, desnudo, con aquellas señoritas... prostitutas, eso es lo que parecían. Alguien quería torpedear los acuerdos largo tiempo fraguados con la oposición, de aquella sucia manera», era la conclusión que estaba empezando a extraer. Pero por qué  le hacían llegar este asunto y quién. Pretendían distraerlo con estas miserias, a él, a Luis Rócenas, no sabían a quien se enfrentaban. Y el párpado volvió a vibrar.

La irritación iba en aumento, debía entrenar su principal virtud, la que lo había aupado a lo más alto de la política, la cólera bien combinada con la ira, con su dosis de chantaje, como perfectamente sabían sus más inmediatos colaboradores.

«Si fallaba el pacto entre caballeros, el cumplimiento riguroso de los acuerdos, las transacciones modélicamente ajustadas, qué iba a ser del orden establecido. Aquellos sobres mensuales eran lo de menos, un mal menor, una consecuencia necesaria, lo importante era la causa, los ideales, de otro modo la sociedad declinaría definitivamente a peor... en manos de revoltosos sin juicio».

De pronto, iluminado por un rayo de luz, creyó verlo todo claro.

«Alguien utiliza el escándalo del tránsfuga para desviar la ruta de los complementos mensuales, pero esto no es más que lo que pretende hacer aparentar. De lo que se trata realmente es del poder. Quieren arrebatármelo, desde mi propio partido. No es la primera conspiración, ya estoy acostumbrado. Las intrigas son en política como el viento en el aire, lo sé, lo malo es que se trate de un verdadero complot, tal como parece, pero para que pueda triunfar solo es posible…».

Entonces, a la luz que le estaba iluminando se añadió un nuevo haz claro y transparente que le hizo ver quién maquinaba en aquel trasfondo. «Lola, cómo has podido traicionarme, tu quoque», musitaba mientras se veía en aquel desagradable papel. Sabía que solo ella, la purista señora  Mácula, la secretaria general, conocía todos los detalles. Un rayo de luz, retozón, penetró entre la persianilla mal cerrada y vino a posarse en el sobre. Don Luis Rócenas, no muy supersticioso, meditativo y vidente corroboró su intuición con la mirada posada en el decepcionante sobre falso. Tan falso como falsa había resultado su mano derecha, Mácula. Su cese sería inmediato, aprovechando que... Además, siempre le había parecido en el fondo una arribista envidiosa, con lascivia de poder, y, quien lo dude, pensaba con más y más claridad, que ojee las revistas del corazón, donde la Mácula despunta como famosilla de la mano de su reciente ligue, el tal Frank Hudson, ese rico americano amante de España, que controla el negocio de las tragaperras allá y acá.

No lejos de allí, en una cafetería con aire acondicionado, Luciano Lérez leía el periódico. Se trataba de la columna de un prestigioso periodista, había oído hablar de él y no sería difícil que tuviera que acabar tratándolo. Aunque leía el artículo porque el tema le interesaba. Le había llamado la atención la coincidencia, el título reflejaba exactamente lo que él había estado pensando los últimos días: «Es una impostura».

Lee: «Impostura, es decir, disimulo, envidia, avaricia y soberbia, en manos de sujetos que no piensan lo que dicen, que no dicen lo que piensan y que no hacen ni lo que dicen ni lo que piensan, siempre con naturalidad aparente saben transformar cualquier incoherencia en una lógica perfecta...». —Así empieza el artículo con cuyo contenido acaba coincidiendo en todo don Luciano Lérez, quien siempre ha estado dotado de una buena clarividencia para las ideas profundas—.

Al pedir la cuenta para irse, ve venir solícito al camarero que ya está dando a entender con sus gestos que espera una buena propina (hay que tener en cuenta que los dos periódicos se los ha facilitado él) y Lérez no puede por menos que sentir una repugnancia natural hacia todos los mediocres, que pronto acompaña de una idea moral edificante, pues, por el curioso parecido que ambos tienen (el camarero y el líder local de su partido), su mente anda sentenciando, mientras deja los diez céntimos acostumbrados en el platillo, que «Lo peor de ciertas personas es que llegan a creerse que son alguien».

Mientras se levanta y recoge sus pertenencias, vuelve a reconfortarse en las opiniones que ha ido aposentando a lo largo de la vida. Según los capítulos que ahora anda leyendo, y lo cree así totalmente, la política es el arte más noble. Y las grandes tesis de teoría política analizadas en su libro guardado en la mesita del hotel le han dado que pensar. Las veleidosas e inconsistentes masas que luchan por sobrevivir en su mundo de contradicciones, egoísmos e intereses, han de ser salvadas. Y cree llegar a lo hondo del problema cuando cierra el argumento de esta manera: detrás de esas multitudes hay hijos, madres, niños y hasta buenas personas. He ahí la nobleza de la política.

En el momento de cruzar la raya entre la sombra y la claridad y de enfrentarse a la luz cegadora de la calle, un fogonazo de clarividencia le ilumina. Cae en la cuenta de que don Luis Rócenas no es el Luis Rodero de su MDP y que por ello todo lo demás ha sido… Una alucinación de desdoblamiento le hace ver que un gusano desde dentro se lo va tragando entero, absorbiéndolo, y, empequeñecido, tan solo su cabeza mantiene las dimensiones y en ella su cara llena de vergüenza lucha por cubrirse con una careta. Tras las alucinaciones que retumban en primer plano, una corriente silenciosa instantánea recorre sus conexiones ocultas más adormecidas. Mapas del deseo tallados a base de incontables golpes de decisión habían moldeado la idea, una idea pasión, de que solo unos pocos entre millones son los significativos, los elegidos que salen de la plebe, de la masa, del pueblo, de la servidumbre, de la canaille… y se vuelven artistas, científicos, conquistadores, filósofos, estadistas, políticos a los que su pueblo honra con una estatua en pedestal, en un lugar que, aunque visitado en exceso por palomas sin escrúpulos, se mantiene erguida como ofrenda de inmortalidad. Es esta idea maestra la que, con la facilidad con que los polos positivo y negativo se intercambian entre sí, se transmuta, abatida, en ruinas, y de pronto percibe de sí mismo una imagen fea y se ve desconocido, sudado, divorciado, derrotado; y confundido, ninguneado, utilizado, avejentado. Un turista entre cientos de miles más. Y siente vergüenza y, como nunca antes en su vida, lúcidamente duda de sí.

Al día siguiente, Luis Rócenas, Luis Rollán y Dolores Mácula leen en el periódico que el cadáver de un concejal del MDP de cuarenta y cinco años, turista en la ciudad, se halló, arrojado desde un puente, en la tarde de ayer. Su exmujer ha recibido la noticia por teléfono y después lo ha visto en el telediario.

El inspector de policía repasa con intriga el libro aparecido en la habitación del turista, Cómo ser un estadista de éxito, y ve que los nombres de Cicerón, Marco Aurelio, Spinoza y Jovellanos están subrayados, junto a algunas frases que se les atribuyen. En los pie de páginas, algunas breves anotaciones de mano del conspicuo concejal. En una libretita aparte reflexiones particulares. Al inspector le recordaba a esas elocuentes frases que se oyen en los discursos. Ideas comodín. Ninguna señal de desesperación ni de depresión. La comparativa de las frases subrayadas del libro con las anotaciones personales le estaba dando a entender al Sherlock Holmes español que el nivel de comprensión lectora era muy elemental. No es difícil concluir que, de las cincuenta páginas leídas por Lérez, aquellos pensadores se esforzaban por analizar la tendencia a la corrupción de todo gobierno, debido al poder del dinero o de las armas o al control de las instituciones. Y que la corrupción ni funciona solo porque esté instalada en el alma del sujeto ni tampoco solo porque provenga del funcionamiento equívoco del sistema, sino por la combinación de ambas partes, según maneras de declinación muy diversas. En paralelo a estos análisis, don Luciano concluía con frases de este tenor: «La corrupción es mala», o «Como en todas las profesiones, en la política hay buenos y malos» o la más lírica de todas: «El mal político surge de alguien que es corrupto, como un río de un manantial». El capítulo del libro aún no leído, donde se hallaba el marcador de páginas, parecía empezar un recorrido histórico después de la introducción general de las primeras cincuenta páginas. Llevaba por título: «Platón: distintas maneras de corromperse el alma». Pero Lérez no había aún indagado aquí, estaba claro, y no había tenido la opción de dejar allí para la posteridad ninguna de aquellas anotaciones sustanciosas. El inspector dio por concluida esta parte de la investigación. No había nota de suicidio ni indicio alguno. Se había hecho una idea, por alto, de la psicología de nuestro personaje. Lo había clasificado como político ambicioso y, fácilmente, pretencioso. Un sujeto rigurosamente anodino, si los rastros que había dejado en su escritura eran fidedignos. No había descubierto ningún talento destacable, como no fuera aquel esfuerzo sistemático por guardar las apariencias, por eso encajaba tan bien en su profesión, tan «teatral», pero ¿era un posible suicida o no? Los indicios apuntaban en otro sentido, salvo...

Recién divorciado, según fuentes bien informadas, en la prensa muchos hablan de suicidio mientras otros barajan un atentado. Algo se menciona de su visita al edificio de las sedes políticas. Unas gafas de sol, caídas en el armazón de cemento del puente, inalcanzables a la mano, dan pie al inspector de policía para especular con que… 

 

 

II

 

 

 

 

 

La acción transcurre en Miami en 2042, el año del apocalipsis.

 

          En el reloj: las doce del mediodía. Por eso, sin duda, muy temprano para él, a Zachary Wilson, que se revolvía perezosamente en su cocina tratando de desayunar entre tanta cacharrería sucia, a la búsqueda de una taza aún algo limpia, le daba galbana ponerse a enjuagar una, sin desperezarse antes. Entretanto, comprobaba negligentemente el higrómetro, 87 %, y el termómetro, 33º Celsius, en ese tedioso 17 de julio de 2042 en el que el aire acondicionado seguía funcionando mal. Tendrían que comunicarlo.

            Pensaba que, quizá, si hacía ruido ―podía dejar caer esa sartén que está sobre el microondas, en su mismo borde―, un leve empujoncito bastaría. El estruendo sería considerable, caería justo sobre esas bandejas metálicas, que ni Judy ni él tenían pensado fregar.  Habían desterrado la prisa. Esclavizarse, el orden, la limpieza... lo habían superado.  ¿No era la vida suficientemente dura?  En cualquier momento llegaría la nueva cleaning lady, la agencia no fallaría. Trataba de esforzarse en decidir si merecía la pena o no hacer ese ruido, pues, si no se aventuraba, desayunaría solo, y se hundiría pronto en un enojoso aburrido momento.  Judy estaba aún totalmente dormida, aunque no era mal tomada con los ruidos. «Mi mujer es verdaderamente mi media naranja, sin ella estaría solo. Mi mujer y yo, yo y mi mujer, qué diferencia había», era una idea que no necesitaba siquiera formular porque le acompañaba siempre, la tenía bien guardada en algún subconsciente.

            Hubiera sido preferible sobar un poco más, pero los mosquitos lo importunaron aprovechando la oscuridad.  De haber estado alerta, experto como era en espachurrarlos a palmadas: ¡pobres!  Envidiaba a Judy, capaz de dormitar hasta las tres de la tarde.  Él pretendía volver para la cama, y poder relajarse de nuevo.

            Decidió no despertarla por ahora.  No se sentía bien los últimos días, le había repetido entre quejumbres.  ¡Pobre gordi!  La humedad, el calor, seguramente. Y tantos picores.  Y eso que residían en Granada Boulevard, una de las mejores zonas de Miami.  En su reciente mudanza, habían llevado consigo involuntariamente toda la colonia asesina de mosquitos, el foco original mutante, la que había acabado con la vida de su pequeña Gwendoline, aunque permanecían en su estólida endémica ignorancia.  Legañas de pereza acumulada les impedían ver que el criadero de su hogar se había expandido y ahora se multiplicaba para diezmar la humanidad.

            En la mesa, entre migas que inoportunamente venían a pegársele en su antebrazo rechoncho y peludo, primero mojaba donuts rellenos de crema nectárea, que tomaba de dos en dos y, atentamente, dejándole el último para Judy, para que luego no protestara, se pasó a las magdalenas rellenas de sweetened chocolate, todavía quedaban algunas.  En caso de necesidad tendría que recurrir a los bizcochos, bastante insípidos.    Los comestibles empezaban a escasear. Llegaría pronto la nueva cleaning lady, si no, ¿cómo iban a ser capaces ellos?  ¡Ni aunque se pusieran de acuerdo!

            Había tomado la determinación de volver a levantarse, maldita la gracia, para seguir con los bizcochos.  Su mujer se despertaba siempre con apetito y ella también prefería los donuts y las magdalenas.  Le montaría una trifulca si tenía que contentarse con bizcochos y galletas, reservados solo para visitas remilgadas.  Es verdad, nadie los visitaba ya desde hace años. Ni siquiera los tíos de Judy, Frank Hudson y Robert Hudson, que tanto la mimaron de niña y que ahora residían en España retirados ya de todos sus negocios. El sonido de la cisterna anunciaba que muy pronto entraría su media naranja para hacerle compañía. Seguro que los mosquitos la habían despertado también a ella.

            En el momento en que crujía la puerta con un «Cariño, he tenido una pesadilla espantosa; había un insecto terrorífico que quería comerme», Zachary observaba con atención de entomólogo la hembra que delante de sus mismas narices, con el abdomen lleno de sangre ―seguramente suya, tenía varias picaduras en el brazo― y sus dos alas reposadas en lo alto con finísimas venas y puntos blancos, inspeccionaba, vete tú a saber qué, en la lisa superficie de la mesa llena de manchas pegajosas, concentrada toda su actividad en la probóscide situada entre sus dos ojos y su boca.

—A ti también te han picado —dijo Judy Hudson a su marido, mientras posaba su taza reutilizada, y añadió—: Este año hay más que nunca, ¿no te has fijado?

Zachary Wilson le estaba limpiando el reguero de leche condensada derramado con un periódico con este titular: «El mosquito homicida...», que ninguno de los dos había leído, y él, menos curioso que ella aunque más complaciente, no había reparado en esa diferencia de cantidad de la que ahora quizá sí ya admitiría. Y defendiendo con honor sus dotes de observador, respondió:

—Mira ahí ese, lleva un buen rato sin moverse, meditando, ¡no, no lo espachurres!  A ver qué hace ahora. ¿Crees que será sangre mía?

A ella también le pareció un hermoso, esbelto y repugnante ejemplar, pero estaba buscando algo sólido y por eso respondió:

—Apenas quedan ya donuts, ni magdalenas, ¿te lo has comido tú todo?  La sangre es de los dos, tonto, ¿qué crees que es esto? Mira. —Mostró mientras se rascaba una herida en el cuello.  Cerca, los lamparones de su camisón la hacían parecer astrosa.  Por eso, Zachary, le preguntó, abandonando su taza con una nueva capa de reluciente suciedad, a escasa distancia del impávido mosquito:

—¿Por qué no habrá llegado todavía la nueva?  Es raro.

            —Sí, es raro, solo nos había pasado con... con lo de la niña ―gimoteó―.  Es una lata pero tendremos que volver a llamar; lo haremos después, estoy algo agotada.

Y posó sus ciento veinte femeninos kilos replegando los ciento sesenta y cuatro centímetros de altura, dispuesta para atemperar su apetito.  Él, pensaba Zachary, tenía más suerte que Judy, pues no engordaba con facilidad, eso creía.  Los ciento setenta y siete de estatura solo sumaban ciento cuarenta y ocho kilos, bastante menos, en proporción, según sus cálculos, olvidando que nunca había sido muy bueno en matemáticas.  Los mosquitos, expertos estrategas, en decenas de rincones ignotos, procesaban en su organismo sus últimos saqueos nocturnos.

            Pasaron el resto del día en la cama, uno al lado del otro, con sus cascos individuales y su propia pantalla.  Las series que seguían eran a menudo distintas.  Algunas veces, sí coincidían, y, entonces, se avenían a una sola pantalla.  Era un ahorro de energía.  Como la programación estándar cansaba con su alarmismo o su insulsez, las series de pago servían de consuelo, pero cuántas veces, visto ya todo, debían esperar a las nuevas temporadas. Esa misma tarde, Judy, antes de proyectar la película seleccionada, demostrando que cuando se lo proponía podía realizar proezas, llegó a levantarse por segunda vez, la primera había sido para orinar, pero la siguiente, y lo hizo sin apenas alardes,  para buscar la pomada contra las picaduras.  Tenían puntitos rojos por todas partes del cuerpo, les habían ido brotando al ritmo de sus sobresaltos televisivos.  Él, solidario, se había encargado de la bandeja con viandas seleccionadas a saco del frigorífico y la despensa.

            Los mosquitos, inmóviles, escondidos y etéreos, se aprestaban para una nueva jornada, al caer la oscuridad.  La población de Granada Boulevard, nº 3245, 3º, se había multiplicado, e iría en aumento tras la eclosión de las nuevas pupas.  Ascendía ahora a varios cientos de individuos adultos.  El paso de los millares a las decenas de millar en esta especie anunciaba el punto crítico mortal para el humano.  Tenían sus criaderos germen en diversos lugares con aguas estancadas y humedades de la terraza, donde huevos y larvas crecían alimentados con exquisitez, por la densidad de protozoos, hongos y bacterias de primera calidad.  Los néctares y azúcares hipersintéticos de que disfrutaban en la cocina, y en el basural de la habitación de su pequeña, los convertía en mosquitos de élite, aristócratas de alcurnia: eran los héroes mutantes originarios de su especie. La habitación de Gwendoline, reconstruida como quedó el último día, rebosaba de bolsas de comida utilizadas por la pareja, pues todos los diez de cada mes los papás lo conmemoraban así, como homenaje póstumo.

            Al día siguiente, por la tarde, ya no pudieron aguantar más y llamaron a la agencia.  Las dos últimas chicas enviadas habían fallecido, a causa de la epidemia, dijo una voz musical y anónima.  La tercera estaría en camino. «¿Qué epidemia?», se habían preguntado ambos.  Improvisadamente, rompieron sus hábitos teleadictos y zapearon los informativos.  Recordaban haber huido, las últimas semanas, de aquel bullicio agitado de alarmantes noticiarios.  Una epidemia, repetían por todas partes, pero se cebaba en barrios pobres.  Menos mal que se habían mudado recientemente a Coral Gables, muy lejos de las zonas peligrosas.  Para eso les había servido la indemnización con la que el Estado de Florida los compensaba por la muerte de su inocente Gwendoline.  La habían perdido hace once meses, solo tenía siete añitos, por una extraña enfermedad que cubría la piel de una erupción rojo bermellón, mientras su cándido cuerpecito se extinguía bajo accesos febriles cada vez más letales.  Los abogados llegaron a demostrar, con la ayuda de un solidario y hábil testigo, que la infección procedía del Primary school de la pequeña.  Ya ha pasado un año, el tiempo preciso para que prolifere esta nueva especie. Ahora, ambos jubilados prematuramente con sendas prestaciones por ser víctimas de terrorismo, con cincuenta y dos veranos él y cincuenta y uno ella, bastante tenían con el mero recuerdo de aquel horrible atentado sucedido hace cuatro años en el instituto de secundaria, al lado de la escuela de Gwendoline. Es verdad, no habían corrido verdadero peligro, ni siquiera estaban dentro, pero eso nadie lo sabía; lo importante es lo que consta en los papeles, y lo fundamental es que ya nunca podrán olvidar lo que oyeron que les sucedió a aquellos pobres… El seguro se hace cargo también de las secuelas psicológicas. La certificación del psiquiatra, en su caso, es fácil de obtener. A este tipo de profesional lo tienen bien calado. ¡Lo importante que es saber exteriorizar bien el sufrimiento interior! Siempre hay algún lugar donde ahí dentro se sufre. ¡Y pensar que hay gente que no ha aprendido a quejarse! Ahora ya no necesitan trabajar, con la vida sencilla, ordenada, contenida y frugal que profesan. Pero sigue siendo una vida dura.

            El tercer día, el cuerpo de ambos estaba infestado de picaduras y alergias.  La pomada se acababa y la nueva chica no llegaba.  Podían esperar hasta mañana, aún había margen.

            El cuarto día decidieron sacrificar algunos de sus programas por las cadenas de informativos.  La pandemia ―nadie decía ya «epidemia»―, se había propagado por todo el mundo.  Había diversas versiones científicas, pero todos los expertos de la OMS coincidían en algo: «El origen vírico letal había surgido en Florida hacía cuatro semanas, tras un periodo de incubación de un año desde su primera aparición menos virulenta.  La primera semana se había extendido al resto de estados norteamericanos, Canadá y México y, la segunda semana, a todo el continente y a Europa; en las dos siguientes había llegado hasta los últimos rincones del Planeta, menos a la Antártida», explicaba el catedrático de la George Mason University.  «La morbilidad había seguido una pauta geométrica: la gráfica de afectados iba desde el 5 % hasta el 50 % de la cuarta semana; a este ritmo...», completaba el doctor de la Yale University, pero Judy, sufriente por tanta desdicha incontrolada, no soportó más. 

—¿Por qué lo has cambiado? —rezongó entre picores Zachary—. ¡Quizá digan qué remedios van a darnos! 

Tras una absurda discusión sobre la verdadera gravedad aparente de la pandemia, acabaron exhaustos. Los somníferos actuaron y dejaron de sufrir picores y quedaron expuestos a los nuevos ataques de aquella población de la especie Kimetanateforia, un largo nombre para estos nuevos seres, desconocidos hasta el momento, que multiplicaba por cien la agresividad de los inofensivos Anopheles, Mansonia, Psorophora, Ochlerotatus y demás progenie de mosquitos.

            El quinto día, las partes lesionadas de ambos enfermos superaban con mucho a las que todavía permanecían frescas.  Las rojeces, intensificadas, las postillas, enquistadas. La sangre iba envenenándose y la fiebre subía imparable.  El día transcurrió entre somníferos, desazones y reproches, mientras en los informativos continuaba la catarata de alarmas, que se sentían incapaces de seguir, exhaustos como estaban en su esfuerzo por dormir.  «El nuevo virus, Tanateforia ("mortífero" etimológicamente), originado en la mutante Kimetanateforia, nueva especie transportadora de esa bomba viral que ha contagiado al resto de insectos, a múltiples roedores y, según últimos datos, a animales domésticos»...  Y, la Secretaria del United States Department of Health and Human Services, en su comunicado oficial, añadía, a medio camino entre la impotencia denotada y la abnegada labor voluntarista de la administración: «Las autoridades están estudiando medidas para restringir la fabricación de algunos alimentos».  En otro lugar, un miembro de Green Planet se explayaba con encendida contundencia: «Entre los desencadenantes necesarios hay que denunciar la concentración de azúcares ametabólicos superior al 95 %, abundantes en ciertos alimentos, especialmente en las hipersintéticas cremas de relleno de bollería industrial, a las que los más pequeños son adictos».  Después seguía informando sobre correctos hábitos alimentarios y sobre el papel de las grasas saturadas asociadas a polisacáridos ametabólicos que el organismo humano acumulaba con gran facilidad.

            El sexto día, el cuerpo de los dos yacentes esposos se había matizado de bermellón. Ambos febriles e irritados. Sus secreciones, sebáceas y metabólicas, impregnaban las sábanas.  El olor de la casa, nauseoso.  La música, entre el zumbido agudo y el bordoneo ronco, se expandía como una marcha militar de tambores y trompetas, ejecutada por hexápodos que combatían por su supervivencia, atraídos por la fetidez del lugar.  Los escozores mordían con cruel intensidad en los ojos, el cuello y las ingles.

            El séptimo día, una patrulla de bomberos fumigadores forzaba la puerta de los Wilson.  El avispero de mosquitos era visible desde la calle.  Encontraron dos cuerpos que yacían en el tálamo, dando cobijo en sus pústulas a enjambres de artrópodos, con nubes de Kimetanateforias sobre ellos, zangoloteando ávidos de un lado para otro sin tregua.

 

Como un asceta ilapso, un mosquito se hallaba posado sobre la página de la revista abandonada abajo en la calle. No se movía, poseído por un arrobamiento extático. De pronto, saliendo de su profunda reflexión, empezó a mover sus patitas a lo largo de la línea recta, como si la estuviera leyendo, decía: «Los biólogos defienden ya abiertamente que la especie humana puede no sobreponerse al golpe mortal que ha recibido. Me pregunto qué especie podrá leer esto dentro de millones de años. Pero por qué creo que llegarán a leer. Sin duda porque pienso en una especie inteligente y con razón. Y entonces, ¿compondrán de nuevo un diccionario?, ¿consultarán, tal vez, cuál es la etimología más antigua, la de la pereza, la de la gula o la de la desidia? ¿O será quizá el oportunismo el elemento primordial?». Después de hacer que leía justo esto, el mosquito fascinado levantó el vuelo y fue a posarse en un montón de cadáveres que allí yacían en descomposición desde hacía algunos meses. Estaba poniendo sus huevos.


 

III

 

 Me

 

La acción transcurre en Madrid en 1994.

Secundariamente se rememoran experiencias de 1984.

Se proyecta hasta el año del apocalipsis, 2042.

 

 

A Julio le costaba pasar al segundo párrafo de aquel artículo divulgativo, sobre «Genotipos y fenotipos». Sin embargo, en su juventud universitaria, le apasionaban esos temas científicos, especialmente de genética. Se resistía a reconocer un posible deterioro de su capacidad lectora, porque era evidente que él continuaba siendo el de siempre. Las circunstancias en rededor mutaban, ellas sí. Casi todos sus amigos se habían ido transformando en otros: doblegados ―por su mujer―, sin independencia ―por los hijos― y sin tiempo para continuar divirtiéndose juntos.

            Así que, abandonado a su sino, había adquirido una serie de rutinas liberadoras, para que la vida no se volviera demasiado insulsa, porque con cuarenta y dos abriles sigue siendo joven. No percibe diferencia con sus años de estudiante. Evasiones necesarias e inocentes en compensación del yugo por su absorbente trabajo. De siete a nueve hacía siempre la misma ruta por el barrio de Cuatro Caminos. Después, una retirada responsable para poder dar las buenas noches a sus dos cachorrillas.

            Anamary, su esposa ―Julio había tenido mucha suerte―, era una mujer abnegada, de esas que se sienten colmadas educando a sus hijas. Si no se retrasaba más allá de las nueve y media y sobre todo si volvía sobrio, sin barquinazos disimulados, al entrar le decía siempre en su tono más complaciente:

—Las niñas ya han cenado. ―Y ella también con sus hijas, aunque esto no se molestaba en anunciarlo―. Enseguida te pongo la mesa.

Julio iba hasta el cuarto de Sonia y Gabriela, para darles el beso de buenas noches, mientras ellas apuraban sus deberes. La pequeña, Gaby, mucho más descarada, lo regañaba siempre de algún modo:

—¿A qué hueles, papá?» —le estaba diciendo hoy.

Mientras tanto, su hermana mayor la reprendía con la mirada, al tiempo que irradiaba en silencio lo que pensaba: «Ya sabemos todos a qué huele, a tabaco y alcohol. Y hoy a porro. Deja ya de molestar a papá. Los mayores pueden hacer lo que quieran. Y él nos quiere, ¿no lo ves?».

            «Mis hijas, ellas sí, quizá llegarían a ser grandes investigadoras. Tienen excelentes dotes de observación. Qué perspicaces son. Lo captan todo, tan inocentes aún. Nunca me ha agradado ese tipo, el jipi, que, cuando me ve, siempre se me pega. Pero él siempre, carajeando contra las normas, va a su rollo. Y hoy no pude evitarlo. Con él, el porro es obligado y eso a Gaby no se le ha escapado», meditaba, en el instante que Anamary le ponía delante el humeante plato de puré de verduras.

—Tienes albóndigas y después, ¡adivina!, ¡arroz con leche!, lo ha traído tu madre, ha venido esta tarde para ver a las niñas... ¡y sabe cuánto te gusta! —salmodiaba a unos metros, desde la cocina, con musical amabilidad su esposa.

            Con toda la mesa puesta, el arroz con leche incluido, Julio se afanaba localizando una buena película que lo distrajera, empezaban varias sobre las diez y algo. Mientras subía el volumen lo más posible, sin llegar a molestar a las pequeñas, Anamary intentaba iniciar una cautelosa conversación, aunque fuese interrumpida no le importaba, podía retomarse en los anuncios.

―Tu madre ha estado aquí... ya te lo dije. ―Anamary sentía la obligación de ponerle al corriente.

―Sí, claro, le gusta ver a las niñas, ya lo sé... ―le respondió algo molesto, pues empezaba el diálogo de inicio de aquella película y después no se iba a enterar. Y no pudo dejar de pensar: «Hace lo mismo con sus otros nietos, los de Lucía y Estela... la abuela en su ronda semanal»―. ¡Aquí viene cada tres semanas!, ¿ya lo has visto, no?, ―remató displicente subiendo un poco más el volumen de la TV.

―Sí, pero hoy no se contuvo, se echó a llorar. ¡Antes de que vinieran Sonia y Gaby, no te preocupes...! La pobre ha sufrido mucho.... ―«Con lo de tu padre», pero esto último no se atrevió a decirlo, lo pensó. Toda la familia estaba al tanto de lo que en 1984 la abuela Verónica había tenido que sufrir, en la agonía de meses de hospital de su marido.

 

            Balbino, el padre de Julio, había fallecido hacía diez años, alcohólico y cancerado por la nicotina. Sus últimos meses, en cuidados intensivos, sobrevivía gracias a la respiración artificial. Durante el desarrollo terminal de aquel cáncer de pulmón, Verónica no se movió de los pies de su cama. Se ausentaba unas dos horas, aprovechando que la echaban en el momento de las consultas. Tenía tiempo para ducharse, prepararse algo para ella y cumplir con las voluntades del enfermo. Llevaba siempre en su bolso un paquete de Camel sin boquilla: accedió, después de gritonearse a fondo con Balbino. La doctora había sido terminante, al principio de la enfermedad, cuando empezó el tratamiento, tres años atrás: «¡El tabaco era el enemigo!, ¡absolutamente desterrado!». Verónica pasaba verdadera vergüenza solo por llevar la cajetilla encima. Pero había tenido que transigir, en secreto. En el hospital era imposible fumar, y, con las gomas incrustadas en las narices y en el brazo, aunque Balbino se lo propusiera, no habría forma. Saltarían todas las alarmas. Además, el tabaco huele; en los hospitales, más.

            Todos los días el mismo ritual. Verónica entraba sigilosamente en la habitación por si él, quizá, estuviera dormido. Enseguida tenía que sacar la cajetilla y enseñársela y llevársela a las narices. Él olía y se tranquilizaba solo un poco, fantaseando con la remota posibilidad de volver a fumar algún día, eso era lo que más deseaba. «¡Cómo podía engañarse hasta ese punto!», le miraba, compasiva, ella. Respiraba con dificultad. Sin el oxígeno que le administraban, el trocito de pulmón que aún le funcionaba no daría abasto. Lo normal sería, pensaba con su ingenuidad de buena persona, que odiara y aborreciese al causante de sus males. Que se volviese intransigente y que fuera intolerante con cualquier tipo de humo. Que valorara el aire limpio como el mejor regalo del mundo.

            Verónica no ignoraba que la gente exagera y fabula con facilidad, por eso, si se lo hubiesen contado, ella no lo hubiera creído. Pero ahora lo estaba viviendo en persona y sabía lo difícil que sería que alguien pudiera creerla li-te-ral-men-te. Nunca lo había confesado a nadie, durante años; no era dada a quejumbres, pero además, debía proteger a Julio, a Estela y a Lucía, sus hijitos. Ellos, aunque ya mayores, tenían que seguir proyectando la mejor imagen de su padre, pues también se vive de imágenes. Era un buen hombre (incluso un «gran hombre»: sin su vicio).

            Transcurridos varios años, Verónica, aunque no sentía el impulso de empezar a contar estas pesadumbres, las revivía ahora. Los pliegues ocultos volvían a abrirse, y eso era lo que esa tarde había sucedido al hablar con Anamary, su nuera. Y se había echado a llorar, rememorando todas las intensas experiencias aquilatadas en su interior. Sin embargo, contra toda apariencia, Verónica no lloró por Balbino, ella sentía ―y su nuera lo vio, como cuando el sol surge entre nubes― que eran las primeras lágrimas públicas por su hijo.

            Los síntomas eran diáfanos, padre e hijo se parecían ya demasiado. Verónica, sufriente tolerante durante toda su vida de casada, salvo quizá los cinco primeros años, reconocía de una ojeada al bebedor  habitual y al fumador compulsivo. El mal humor y la ira, hasta llegar a la conducta despiadada, eran resortes que aparecían siempre cuando surgía algún obstáculo que pusiese entre paréntesis el beber o que imposibilitara el cigarrillo del cuarto de hora. La vida de todos tenía que organizarse en torno a estos dos hábitos.

 

            Julio fumaba ya más de tres cajetillas, quizá llegaría a vivir lo suficiente para igualar a su padre, que presumía de sus cinco paquetes de Camel. A punto de dormirse, encendía un último que no fumaba; entonces, Anamary se levantaba ―era su postrer ritual del día― y lo retiraba con cuidado y lo apagaba en la cocina con agua, antes de arrojar los cuatro o cinco que consumía en la cama mientras ojeaba sus revistas de razas de perros o de coches.

            Julio había empezado también a beber: a beber mucho. No de vez en cuando, sino todos los días. Era ya una rutina necesaria. Y ambos hábitos hacían un cóctel perfecto. Pero tanto Verónica como Anamary desconocían el detalle de la compacta filosofía vital que Julio había ido atesorando: «¿Existía una terapia superior a estar relajado bebiendo y fumando apaciblemente, sin que nada te molestara?», meditaba los días que hacía su ruta más o menos solo. Y cuando se rodeaba de unos pocos conniventes alegres amigos, esos días era inevitable llegar algo más tarde porque «¿Había un placer superior a que te empujaran a hacer lo que ya deseas, rodeado de amigos que también beben y fuman a tu ritmo, sin coartarte y, al contrario, que te hicieran sentir bien, compartiendo una misma euforia?». Pero su filosofía contenía además una ética propia: «Los no fumadores y no bebedores tienden a ser personas intolerantes y amargadas. Y pretenden imponer su impotencia y abstinencia a los demás; dicen que prefieren la estoica vida ―gris, aunque no lo reconozcan― pero a la vez condenan otras inclinaciones, como la de mi apacible cotidiana supervivencia, que aspira justamente a su porción de desahogo. Gentes lánguidas que caen con facilidad en la envidia, en los celos del impotente, y en la hipocresía de quien presume que su parte de la verdad es «la» verdad. ¡La salud, la salud!, ese es su lema. Como si la azarosa muerte no fuera la gran verdad universal. Y utilizan los criterios del médico, y la moral de la ciencia, para imponer al resto sus gustos... ¿Y, entonces, por qué hay médicos fumadores?», atestiguando, de este modo Julio, con este dato empírico, que se trataba solo de una presunta verdad científica y que la regla de la salud quedaba refutada de esta manera. «¿Qué salud, como si hubiera un solo modo de concebirla?», extrayendo así hasta las últimas consecuencias del razonamiento. Pero su magín, alimentado, proseguía hilvanando razones sin cansancio: «Los que buscan tu bien y pretenden imponértelo, esos sí son los impostores», e iba inhalando consecuencias de este tenor, realzadas sus evidencias a medida que la densidad de tabaco y alcohol en sangre alcanzaba un óptimo que él conocía bien, y que procuraba mantener, cuanto podía, acrecentándolo, esa era la regla, porque no solo le proveía de evidencias sino a la par del necesario contento que extraía de su «atreverse a saber vivir». Y remataba: «¡Cuánto peor era esa tendencia de darse a la gula tripera!, ¡la calle estaba llena de gordos por todas partes! Él, al menos, mantenía el tipo, pues ya hacía tiempo que había abandonado los apetitos tragaderos».

 

            Anamary no osaba desvelar a Julio que Verónica, su madre, había llorado en realidad por él, por su hijo, estando ya enterradas las lágrimas por Balbino. La joven devota esposa no pretendía iniciar una especie de terapia contra hábitos adictivos. No se atrevía a tanto ni se sentía con tantas fuerzas. Pero no se resignaba a que los días pasaran, uno tras otro, sin que hubiera algo que decirse. El cansancio y las preocupaciones invitaban a desconectar, al mutismo, al nirvana del silencio y del sueño, pero ella, que todavía seguía queriendo a su marido, aspiraba a mantener una mínima comunicación. Ya tenían afianzadas la unión conyugal ―construida a base de coitos perezosos, esa era la costumbre― y las responsabilidades paternas («Las niñas eran lo más importante para los dos, eso sí. Por lo menos, lo fundamental estaba a salvo, pero ¿por cuánto tiempo?», empezaba a tener dudas). Por eso, en un descanso, volvió a retomar la conversación:

―Tu madre es una santa. Lo sabes mejor que yo. Y me alegro..., me alegro mucho, de que se haya sincerado conmigo. No pudo contenerse, rompió a llorar, aunque muy pronto volvió a su compostura. Ya la conoces.

Julio se sintió obligado a decir algo:

―Mi madre siempre ha sido muy fuerte, es verdad. Gracias a ella... Quizá esté entrando ahora en otra fase de su vida. He visto que ha empezado a engordar —Julio olvidaba el reciente tratamiento de corticoides impuesto por el médico a su madre— y tal vez le toque pasar por esta especie de crisis.

            Pero Anamary intuía que una persona que ha sobrevivido asimilando tanto sufrimiento no necesitaba pasar por «crisis», por ese tipo de crisis. Simplemente descubría la vida en su crudeza, sin autocompadecerse, y, por ello, no tuvo más remedio que contradecir a su marido:

―No se trata de ninguna crisis. Fue más bien que, cuando ya no tuvo palabras, vinieron las lágrimas.

            Pasó un silencio extraño entre los dos y ella, viendo que él parecía bien dispuesto, a pesar de que dentro de un minuto recomenzaría la película, se atrevió a proseguir:

―Me contó algo que nunca antes había contado a nadie, según me dijo, y, llegado un punto, no pudo contenerse.

            A Julio le iba ascendiendo una mala sensación mientras subía de nuevo el volumen. El anuncio que preludiaba la película ya estaba ahí.  «Luego te lo cuento», fue todo lo que añadió Anamary. Él no disfrutó ya en lo sucesivo de la película. No sabía cómo se las arreglaba su mujer para tener siempre alguna pena que contar. Y para fastidiarlo mientras tanto. Pero esta vez la intriga se había adueñado de él, se trataba de un secreto que su madre había guardado.

            Hacia las once cuarenta llegó el descanso más largo. Tendrían tiempo para hablar.

―¿Qué te ha contado mi madre, con tanto misterio? ―preguntó Julio, al advertir la timidez de Anamary.

―Bueno, tu madre empezó el tema sin planteárselo. Fue a propósito de la muerte del vecino, también cáncer de pulmón. Yo le comenté lo que Teresa me había contado: todo lo que había sufrido con Lorenzo, el del 4º. Ella escuchaba y asentía y, en un momento, como para confirmar mi historia, comenzó a evocar su propia experiencia, primero a borbotones, sin querer entrar en ella, pero, luego, no sé cómo, empezó a narrar con detalle sus recuerdos durante los meses definitivos de hospital. Estuvo hablando bastante serena, eran acontecimientos ya archivados, pero el relato contenía una escena clave, que era visible que le había hecho mella, de esas que vuelven una y otra vez en las pesadillas.

―¡Hacéis buenas migas mi madre y tú! ―recalcó Julio visiblemente intrigado.

―Fue una mañana, en el hospital. Tu madre entró, como de costumbre, en la habitación ―que por su gravedad había pasado a ser individual―. Tu padre estaba bastante incorporado en la cama, se había arrancado las gomas de las narices y se había puesto a fumar un Camel. Se ahogaba entre estertores de toses y los ojos se le rebalsaban de las órbitas, pero, buscando la medicina en el humo, cuanto más expectoraba tanto más se obcecaba en inhalar la calada. No pudo contenerlo por sí misma, ni apagar el cigarrillo ni que le devolviera la cajetilla; tampoco supo evitar que prorrumpiera en blasfemias, amenazas e improperios, con las que reclamaba su derecho a morir como le diera la gana. «¡Puta, que me has quitado también lo poco que bebía!», acabó rematando, cuando entraban ya auxiliares y enfermeras.

―¿Por qué nunca llegó a contárnoslo? o, al menos, a mi hermana Lucía, tan juiciosa, —piensa también, pero ya sin llegar a decirlo en alto, que, incluso, podía habérselo dicho a su hermana Estela, por más que siempre andaba de viaje desde que se casó con el americano, Robert Hudson, y metida de refilón en el mundillo hollywoodense, con ese cuñado famoso, magnate de las tragaperras, el tal Frank Hudson—. Ella luego me lo hubiera contado a mí. ¡No comprendo por qué se lo calló! ―argumenta Julio y añade―: Pero has dicho que había llorado, no entiendo, ¿por qué lo hizo? Porque eso no fue lo más grave que tuvo que sufrir, hubo cosas peores.

―Tu madre no lloró por las toses, sabía que a tu padre le quedaba muy poco ya, ni por el vergonzoso espectáculo, ni por los insultos, ni siquiera porque se sintiese ella culpable, ¡colaboradora!, la cajetilla era cosa suya. Creo que lloró porque fue consciente de que tu padre no la quería. Contó cómo le había hecho prometer que nunca se le ocurriría encender allí un cigarrillo, y que se lo prometiera por ella. Él, efectivamente, le había asegurado, que «aunque solo fuera por ella, así lo haría, y que todo tenía un límite. Que él no era de ese tipo de personas. Que se conformaba con ver el paquete y poder olerlo. Que no se preocupara». Y Verónica, entonces, le creyó.

            Julio seguía sin entender muy bien por qué su madre tuvo que llorar. Comprendía de sobra todo su sufrimiento, pero después de tanto tiempo...

            Frente a él, a la espera de que la película recomenzara, Anamary se sentía un poco culpable por haber cambiado levemente la versión del final. Porque Verónica había roto a llorar después de haber narrado toda aquella historia, cuando ella le había preguntado cuántas cajetillas al día había llegado a fumar Balbino. «Cinco», le había dicho, y había añadido: «¿Cuántas fuma ya mi niño?, ¿dos? , ¿tres? Sé que ha empezado a beber como bebía su padre. ¡Anamary...!», y quiso decir: «¡Tenemos que hacer algo!», pero no pudo. Y fue justo aquí cuando no se contuvo y comenzó a sollozar. Nada de todo esto se atrevió a contárselo Anamary a Julio.

―¿Y qué más te comentó mi madre? ―preguntó Julio, para ir dando término a aquella revelación.

―Bueno... Me preguntó que «cuántas cajetillas fumabas tú». Le dije que...

―Un sordo golpe se oyó entonces. El cristal de la mesa de centro se rompió en varios trozos, Julio sangraba en algún lugar de su brazo. Indignado, se dirigió hacia la calle. «¡Joder, era lo que faltaba, el control sobre lo que uno fuma o bebe! ¡Esto no hay quien lo soporte!, ¡Puta!, ¡eso se lo metiste tú en la cabeza a mi madre!» y entre voces sonó un estruendoso portazo. Anamary corrió inquieta hacia la salida, como para volver a cerrar la puerta sin ruido, preocupada de que se hubieran despertado las niñas y empezando a sentirse culpable por su imprudencia al tocar aquel tema tan sensible de querer «controlar» a su marido.

            Aquella noche Julio volvió de madrugada totalmente borracho. Anamary, no había pegado ojo. Horas antes, había intentado leer todo lo que pudo para aliviar la angustia. En la revista que tenía abierta su marido para leer en la cama con el penúltimo cigarrillo, Anamary pudo ver subrayado esto: «El idiotipo de cada individuo expresa los caracteres específicos personales heredados. Pero en la personalidad influye también lo que se asimila por imitación cultural, los llamados memes, que cada biografía incorpora de manera tanto singular como masificada. Aquí cabe una frontera desplazable voluntaria, hasta cierto punto. En suma, por una parte, actúan elementos que se reiteran mecánica y biológicamente y, por otra, los que dependen de complejas estructuras de valores asentadas en las conductas inconscientes e intencionales...». A Anamary le pareció entender algo y, coincidiendo quizá con lo leído, no se echó a llorar, sino que le creció un coraje natural y sintió como un comienzo de transformación.

            Su mente había estado trabajando sola durante la noche, y había explorado todas las hipótesis. «Lo mejor sería separarse. Pero entonces las niñas no podrían seguir… Eso no». Se preguntó de innumerables maneras si había alguna forma de atajar todo aquello sin que las niñas salieran perjudicadas. Todas las salidas quedaban cegadas: por falta de medios, por falta de espacio (ni siquiera era posible dormir en camas separadas), por falta de dinero para afrontar cualquier cambio. Tenía que conseguir salvaguardar a toda costa a sus dos hijas y ponerse a salvo a sí misma. «Él ya no me quiere, solo se quiere a sí mismo, porque las niñas son para él parte suya pero no piensa realmente en su bien», estuvo concluyendo una y otra vez su cabeza mientras exploraba las soluciones. Solo la tranquilizaba el hecho de que fuera sábado. Eso le daba margen para encarrilar lo más urgente.

            Esperó a que dieran las once de la mañana para llamar por teléfono, no quería importunar intempestivamente a su amiga de toda la vida. Hablaron durante media hora, llevaban mucho tiempo sin verse y se lo contaron todo, todo lo importante. A ella no necesitaba ocultarle lo esencial. «Que sí, que precisamente necesitaban una modista en el taller, que podía empezar el lunes, si quería».

            Julio se negaría en redondo, se pondría violento incluso. Ya lo había hecho en otras ocasiones. «Las dos niñas y la casa, ese es tu trabajo. ¿O es que vas a ganar mucho más de lo que vamos a tener que pagar a la empleada que contratemos para sustituirte?», ese era el argumento rotundo que esgrimía con toda razón. Sin embargo, ya no era cuestión de dinero, de utilidad ni de todo lo demás. Anamary necesitaba aire. De todo su devaneo mental, algo le había quedado claro: que se estaba asfixiando.

            Tomó la decisión definitiva, y ya podía Julio sacar toda su artillería más violenta, después de la conversación que tuvo con sus hijas:

—Sonia, Gaby, a partir del lunes tendréis que ayudarme. Ya sabéis que antes de nacer vosotras yo trabajaba. Voy a volver a coser en el taller. Vosotras ya sois mayores. Ahorraremos un poquito más y podremos ir de vacaciones. Paqui se encargará de recogeros y de la casa, mientras yo llego.

—¿Y papá, qué dice? — preguntó Sonia desde sus diez años responsables.

—Eso, papá, ¿qué? —replicó Gaby, que con tres años menos aprendía rápido de su hermana.

—Por eso tenéis que ayudarme. Papá no querrá, pero lo hace por vosotras. Se cree que todavía sois pequeñas. ¿Os importará que Paqui cuide de vosotras?

—¿A dónde iremos de vacaciones, mamá? —fue la respuesta de Gaby. Sonia reprendió con la mirada a su hermana mientras decía:

—No te preocupes, mamá. Ya somos mayores, sí. Se lo diremos a papá.

 

 

Anamary logró poner a salvo a las niñas. Y aprendió a respirar aire limpio lo mejor que pudo. Consiguió ser bastante independiente pero cuidó también de que el padre de sus hijas viviera hasta los sesenta y uno, aunque los últimos meses de 2013 con continuas visitas a neumología hasta la respiración asistida y el cóctel final. La abuela Anamary, pues Sonia y Gabriela le habían dado la alegría de dos nietas y un nieto, aún tendría que sufrir más de lo que un ser humano está preparado para asimilar. Vería morir antes que ella a sus dos hijas con cincuenta y ocho y cincuenta y cinco años y a sus tres nietos haciendo el bachillerato. Ella fallecería dos semanas después con las mismas heridas rojo bermellón en la piel, y ya no deseaba vivir, de nada servía que a sus ochenta y tres aún se sintiera fuerte y útil. Era el año 2042.

 

 

IV

 Conmigo

 

  

 

La acción transcurre en España, primero en 1992 y 1993.

Después, se retoma en 2003 y se proyecta sobre

décadas posteriores hasta el año del apocalipsis, 2042.

 

 

I

            Hoy es 29 de junio de 1992, contaba con dos días para rematar el informe. Eso creía a primera hora de la mañana, en el flujo y reflujo de los que se atareaban para no llegar tarde al trabajo. Sin embargo, no era lo que aparentaba. Eugenio se halla de vuelta en su hogar antes de las diez de la mañana de este cálido lunes. Ha ido a trabajar a las ocho, como de costumbre, pero ha regresado. El edificio de Hacienda estaba cerrado. También los economistas tienen su patrono. No había reparado en el santoral, centrado en otras ideas; su mujer tampoco.

            Deseaba con todas sus ganas dar carpetazo al último expediente del mes, para quitarse ese peso de encima. Esperaba que no le cayera otro similar en mucho tiempo, con suerte. Tendría que intentarlo mañana, qué se le va a hacer. En la sección donde ha obtenido una plaza de funcionario, todos lo catalogan como hombre trabajador, probo, impoluto y perfeccionista. La irritación es una emoción que prácticamente desconoce. Responsable, como pocos. Tiene fama de despistado. Si las bromas sobre su distracción acaban siendo demasiado pesadas, él suele defenderse reconociendo que solo es cierto cuando algún asunto concreto le absorbe.

            Vive en un chalecito a las afueras. Ha entrado por la puerta del garaje. Todavía no se ha percatado de que en el buzón hay una carta a su nombre. En ella le envían los resultados de los análisis del hospital.

La acelotipia que le han diagnosticado es una patología aún muy desconocida, de reciente catalogación entre las enfermedades crónicas reconocidas por la OMS. No es grave. Según se mire; en todo caso, no es mortal. Se trata de una enfermedad autoinmune que elimina una hormona en el sistema endocrino. Quienes la padecen son incapaces de sentir ciertas emociones, como los celos. Cualquiera que investigue un poco más, encontrará explicaciones aclaratorias del siguiente tenor:

«La acelotipia supone la ausencia de celotipia en el organismo.

»Los niveles de celotipia se encargan de la reacción orgánica ante la pérdida de un bien irreemplazable. En el ser humano han de ajustarse a los aprendizajes sociales y los valores, y, cuando este ajuste se descontrola, se da un incremento de las reacciones virulentas hasta llegar al asesinato. Los ataques de celos son el fenómeno más conocido.

»El acelotípico no está expuesto a estas reacciones destructivas, pero tampoco actúa con normalidad ante la pérdida de un bien irreemplazable. Las hormonas que deberían segregarse ante este tipo de peligro no lo hacen.

»Mientras que la celotipia es apreciable en la conducta de quien la desarrolla, la acelotipia es imperceptible, pues los síntomas que acompañan consisten paradójicamente en la falta de síntomas ciertos. El paciente acelotípico no se reconoce anormal, simplemente observa en los demás conductas estereotipadas que no llega a entender. Y quienes lo tratan descubren meramente ciertas rarezas o tibieza.»

Esta es la versión más oficial, pero muchos científicos la discuten.  Algunos insisten más en los aprendizajes sociales que en los biológicos. Otros creen que hay dos niveles de ego diferentes y si estos no encajan bien entre sí, entonces, se producen fenómenos de conducta destructivos. Las hormonas no serían la causa sino la consecuencia.

El tema da para debatir. Sea como fuere, se trata de una enfermedad muy desconocida, la acelotipia.

Eugenio se ha detenido ahora en la ventana con la cortina entreabierta, ha dejado ya de pensar en cómo rematar el informe económico y no ha recogido todavía el correo. Lleva ahí parado más de un minuto. Sigue una escena que lo está dejando algo confuso. Su mujer está desnuda, en una postura heterodoxa («Ella siempre ha presumido de católica», no pudo evitar pensar), con ansiedad en el gesto, sentada en la cómoda mientras su mejor amigo, («Porque ese es Ramón, no hay duda»), se esfuerza por acertar a...

            «Desnudo está fofo ¡Cómo engaña vestido! Absolutamente ridículo, con esos calcetines que lleva puestos. Se ve que tiene prisa o que está incómodo. ¿Y ella...? Esa postura no la favorece... ¡Cómo se le han ido cayendo...! ¿Por qué no se han tumbado en la cama...? No acaban de arreglarse... se sale una y otra vez. ¡Vaya! ―a Ramón le ha entrado un acelerón y quiere a toda costa conseguir un objetivo que se adivina fácilmente: se la ha llevado a la cama―. ¡Por fin!, en un lugar adecuado... ¿Pero qué hace ese bruto, me la está espachurrando, pobre Tecla! La cosa no acaba de rematarse bien. Están nerviosos ―el pastor alemán gemía a la puerta del dormitorio, presintiendo que su ama estaba en peligro―. Epi no les deja concentrarse. Es extraño, ella es muy detallista, ¿cómo no lo ha encerrado en el garaje? ¡Será cerdo!, ¡Ya ha acabado y ella no ha empezado siquiera! ¡Esto no se lo perdono!».

            Al cerrarse la puerta de golpe, Ramón y Tecla se sobresaltaron y empezaron a vestirse aceleradamente. Epi ya se había abalanzado sobre Ramón antes de que este pudiera meterse bien la segunda pierna del pantalón. Tecla no acertaba con el sostén. «Realmente ridículos. Imperdonable».

―¿A qué vienen tantas prisas? Parecéis dos... ¡Epi, fuera!

            El perro salió con la cola entre las patas y agachando las orejas. El dormitorio era un lugar prohibido para él, y lo sabía.

―Nunca muerde, pero está muy excitado... ¡Ramón, qué estabas haciendo hace unos momentos? ¿Por qué no te has quitado los calcetines! ¿Lo sabe tu mujer?

            Tecla no conocía esta vertiente irónica de Eugenio. Debía prepararse para la reacción violenta. Sobre todo que no hubiera un escándalo. Los vecinos, eso era lo más delicado.

― Tenéis mucho que explicarme. ¡Hablaremos detenidamente! Os espero en el salón.

            Una vez que bajó a Epi al garaje, comprendió que lo que Ramón trataba de hacer a toda prisa era escabullirse a hurtadillas («Será mejor que se lo expliques tú a solas. Conmigo presente, ¡cualquiera sabe!», le había dicho a su amante con la voz quebrada). Pero su amigo lo detuvo justo al salir.

―¿Te vas? ¿No tendrás prisa ahora? Estoy dudando si llamar a Mónica, pero de momento ¡no!, ¡será mejor entre los tres! ―el argumento de Mónica fue fulminante para convencer a Ramón.

            Los dos amantes llevaban medio minuto en el salón, en silencio. Distante uno de otro. Eugenio los observaba. Ramón se había sentado esquinado en el sofá, como si fuera una dócil visita. Ella miraba por la ventana hacia el jardín como si algo fuera le interesara sobremanera. En realidad, parecía rigidez, vergüenza y temor. Estaba contenta con su matrimonio, Eugenio era un hombre muy llevadero, y ahora por un estúpido devaneo. ¡Todo al traste!

―Os escucho, ¿quién empieza?

―Eugenio, mira... ya sabes. Bueno. Yo. ¡Estas cosas, mejor resolverlas primero… en pareja! Conmigo, si lo crees necesario, otro día. Todo lo que me digas… Tendrás toda la razón.

―Además de impotente... ¡un cobarde! ―le recriminó ella, pero se hizo visible que ya se había arrepentido de decir aquello antes de haber acabado. Y volviéndose hacia su marido―: ¡Eugenio!, ¿qué pretendes?

―Que me expliques lo que ha sucedido. En mi casa, y a escondidas, ¿no es verdad?

            Tecla estaba esperando los gritos, las amenazas, las condiciones. Las estaba deseando para poder pasar página a este incidente. ¡No sabía cómo calificarlo! Por nada del mundo volvería a exponerse de este modo. ¡Cómo no se había dado cuenta, ella tampoco, de que era San Pedro y San Pablo!

―Eugenio, di tú lo que tengas que decir. ¿Qué quieres que diga yo! ¡No tengo nada que añadir! ―Pasaron unos segundos incómodos, sobre todo porque Eugenio la miraba perplejo, como si no la reconociera, y entonces, obligada por lo insistente de sus ojos inquisitivos, musitó con algo de aspaviento―: ¡Solo puedo decir que lo siento. Y que no volverá a suceder! ―Pero su marido andaba dando vueltas en su magín a otros detalles que no entendía. ¡Sí entendía!, pero no del todo.

―¿Por qué le has llamado impotente?

―¡Eso!... ―se oyó rezongar vanidosamente desde una garganta herida.

―¿Yo? ¿Cuándo? Ah, sí. Pero…

            Eugenio tenía una idea clara a la que no estaba dispuesto a renunciar. Se le debía una explicación. ¡Se había hecho a sus espaldas, en su casa!, ¿es que no pensaban decírselo? Por eso, ahora, no transigiría si no eran sinceros. Si querían liarse uno con otro, ¡que lo dijeran claramente!, o ¡que se fueran y no se metieran en su casa!

―¿No hablarías sin pensar! Siempre has dicho que...

            Tecla vio aquí una tabla de salvación.

―Sí, era hablar por hablar. Exagerando…

―¿Pero qué era lo que exagerabas?

            Ramón empezaba a encontrarse mal, muy mal. Como si le dolieran los ojos por la luz y comenzara a tener sensaciones de vértigo. Aquello que le estaba pasando era infame. Pero no sabía cómo defenderse. Tecla, por su parte, ignoraba cómo esquivar las preguntas, aunque ensayó una vía de salida:

―Bueno... La excitación nos hace decir cosas que no pensamos realmente ―resolvió al fin ella.

            A Eugenio le había parecido ver varios tipos de excitación: la erótica, bastante evidente, pero también había visto la de la preocupación (por el perro), la de la ansiedad (había prisas) y la de la incomodidad (las posturas)... Por no pensar además en el tema de la impotencia...

―Realmente, no llego a entenderte, Tecla. No pareces la misma ―con esta expresión tenía presente la alergia que a ella le daban las excusas. Y no sabía por qué se andaba tanto por las ramas, con generalidades, en lugar de ir directamente a explicar lo sucedido. A un acelotípico le interesan sobremanera los detalles racionales, para compensar que le cuesta ir por la vía directa de las grandes emociones. Su mujer le parecía ahora una niña pequeña, ya que ¿por qué lo había mantenido en secreto? ¿Pretendía jugar con los dos y engañarnos a ambos? Y ahora que se sabía, debía aclarar qué pretendía hacer con su vida en adelante, pero para ello la sinceridad era algo elemental.

―Eugenio, ya está bien, acaba de una vez. ¡Esto no hay quien lo soporte! ―protestó ella, pensando que ya había dado las explicaciones que se pedían.

            «Era del todo egoísta e irresponsable querer acabar tan pronto. Apenas si habían comenzado a hablar y todavía nada había quedado claro», eso fue lo que pensó Eugenio, al oír esto.

―Lo dices como si yo fuera culpable de algo. ¿Qué es lo que quieres que acabe de una vez? ¿La conversación? Pero si  no la hemos iniciado de veras, todavía. ―Viendo que su mujer estaba bastante bloqueada, por la vergüenza, parecía («¡ella con vergüenza!, ¿quién lo diría?»), recurrió a su íntimo amigo―: ¡Ramón, ayúdala un poco!, ¿por qué crees que te llamó impotente?, ―«¿por qué no “atropellado” o algo similar?», iba a decir, pero no lo planteó así. Quería ceñirse a los hechos para oír las aclaraciones más precisas.

―Sí, eso, ¡impotente!, ¡yo!, ¿cuándo? ¡Eso quiero saber yo también!

―Pero Ramón, ¡qué importancia tiene eso ahora! ―lo recriminó su amigo, comprobando que no le había entendido bien.

―¿Cómo no va a tener importancia si soy impotente o no? ¿Te estás riendo de mí? ¡Eso no te lo consiento, Eugenio!

―Claro que tiene importancia. No digo eso. Ya he visto que parece que no lo eres, pero lo que yo quiero saber no es si lo eres o no, no me importa ahora. —Eugenio tomó aquí un poco de resuello y continuó—. Te ha llamado cobarde porque pretendías irte y porque no quieres dar la cara, pero lo de impotente no lo entiendo. Sonaba a una venganza hacia ti, por algo. Eso es lo que quiero llegar a entender. Quiero saber cómo de firme es vuestra relación. Si era la primera vez o si lo de impotente viene ya de otras veces. Explícame lo de impotente, Ramón, primero tú.

―¿Qué es lo que pretendes, Eugenio? ―dijo envalentonándose Ramón y subiendo el tono ostensiblemente.

―¿Es que no tengo derecho a preguntar? ¿No tengo derecho a enterarme, después de lo que ha pasado?

            Y como nadie se atrevía a tomar la palabra, prosiguió el interrogatorio en su tono escolar:

―¿Vas a decirme que no la conoces y que no sabes por qué dice lo que dice?

―Creía que la conocía, pero ahora ya no estoy tan seguro. Mejor dicho, ¡creo que no la conozco en absoluto!

            Tecla se sintió atacada.

―¡Miserable! ―Los dos se giraron hacia ella, que se hallaba aún de pie junto a la ventana― ¡Cobarde, impotente... y ahora miserable!

―¡Quién va a hablar! ―y a Ramón se le escapó, se notó que no quería decirlo, pero lo dijo―: ¡La misma que ha abierto una cuenta!

―¿Una cuenta?, ¿qué cuenta? ―Cada vez surgían nuevos temas sin poder cerrar ninguno. Eugenio empezaba a inquietarse, aunque no iba nada con su personalidad, pero le parecía muy incoherente todo aquello—: ¡Ya estaba bien! —Tendrían que explicarse de una vez. Se lo debían. Eugenio miraba a Ramón con los ojos muy abiertos y sin apartarlos de su amigo, que conducía su mirada esquiva.

―Pregúntaselo a ella. ¿A mí qué me dices?

―¿Cómo eres tan hipócrita? La cuenta era para los dos, para nuestras futuras escapadas ―dijo, dirigiéndose a su amante, olvidándose casi de que allí estaba Eugenio con los ojos abiertos como platos.

―Siempre fue idea tuya. A mí no me metas, recuerda que yo dije...

            Entonces un objeto de cristal, comprado en Venecia, voló desde la estantería donde yacía hacia la cara de Ramón. «Qué destreza y qué rapidez ―no pudo dejar de pensar Eugenio―, hay capacidades que tardan en descubrirse y, que conste, Tecla siempre había presumido de torpe».

            La sangre brotó aparatosamente. Las manchas sobre el estampado del sofá no iban a quitarse. Qué más daba que la tela fuera repelente, habría que tapizarlo de nuevo.

            Ramón, de pie, asustado, no dejaba de moverse a un lado y a otro y de hurgarse en la herida. Lo estaba llenando todo de sangre. «¿Y ahora cómo voy yo a trabajar con esta cara, y qué le digo a Mónica?», era lo que pensaba a la vez que preocupado se decía para sí: «¡Ha sido en el párpado, no sé si me ha dejado ciego!».

            Eugenio se quedó mirando perplejo a su mujer («¿Pero qué has hecho, estás loca?», pensó) mientras caminaba hacia el teléfono para pedir una ambulancia. Tecla, asustada, corrió hacia Ramón, al tiempo que pretendía adelantarse a las intenciones de su marido:

―¡Déjalo!, no llames, ya lo curo yo. Seguramente no será nada ―dijo muy acelerada, mientras cerca ya de Ramón―: Déjame ver.

            Pero Ramón, que estaba pensando en su trabajo, en su mujer y ahora también en su hija adolescente, lo que menos quería era que «aquella cerda me tocara», por eso se deshizo de su presencia, dando un brusco empujón de fuga, para desembarazarse.

            Tecla cayó de espaldas y su nuca fue a dar en el canto de la mesa del salón. Sonó un golpe extraño, sin ningún ¡ay!, y luego se quedó allí rígida en aquella anómala postura. Ramón quiso pensar que no la había matado, pero estaba viendo que así había sido. Eugenio, nervioso y desolado se esforzaba por hablar presurosamente, con aquella otra voz indolente e impersonal al otro lado del teléfono:

―Ambulancias de guardia, dígame ―sonó en el auricular.

―Una ambulancia, rápido, es urgente. Espinas de las rosas, número 15. Es mi mujer... mi mujer... ¿me ha oído?

 

II

            Habían transcurrido varios meses. Eugenio paseaba por las calles comerciales. Llevaba una bolsa con una caja de zapatos. Se había decidido sin pensarlo demasiado, no había salido a comprárselos. Le vendrían bien, ya empezaban a estar poco lustrosos los que llevaba puestos.

            «Aquella que viene por allí es la mujer de Ramón, tendré que saludarla, después de todo ella nada ha tenido que ver», se decía a sí mismo el infeliz viudo, incapaz todavía de recuperar su ritmo habitual de vida. La última vez que Eugenio había visto a Mónica fue en el funeral de Tecla. Ella había asistido con su marido cuando todavía andaba engañada con la versión de que se había tratado de un accidente.

            Los dos frenaron uno frente a otro a la vez, a medio metro, saludándose sin elegir el tipo de acercamiento que se impondría. Con más o menos espontaneidad, uno de los dos debía hacer la primera señal.

            «Se le ve bastante demacrado. Me odiará a mí también. Emociones contagiosas. No me extrañaría que... porque soy como una causa más de su desgracia», pensaba Mónica mientras no se animaba todavía a sonreírle abiertamente (que era lo que le estaba apeteciendo hacer). «¿Cómo saber que él no iba a considerarlo un escarnio?».

            «Siempre la he tratado en compañía de Ramón. Realmente, por separado, no tenemos amistad. Parece algo cortada», y, entonces, decidió tomar él la iniciativa.

―Mónica, te veo muy guapa ―y no supo qué más añadir.

Pensó en un «¿Dónde has dejado a Ramón?», pero sonaría forzado, después de todo no quería volver a saber nada de él, habían roto definitivamente. Uno no sigue siendo amigo de quien se ha cargado a tu mujer. Además lo consideraba totalmente responsable. También se preguntaba por qué no los veía ya en el club deportivo. Ellos tan asiduos, pero no quería entrometerse. A pesar de que como amigo seguía pareciéndole un tipo simpático, no podía permitirse mostrar ningún interés con «aquel fantoche en calcetines que le había cambiado la vida», así se lo representaba dentro de las imágenes con las que su cabeza meditaba con sus automatismos propios.

            Ella percibió algo que la animó a acercarse a él y a depositarle un beso en la mejilla derecha, mientras se apoyaba con su mano en su hombro izquierdo. Él se dejó besar y le devolvió el afecto tocándole el codo y trasmitiéndole una leve presión.

―¿Qué tal lo llevas? ―le brotó en un tono totalmente sincero. Ella esperaba que no sonara a una simple actitud convencional, o educada. Él no respondió, dando el silencio por respuesta. Por eso, tuvo que proseguir―: ¡Ni siquiera has cogido una baja!

«Cómo sabe ella esto», es lo que pensó inmediatamente Eugenio. Sin duda andarían los dos, ella y Ramón, preocupados por él. Culpabilizados. Y con razón. Pero Mónica era una víctima más.

―Te invito a un café, si no tienes prisa.

Eugenio pensó que sería bueno hablar con ella para que supiera que nada tenía que reprocharle. Eso sí, no quería volver a mezclarse con su marido, ya no podían seguir siendo amigos: ¿cómo podía hacer reversible lo que ya no tenía marcha atrás? Y no fue un puro y simple accidente. Fue algo más. Por eso, también difícilmente podría seguir siendo amigo de ella, su mujer. Sin embargo, estaba dispuesto a intentar trazar la línea justa que separara al culpable del inocente.

            Mientras que iban tomando asiento, se fueron poniendo al tanto de sus últimas novedades. Él nada sabía sobre que ella se hubiera separado.

―Estabais muy unidos, cómo ha sido posible... Además... vuestra hija... Clara, ella... que se notaba que os adoraba a los dos.

―Precisamente, no solo por mí, también por Clara. Qué ejemplo voy a darle si no le enseño cómo hay que castigar a..., porque... ¡Me ha puesto los cuernos! ―e iba a añadir «Parece que no lo supieras», pero no le pareció apropiado y se lo calló.

            Eugenio no había entendido muy bien nunca qué se quería decir con «poner los cuernos». ¡Sí!, entendía muy bien que engañar era algo feo, totalmente. Pero no era lo mismo un engaño que muchos; y no era lo mismo disculparse por un engaño aislado, que ser reincidente. Parece que todos ponían un énfasis especial en el sexo. Y no llegaba a entenderlo, porque qué tenía de malo en sí mismo. Lo que él censuraba era la mentira, no la atracción sexual. Eso sí, después siempre podía haber consecuencias, pero consecuencias civilizadas, qué pintaban aquí «los cuernos», se trataba de compartir espacios. Aunque ciertas cosas son difíciles de compartir. Era verdad. Pero no entendía esa metáfora de la cornamenta, como si de la cabeza tuviera que brotar algo perenne por causas accidentales, nunca lo había entendido.

―¿Pero no os llevabais de maravilla? Siempre creí que...

―Qué tiene que ver cómo nos llevábamos. Todo cambió cuando el muy cabrón... ¡Ya sabes!

―Pero él parecía muy arrepentido... ―Eugenio era consciente de ser tildado de ingenuo por casi todos, aunque él nunca lo había aceptado así... Por encima de cualquier otra consideración, en este asunto, quería comprender. Así que, insistió―: ¿Es que no has creído en su arrepentimiento?

―Esas cosas hay que pensarlas antes. De qué sirve arrepentirse. Qué juego es ese. ―Como Eugenio la mirara con perplejidad, prosiguió―: ¡Claro que se arrepintió! y se arrepentirá toda su vida. Pero en qué lugar he quedado yo. ¿Es que eso no cuenta? ― en realidad había pensado decir: «¿Es que eso no cuenta para ti?», pero se corrigió.

            A medida que ella se encolerizaba más y más con este tema, Eugenio iba cobrando hacia su examigo una compasión que le resultaba difícil evitar, por más que al pensar en ello se confirmaba en lo mismo: que ya no era posible borrar la terrible falta cometida. Una realidad irreversible. Y eso era justamente lo que hacía imposible que se reconciliaran. Se lo debía a la memoria de Tecla, y a ella seguro que no le gustaría estar muerta en lugar de viva.

            Mónica miró el reloj e hizo un gesto de estar apurada. Eugenio adivinó que se trataba de Clara-Carmen.

            ―Tengo que irme. Pero quiero seguir hablando contigo. ¿Cuándo podemos vernos?

            Eugenio también pensaba que merecía la pena despejar tantas incógnitas como advertía. Por lo demás, por primera vez, se había sentido personalmente próximo a Mónica. Como si hubieran comenzado su particular amistad real en ese preciso momento. Le caía bien, esta nueva Mónica. Y la había visto esta vez al margen de Ramón. Una imagen predominante estaba cambiándose por otra, con naturalidad.

―Si quieres podemos vernos en mi casa. Por las tardes siempre estoy libre.

―Entonces, te llamaré, ¿vale?

            Y, mientras se despedían con prisas, Eugenio la observó por primera vez como se observa a una mujer. Ya no era la esposa de su amigo. De pronto, descubría que siempre había estado atraído por ella. Los esquemas mentales con los que se movía habían tapado esta realidad.

―De acuerdo, tenemos que seguir hablando.

            Justo una semana después fue el día elegido por Mónica para llamar a Eugenio. Ni demasiado pronto, mostrando atropello, ni dejar que se enfriara la decisión recíproca. El lugar del crimen la atraía, no podía evitarlo, se mezclaba con sus sentimientos de venganza. Estar ahora sentados en aquel salón donde todo había sucedido colmaba una obsesión que no sabía muy bien de donde procedía.

―Yo voy a tomar un café. ¿Te pongo uno? o quizá... ¿cualquier otra cosa?

―Recuerdo que tenías un coñac estupendo ―ella vio que él asentía, diciéndole que aún le quedaba―. No bebo tan pronto, pero hoy podría ser una excepción. Ponme un poquito.

            Al rato fue sirviendo la copa lentamente hasta que ella avisara, pero no le detuvo, así que la dejó en los tres cuartos. ¿Más? Rayaría en la mala educación. Se la ofreció y se sentó frente a ella.

            Estuvieron hablando sin parar durante una hora larga. Sobre todo ella. Eugenio ya conocía los problemas escolares de Clara-Carmen, los ritmos horarios de Mónica, su círculo de amistades, sus planes inmediatos. Desde luego era una mujer muy vitalista. Sin embargo, no acababa de entrar en los temas que más le interesaban a él. La atribulada esposa siempre volvía al «día del accidente», y quería conocer todos los detalles. Rehuía una y otra vez cualquier alusión a lo que ella sentía por Ramón, pero esto era lo que quería saber Eugenio. Así que se decidió a plantearlo con decisión:

―No me has contado por qué te separaste. Todavía no lo sé.

            Ella lo miró perpleja, con la misma actitud que el día del encuentro en la calle, pero ahora ya no ocultaba su reacción. Empezaba a ponerse colérica. Sin decir una palabra. Esto le dio fuerzas para hacer lo que llevaba tiempo deseando.

―Quiero ver dónde sucedió todo ―dijo ella por respuesta, tajante, después de consultar la hora en su reloj. Él no comprendió bien. Hasta que vio cómo ella se había puesto de pie y se dirigía hacia las habitaciones.

―Pero si ya sabes que lo grave sucedió aquí, en el salón, en esta mesa. Y ya te acabo de contar la conversación que mantuvimos. Lo sabes todo ya.

―¿Todo? ―dijo ella, mientras pensaba «Me queda lo más importante»― ¡Eso es! ¡Quiero saberlo todo! ―Y se dirigió hacia la habitación matrimonial de la casa. Él la siguió, mientras tomaba la determinación de no volver a ofrecerle más coñac, ya iba por la mitad de la segunda copa.

―¿Qué quieres saber? ―interrogó él, mientras miraban en derredor de la habitación, que todavía mantenía el halo estético que Tecla le había dado en vida.

―Quiero saber dónde estaban. —Ella sintetizaba con este eufemismo toda la realidad de preguntas que en silencio se hacía, las que resonaban en su sigilo interior: «Quiero saber cómo los pillaste, qué se decían, qué sentían, cuánto duró, qué guarrerías hacían. Quiero saber si parecían dos simples folladores o dos verdaderos amantes». Eugenio no reaccionaba como ella pretendía y tuvo que ayudarle―: Quiero saber los detalles. Eugenio, entiéndelo, soy una mujer. Y necesito esto para… ―viendo que Eugenio no se animaba, remató―: Necesito poder olvidarlo, pero antes necesito superarlo. Por eso, ¡tengo que saberlo!

            Parecía un razonamiento en toda regla. ¿Qué otra opción tenía? Era un arrebato. Empezaba a parecer un poco peligrosa. Le diría lo que sabía y se despediría de ella. Volvería a verla, quizá, cuando se calmara y dejara aquella obsesión. No le gustaba el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Demasiado turbio. Ella, por su parte, ya había empezado a hacerse su propia película, a la vista del escenario real.

―¿Los pillaste dentro o fuera? ―Mónica señalaba hacia la cama. Estaba preguntando si bajo las sábanas o encima del edredón. Solo esto ya significaría algo, parecía indicarle con la actitud.

―Pero, Mónica, ¿qué importan ahora ya los detalles? ―Él recordó que no le había gustado verle con los calcetines puestos, pero no iba a decírselo en este momento, fuera de lugar. Dicho con palabras, sonaría ridículo. Solo los ojos pueden ver eso.

―Me importan a mí. Ya veo que no me tienes en cuenta ―mientras le decía esto, Mónica se acercó a él, apoyó la cabeza en su hombro e hizo ademán de echarse a llorar. Y, en esta postura, suplicante, le dijo―: Te lo pido por favor.

            ―Bueno, bien... en realidad no estaban en la cama ―le dijo  él mientras se desembarazaba de ella―. Al principio, quiero decir... estaban aquí. ―Y se dirigió hacia la cómoda―, Tecla sentada y Ra..., Ra..., y tu marido ―dijo tras el titubeo― de pie, pegado a la pobre... desnudos, claro, bueno, en calcetines ―se le escapó, aunque era algo ridículo que más bien no quería contar.

            Mónica se desembarazó rápidamente de su ropa y se quedó, por piedad hacia él, solo con las braguitas. Y fue a sentarse sobre la cómoda. Y sin perder el aplomo de lo que era una estricta investigación:

―Supongo que sentada así, ¿no es verdad?

―Sí, sí, pero qué haces. Creo que no es necesario. Te lo contaré todo, si me prometes calmarte ―acabó rogándole, mientras con el gesto le decía: «Vístete, por favor... ¡estás perdiendo los papeles!», pero Mónica había entrado en un estado de rapto y no estaba para agradar a nadie.

            Cuando Eugenio le acercó la ropa, caída en el suelo, para que se vistiera, ella volvió a arrojarla al suelo y le tomó enérgicamente de la  mano.

―Tienes que contármelo de verdad, tienes que ayudarme. Cógeme como él lo hacía, será solo un momento ―y, viendo que él permanecía atontado, añadió―: He de averiguar hasta dónde me engañó. Lo mejor sería que tú también te desnudaras, pero no voy a pedirte tanto.

―¿Pero es que quieres que hagamos lo que ellos hacían?, ¿qué forma de contar es esa? ―protestó Eugenio, visiblemente molesto, al empezar a sentirse engañado.

―No me atrevía a pedírtelo, pero sí, esa sería la verdadera manera de contármelo de verdad. Bastará con una simulación aproximada, te lo ruego. ―Mientras, ella empezó a trajinar en el cuerpo de Eugenio, quitándole poco a poco los botones y la camisa; y dijo―: Será un momento. ―Como si aquello sirviera realmente de excusa. Y prosiguió con su plan:

―¿Hablaban o solo hacían? ―Eugenio nada le respondió, se limitó a dejarse llevar, con el fin de poder ir avanzando en las etapas y acabar aquello de una vez―. Ya veo, ¡qué iban a hablar!, solo hacían. Y supongo que así ―Mónica le aflojó el cinturón y le tomó una masa recta rígida y pujante, «menos mal, pensó ella»; mientras que él no sabía si sentirse ultrajado o enardecido, se hallaba en una cresta indecisa. Cuando quiso darse cuenta, ya le había introducido su indefenso miembro en su vibrante oquedad; ella se había retirado de un lado las braguitas. Las cosas no se estaban haciendo al pie de la letra, pero se le aproximaban bastante, le dio por meditar a Eugenio, que seguía desconcertado, reconociendo que aquella mujer, en efecto, le atraía. Pero así no, así no...

            Sin embargo, la obra se estaba representando mucho mejor de lo que se podía prever. Fuera, en la ventana, totalmente atónito y mudo, espiaba Ramón. Había entrado, aprovechando que la barrera de los coches estaba abierta (en realidad, atascada; Mónica sabía cómo hacerlo), en la urbanización de chalets, y la portilla del jardín de Eugenio la había encontrado sin cerrar, según le había prevenido en la nota que había recibido en el buzón, convocándolo allí a aquella hora. Venía resuelto a pedir perdón a su antiguo amigo, no para que le absolviera del todo sino para tranquilizar su espíritu y para que le ayudara a recuperar a Mónica y a su hija. Llevaba allí, impertérrito, desde que su «ex» se había reclinado sobre el hombro de Eugenio. No podía dar crédito. ¿Cómo se atrevían?, después de todos los reproches y amenazas que él le había aguantado a ella, en las largas semanas en que tramitaron el divorcio. ¡Ella, defensora de una fidelidad absoluta! ¡Y él?, ¡qué decir de ese ingenuo que aparenta ser el puro equilibrio racional, qué decir de su perreta con los calcetines, él, que tiene los pantalones abiertos y puestos...!

            Los acontecimientos se estaban precipitando. Eugenio comprendió que si no tomaba él las riendas, aquella historia iba a salir mal. Ellos dos no tenían problemas con la postura, como recordaba que Ramón y Tecla habían tenido. Por eso, saltándose parte de los detalles que aún recordaba, salió del seno de su amiga y la tomó en brazos:

―Si quieres saber lo que realmente pasó ―le dijo a Mónica, mientras que fuera, en el exterior, Ramón nada oía, solo veía―, fue esto. ―Y la llevó hacia la cama, rematando la explicación:

―Se echaron encima de la cama y consumieron su fuego hasta el final ―le aclaró, mientras la depositaba en la cama, presto para desprenderse de ella y para dar el asunto por zanjado. Pero ella se aferró a él.

―¿Es que no vas a consolarme del daño sufrido? ―Mientras realmente pensaba: «¿es que no te gusto?», y añadió para atraérselo―: ¿Crees hacer algo malo?

            Eugenio supo que necesitaba mucha energía para imponerse a aquella voluntariosa mujer en celo y que precisaba montarle un número que contrarrestara suficientemente aquella pasión dominante que se le había desatado a ella, pero no encontraba las fuerzas ni el motivo y su cuerpo no le obedecía del todo, pues efectivamente se sentía imantado hacia aquella hembra. Así que decidió acabar aquello por la vía más rápida, económica y fácil. Hasta que ella gritó de placer y a él se le derramaron sus líquidos impetuosos en sus cavidades, mientras el cristal de la ventana saltaba en pedazos, la mano de Ramón se le ensangrentaba toda y unas voces llenaban de sobresalto a los dos amantes.

            ―¡Puta, puta, qué estás haciendo!, ¡Cabrón, hijo de puta, tú... que tanto proclamabas! ¡Cómo os atrevéis, ante mis narices!

―Ramón, ¿qué haces ahí? ¡Cómo te atreves!

―Eres tú, Eugenio, el perfecto, el que me acabas de poner los cuernos. Mi propio amigo, tú, de ti nunca lo hubiera esperado. Por eso no podré perdonártelo. Abre, que voy a machacarte, abre, si eres hombre.

Eugenio se precipitó a abrirle la puerta, al ver que estaba sangrando. Lo que le oía decir no tenía importancia, estaba acostumbrado a sus ladridos y nunca le habían mordido.

―¿Qué haces?, esto no es nada ―le gritaba Ramón a Eugenio, mientras lo zarandeaba y lo manchaba con su sangre. Loco de celos, le dio un fuerte golpe en el ojo izquierdo al tiempo que lo derribaba y se golpeaba la cabeza con la mesa del salón. Hasta allí había entrado, zarandeándolo. Por un momento temió volver a cometer un segundo crimen y pensó que esta vez no se libraría de la cárcel, y se le heló el cuerpo, porque entonces, no podría vengarse de aquella mala pécora, como ella se merecía. Pero vio que Eugenio se reponía, aunque tenía el ojo hinchado y daba toda la impresión de estar mareado, de no poder levantarse.

―Ramón, ¡asesino!, esta vez no vas a librarte, llamaré a la policía. Te encerrarán de por vida, en el único lugar donde debes estar, eres un asesino. ―Ramón miraba a su exmujer gritar estas palabras sin temor, suponía que aquello era una bravata de las suyas, la conocía  bien. Pero empezó a cambiarle el semblante cuando la oyó continuar―: No has debido venir. No tienes derecho. Ya no soy tu mujer. Eugenio y yo nos queremos, somos novios.

―Pero tú me dijiste, me prometiste, en la iglesia, solemnemente ¿lo recuerdas? ―Y al tiempo que se oían estas palabras comprendió que la cita la había amañado ella, ahora lo veía.

―¡Cómo te atreves!, ¡cerdo!, tú también hiciste esa promesa. ¿Quién la rompió?

―¡No irás a comparar a un hombre con una mujer!, ¡Pécora!, eres como las demás, me habías engañado.

―Ya no te quiero y no te pertenezco. Quiero a Eugenio ―y mientras ella le decía esto, él cogió uno de los dos machetes cruzados en la pared que los dueños de la casa habían traído de su viaje a Kenia.

Eugenio no podía dar crédito a lo que oía. Se odiaban a muerte. ¿No bastaba con que se ignoraran? ¿Qué hacía ahora ese bestia con su machete?, ¿se había vuelto loco?

―Si no vienes ahora mismo conmigo, te prometo que… ―y mientras esto decía, él blandía el machete en alto, amenazante.

            Llena de temor y de rabia, pues conocía estos arrebatos violentos, y no estaba dispuesta a tolerarlos más, Mónica tomó el machete gemelo de la pared y en un rápido movimiento se lo espetó en el hombro izquierdo de su atacante. Él, defensivamente, le rebanó la cabeza, que salió rodando hasta donde se hallaba Eugenio tirado aún en el suelo. La cabeza de Mónica, en la superficie, a su lado, y la sangre... la vista se le nublaba. Se desmayó. Cuando se despertó estaba tumbado a lo largo del canapé, en su salón, rodeado de sanitarios y policías.

            Supo que Ramón había llegado hasta la calle desangrándose, que allí había caído y que de ese modo había muerto. Le hicieron multitud de preguntas, le tomaron el pulso y la tensión. Parecía gozar de una salud perfecta. Para la policía todo iba encajando. Un ataque de celos recíproco había enfrentado a Ramón y Mónica.

            Antes de irse, los policías lo revolvieron bien todo. No encontraron nada que resultara sospechoso. Pero de un montón de propaganda que yacía en el mueble de la entrada, extraída del buzón y lista para ser devuelta a la basura, recuperaron una carta dirigida a Eugenio. La remitía el hospital. Fue lo último que hizo el comisario:

―Es suya, ¿verdad? ―era una simple pregunta retórica. El comisario se despedía mientras se la entregaba.

            ―Ah, sí, la esperaba desde hace tiempo. El resultado de los análisis. ¿Dónde estaba, comisario?

            Cuando todos se hubieron ido, abrió el sobre con el diagnóstico de la acelotipia. No se asustó. Le pareció curioso que eso pudiera ser una enfermedad. Sí notó, sin embargo, que empezaba a ver a Tecla, a Ramón, a Mónica y a cuantos conocía, bajo otra perspectiva. ¿Sería él diferente a los demás? Según la nosología, él no era un ser «normal». No llegó a vislumbrar bien qué medicación y qué terapia tendría que seguir para sanar.

Lo que le preocupaba realmente a Eugenio, más que el hecho de curarse mejor o peor de aquella enfermedad que él no percibía, era  la posibilidad de acabar convirtiéndose en una mala persona al influir de alguna mala manera en los demás. Por eso, seguiría el tratamiento a rajatabla.

III

Diez años más tarde, Eugenio seguía yendo a las consultas, para ajustar las dosis. Unas veces de más y otras de menos. «Era complejo encontrar el equilibrio, se trata de una enfermedad desconocida» le repetía a modo de diagnóstico el especialista. Lo que él ignoraba, cuando todo este largo tratamiento médico había empezado, era que su enfermedad dependiera de «Salud mental». Y lo inmediatamente preocupante, a medida que en los despachos de Hacienda se fue sabiendo, la actitud de todos hacia él acabó siendo progresivamente más y más distante. No sabía qué le estaba pasando. Por eso, ahora, salía de la consulta privada de un especialista reputado, que le desaconsejaba el tratamiento de la medicina convencional y que le derivaba a un centro médico de EEUU, mucho más caro, sí, pero efectivo: «El único lugar donde se había investigado seriamente la acelotipia». Allí, si es que al final se decide a ir, podrá llegar a saber con exactitud que la enfermedad es inclasificable según la metodología vigente y que propiamente no hay cura para ella.

En la farmacia donde entró con la nueva receta del especialista privado, vio que Clara-Carmen, porque esa chica («Cuánto ha crecido») es la hija de Mónica y Ramón, recogía el mismo medicamento que él acababa de solicitar a la otra dependienta.

En la calle se atrevió a llamar: «¡Clara!». La chica se detuvo y esperó.

—Clara, no sé si me reconoces. Fui muy amigo de tu padre y tu madre. Perdona, no era esto de lo que quería hablarte. Solo quería saber cómo estabas. ¿Qué tal te va?

—Sí, sí, ya me acuerdo. Usted es… Eugenio, sí. Estoy muy bien, ahora vivo con mi tía. Precisamente he venido a recoger una medicina para ella.

—Esos libros… ¿Estás estudiando tal vez en la Universidad?

—¡Sí!, ¿cómo lo ha sabido? Me apasiona la psiquiatría. Ya estoy en mi fase de prácticas. Espero poder ejercer pronto. 

Eugenio se sentía cómodo hablando con Clara, y su frescura y naturalidad le animaron a decir lo que estaba pensando:

—Pero, esa profesión ¿sabe bien lo que se trae entre manos? He llegado a pensar que más que con conocimientos trabajan con sospechas…

—Por supuesto, otra vez da en el clavo. Pero esa es una de las razones por las que me atrae tanto. No es precisamente una medicina curativa, sino de investigación. Lo primero que hay que tener claro como psiquiatra es no engañar a los pacientes, algunos profesores nos lo enseñan. Aunque la intención final sea curarles, no se les trata para conseguirlo por vía directa, qué más quisiéramos, hay que dar curvas y aprender de su enfermedad. A veces, como consecuencia del tratamiento, se da alguna mejoría, y entonces miel sobre hojuelas. La mayor parte de las veces, lo que caben son tanteos y aprendizaje de aciertos y errores. En general, las derivas destructivas se canalizan con fármacos; eso es algo, ya lo sé, insuficiente. Pero, bueno, ¡ya estoy hablando demasiado, siempre me pasa cuando alguien toca este tema! Y, usted, ¿qué tal está?

—Bueno, voy tirando. He tenido una etapa algo revuelta, pero estoy empezando a levantar cabeza y a ver el horizonte. —De pronto, sintió la necesidad de ocultar el medicamento que llevaba en la mano—. Me alegro de haberte visto.

 

Unos años más tarde supo que Clara había obtenido una plaza en «Salud mental» y que después de varios concursos de traslados ejercía en el ambulatorio central donde él acudía regularmente, in illo tempore. Difícilmente iba a ser ahora un paciente suyo. Eugenio no llegó a tomar aquel nuevo medicamento, ni tampoco el habitual y renunció a la consulta en EEUU, no solo porque era inmensamente cara sino también porque… ¡no sabía muy bien cómo explicarlo!

Dejó las terapias y las consultas y se abandonó a su enfermedad. Y recobró los niveles acelotípicos de su juventud. Seguramente volvió a padecer aquellos síntomas que no se manifestaban de manera alguna, pero, la verdad, lo sobrellevaba muy bien.

En 2042, a la edad de 98 años falleció de un atropello y por eso Clara pudo leer la noticia en los periódicos locales, coincidiendo con aquel revuelo de la epidemia que había llegado ya a Europa desde América y que tanta tinta estaba imprimiendo.  Eugenio no dejaba descendencia, se había preocupado de no trasmitir su mal a nadie más. En el tanatorio, la prestigiosa psiquiatra encontró la sala vacía. Estaba allí únicamente su sobrino nieto, el único heredero. Mantuvo con él una pequeña conversación y pudo enterarse de los últimos pormenores de su existencia. Una vida, por lo que parece, totalmente apacible.

La hija de Ramón y Mónica iba a llegar pronto a la edad de la jubilación forzosa. Aspiraba a vivir lo que le restaba de existencia, tal vez veinte años más, en una armonía vital similar a la que parecía que se desprendía de aquel enigmático personaje, cuyo caso clínico había investigado durante un tiempo. Dos días más tarde zozobraría esta expectativa, cuando se pusiera al corriente sobre el temible mosquito Kimetanateforia.

Entretanto, tenía que reconocer, ante sí misma, que atesoraba un profundo y complejo conocimiento teórico de su disciplina. Había tratado con relativo éxito a cientos de pacientes, decenas de conferencias en congresos de psiquiatría nacionales e internacionales y varios libros de referencia. Sin embargo, no se engañaba, desde el punto de vista práctico, solo había avanzado unos pocos metros, lo suficiente para no desalentar a su única hija, que también quiso seguir sus mismos pasos y que en una década esperaba ser la nueva doctora Clara de «Salud mental». La especialidad iba, además, en aumento. Descendía la demanda de pediatras pero los pacientes de psiquiatría crecían, así que era una salida con menos paro. Hija única de su segundo matrimonio, del primero no quedó rastro alguno, salvo el trágico accidente. El primer esposo de Clara Carmen, un concejal del MDP, había muerto al caerse de un puente el día siguiente a su divorcio. La mayor parte de los periodistas confirmaron el suicidio. Solo el inspector de policía había llegado a la conclusión de que se había tratado de un accidente, al intentar recuperar las gafas caídas. Clara también sabía que había debido ser así, un accidente. Su ex, Luciano Lérez, no encajaba en absoluto con la tipología del suicida, era muy hábil para hallar equilibrios fantasiosos, que también servían para no perder la cabeza, y muy centrado sobre sí mismo, no tenía metas en la vida que pudieran fallarle, y derrumbarse con ellas, su única meta era él mismo hacia el que tendía paso a paso hasta llegar a ser alguien, alguien de verdad. Recordaba que su marido de entonces vivía cada día como si fuera un acto a representar en el teatro de la vida y que, para él,  ya estaba escrito el final feliz. Pero, en esto de los posibles suicidios, siempre permanece un margen de duda, reconocía Clara-Carmen, si no se es una dogmática. De pronto, le vino a la mente un recuerdo concreto. Luciano siempre la llamaba «Carmen», por su segundo nombre. Al contrario, Manuel, su segundo esposo y padre de su hija se había atenido al nombre de Clara, como a ella le gustaba. Esa es la ventaja de tener dos nombres. Se puede distinguir con mayor precisión los recuerdos del primer matrimonio, en los que eras Carmen, y los del segundo, definitivamente Clara.

Clara-Carmen vio venir con certeza su final. Tenía sesenta y cuatro años, su hija iba a cumplir veintidós, la futura psiquiatra Clara junior. Su propia muerte inminente no le dolía demasiado, pero, al ver ya los primeros síntomas en su pequeña, esa angustia la conmovió como una sinrazón que arrancaba de cuajo la fuerza de vivir firmemente afianzada.

El dolor de quedarse sin un sentido de la vida dio fuerzas a la psiquiatra experimentada para seguir las noticias del momento. Todos los laboratorios del mundo se afanaban para encontrar un antídoto y antes, porque esto iba a llevar tiempo, un veneno capaz de exterminar a los mosquitos asesinos, cuando un alto porcentaje de la población mundial había ya perecido. Desolada, triste, en una noche oscura sin luna, con el alma plegada, deseó que ese veneno llegara. El sentimiento de humanidad se le representó de forma vaga, difusa, casi fugaz. Pero era lo único a lo que podía ya aferrarse. Miró el rostro de su hija de tres años, en una foto, y sonrió. No pudo dejar de sonreír.


 

 

CODA

Estos relatos se han escrito para ser leídos en la segunda mitad del siglo XXI. Los lectores que se anticipen no podrán entender del todo su unidad interna. Porque creerán que el año del apocalipsis es pura ficción. Al contrario, los lectores del futuro ya no tendrán duda alguna, pues todo lo esencial finalmente se habrá cumplido, no solo anunciado.

En 2020 un sociólogo sabe que en 2025 habrá el mismo número aproximado de muertes por violencia-en-las-parejas que en 2015, casi todas mujeres. Lo sabe porque ha estudiado la regularidad anual estadística desde hace dos décadas. Y que en 2026, 2027 y después se repetirá la estadística. Y si llegara alguna vez a no repetirse, significaría probablemente que las ideas-afecciones constitutivas del ser humano estarían pasando por fin a otra fase. Pero eso, si es que en algún momento llega a producirse, no será hasta dentro de mucho, mucho tiempo.

Kimetanateforia es solo un símbolo apocalíptico. Serán mosquitos o cualquier otra causa. También estamos seguros, en esta crónica de esta probabilidad estadística anunciada, de que habrá heroínas y héroes, los verdaderos, los anónimos, que se esforzarán por salvar a cuantos puedan, y gracias a ellos, quizá, la humanidad pueda seguir subsistiendo.


 

 

 

ELENCO DE PERSONAJES

 

Personajes de YO, MÍ, ME, CONMIGO:

 

Personajes de YO:

La acción transcurre en España en 2019.

Luciano Lérez (1974-2019), concejal del MDP, protagonista, recién divorciado de Carmen.

Luis Rócenas (1955-2042), Luis Rollán (1966-2042) y Dolores Mácula (1968-2042) son políticos profesionales.  Alfredo Ruiz (1949-2039) es conserje.

Personajes mencionados: Luis Rodero (1969-2042), político; Carmen (1978-2042), esposa de Luciano Lérez, de nombre completo Clara-Carmen, aparece en YO mencionada y en CONMIGO como personaje central. Frank Hudson (1953-2042), mencionado como amante de Dolores Mácula, es un rico empresario americano dedicado al negocio de las tragaperras.

 

Personajes de :

La acción transcurre en Miami en 2042, el año del apocalipsis.

Zachary Wilson (1990-2042) y Judy Hudson (1991-2042) son matrimonio y protagonistas.

Personajes mencionados: Gwendoline (2034-2041), hija de Zachary y de Judy, fallecida hace unos meses. Frank Hudson (1953-2042) mencionado en MÍ y en YO, es un rico americano y magnate de las tragaperras que reside en España. Robert Hudson (1954-2042), mencionado en MÍ y en ME, casado con Estela, es hermano de Frank Hudson y ambos tíos de Judy Hudson.

 

Personajes de ME:

La acción transcurre en Madrid en 1994. Secundariamente se rememoran experiencias de 1984. Se proyecta hasta el año del apocalipsis, 2042.

Julio (1952-2013) casado con Anamary (1959-2042). Sus hijas son: Sonia (1984-2042) y Gabriela (1987-2042). Los padres de Julio son Balbino y Verónica. Los principales protagonistas son Anamary y Julio, y a su lado Verónica.

Balbino (1919-1984) casado con Verónica (1925-2021). Sus hijos son: Julio (1952-2013), Lucía (1954-2042) y Estela (1956-2042).

Personajes indirectos o mencionados: Lucía (1954-2042) es hermana de Julio y de Estela (1956-2042); por consiguiente, Julio, Lucía y Estela son los hijos de Verónica y Balbino. Estela está casada con Robert Hudson (1954-2042), el cual es hermano de Frank Hudson (1953-2042) y tío de Judith Hudson (1991-2042) (personaje protagonista en MÍ). En YO, Frank es amante de Dolores Mácula.

 

Personajes de CONMIGO:

La acción transcurre en España, primero en 1992 y 1993. Después, se retoma en 2003 y se proyecta sobre décadas posteriores hasta el año del apocalipsis, 2042.

Eugenio (1944-2042) casado con Tecla (1951-1992). Eugenio es el personaje protagonista principal. Ramón (1948-1993) casado con Mónica (1951-1993). Clara-Carmen primero adolescente y después adulta (1978-2042), hija de Mónica y Ramón.

Personajes mencionados: Clara junior (2020-2042), hija de Clara Carmen y de Manuel; Luciano Lérez (1974-2019) es el primer esposo de Clara Carmen y aparece sobre todo en YO, como personaje protagonista. Manuel (1977-2042), segundo esposo de Clara Carmen.

 


 

 

ORDEN ALFABÉTICO DE PERSONAJES:

 

Alfredo Ruiz (1949-2039), personaje en YO.

Anamary (1959-2042), personaje protagonista en ME.

Balbino (1919-1984), personaje central en ME.

Clara Carmen (1978-2042), personaje central en CONMIGO y secundario en YO.

Clara junior (2020-2042), personaje mencionado en CONMIGO.

Dolores Mácula (1968-2042), personaje central en YO.

Estela (1956-2042), personaje mencionado en ME.

Eugenio (1944-2042), personaje protagonista en CONMIGO.

Frank Hudson (1953-2042), personaje mencionado en YO, MÍ y ME.

Gabriela o Gaby (1987-2042), personaje infantil en ME.

Gwendoline (2034-2041), personaje infantil mencionado en MÍ.

Judy Hudson (1991-2042), personaje protagonista en MÍ.

Julio (1952-2013), personaje protagonista en ME.

Lucía (1954-2042), personaje indirecto en ME.

Luciano Lérez (1974-2019), personaje protagonista en YO.

Luis Rócenas (1955-2042), personaje central en YO.

Luis Rodero (1969-2042), personaje indirecto en YO.

Luis Rollán (1966-2042), personaje central en YO.

Manuel (1977-2042), personaje mencionado en CONMIGO.

Mónica (1951-1993), personaje central en CONMIGO.

Ramón (1948-1993), personaje central en CONMIGO.

Robert Hudson (1954-2042), personaje mencionado en MÍ y ME.

Sonia (1984-2042), personaje infantil en ME.

Tecla (1951-1992), personaje central en CONMIGO.

Verónica (1925-2021), personaje central en ME.

Zachary Wilson (1990-2042), personaje protagonista en MÍ.


 

 

ORDEN CRONOLÓGICO DE PERSONAJES:

 

Balbino (1919-1984), personaje central en ME.

Verónica (1925-2021), personaje central en ME.

Eugenio (1944-2042), personaje protagonista en CONMIGO.

Ramón (1948-1993), personaje central en CONMIGO.

Alfredo Ruiz (1949-2039), personaje en YO.

Tecla (1951-1992), personaje central en CONMIGO.

Mónica (1951-1993), personaje central en CONMIGO.

Julio (1952-2013), personaje protagonista en ME.

Frank Hudson (1953-2042), personaje indirecto en YO, MÍ y ME.

Robert Hudson (1954-2042), personaje indirecto en MÍ y ME.

Lucía (1954-2042), personaje indirecto en ME.

Luis Rócenas (1955-2042), personaje central en YO.

Estela (1956-2042), personaje indirecto en ME.

Anamary (1959-2042), personaje protagonista en ME.

Luis Rollán (1966-2042), personaje central en YO.

Dolores Mácula (1968-2042), personaje central en YO.

Luis Rodero (1969-2042), personaje indirecto en YO.

Luciano Lérez (1974-2019), personaje protagonista en YO.

Manuel (1977-2042), personaje mencionado en CONMIGO.

Clara Carmen (1978-2042), personaje central en CONMIGO y secundario en YO. Adolescente y adulta.

Sonia (1984-2042), personaje niña en ME.

Gabriela o Gaby (1987-2042), personaje niña en ME.

Zachary Wilson (1990-2042), personaje protagonista en MÍ.

Judy Hudson (1991-2042), personaje protagonista en MÍ.

Clara junior (2020-2042), personaje indirecto en CONMIGO.

Gwendoline (2034-2041), personaje niña en MÍ.

 

 

 

 

Índice                                                                  

Página

 

I.                   Yo                                                                                          

II.                Mí                                                             

III.             Me                                                             

IV.            Conmigo                                                            

Coda                                                         

 

Elenco de personajes